Memorias proscritas y Contra el
olvido
25 DE ENERO 2014
Debí
renunciar a subrayar sus declaraciones, agobiado por la abundancia de
revelaciones, explicaciones y aciertos que enriquecen cada página de este libro
que retrata en toda su grandeza a uno de nuestros más grandes polígrafos,
diplomáticos, historiadores y políticos venezolanos. Un hombre propiamente
renacentista por la amplitud de sus inquietudes y curiosidades, la vastedad de
sus conocimientos y la experiencia principesca en el manejo de nuestra realidad
política.
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La urgencia
de los hechos ha venido a acentuar una muy mala costumbre nacional: no leer o
leer mal y muy poco. Y no me refiero a la lectura de esos libros perfectamente
prescindibles que colman de baratijas editoriales las vitrinas de las pocas
librerías que nos van quedando. Con escasas excepciones, obedientes al concepto
de las grandes tiendas por departamentos, sometidas también, por razones del
mercado, a la oferta de superficies, al brillo de las apariencias, al nefasto
precedente del best sellers: los más vendidos.
Es la irrupción de la masificación de la trituradora comercial, al margen de la
cual se han escrito todas las grandes obras de la literatura universal. Así
cumbres literarias como El Quijote hayan conocido paradójicamente y desde su
primera publicación lo que para las dimensiones del mercado editorial de su
tiempo pueda calificar de un resonante éxito de ventas. Al revisar
estadísticamente las ventas alcanzadas por las obras primeras de genios como
Jorge Luis Borges se comprueba un hecho palmario: la gran literatura ha sido
creada al margen de cualquier pretensión crematística.
Pues la
cultura, al margen de sus propias intenciones, ha sido, es y será
necesariamente elitesca. Propia del ocio, ubicada desde la maravillosa metáfora
de los galeotes a los que Odiseo hizo tapar con cera los oídos para que no
enloquecieran con la belleza del canto de las sirenas; en la antípoda del no
ocio, el negocio. Que ha terminado deglutiéndose también el ocio hasta
convertirlo en una gigantesca industria, la Kulturindustrie contra la que
pensaran y escribieran los grandes críticos de la cultura posindustrial,
Theodor Adorno, Max Horckheimer, Jürgen Habermas, Herbert Marcuse.
Pero la industria cultural obedece al mismo propósito de masificación al que
tiende el mercado. E inventa, llevada por la dinámica universalizadora del
capital y la mercancía, al entretenimiento de masas: primero el cine, luego la
televisión. Obras cumbres de la literatura universal, como las grandes novelas
de Dostoievski, surgieron como folletines de consumo hebdomadario. A
cuentagotas. Una sola transmisión de Los hermanos Karamazov por televisión
puede reunir a millones y millones de televidentes. A los que, obviamente, se
les priva de la belleza del lenguaje literario y la relación íntima del autor con
su lector.
Así, el libro ha terminado convertido en el subproducto de la industria
cultural, un fenómeno marginal, concentrado y centralizado para optimizar los
rendimientos en pequeños grupos monopólicos. Tanto o más discriminatorios
cuanto menos desarrollados culturalmente sean las sociedades en los que los
libros que tuvieron la suerte o el poder de atravesar las barreras
estrictamente comerciales de los jurados seleccionadores llegan a un consumidor
cada vez más desvaído en sus hábitos lectores. Una tragedia.
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Queda reservado al libro, así sea en el minúsculo círculo de ciudadanos cultos,
informados o sedientos de conocimientos -esa extraña élite que por fortuna es
impermeable a la vulgarización-, el privilegio insustituible de transmitir la
reflexión sociológica, política o cultural sobre aquello que Ortega y Gasset
llamaba "las circunstancias". Aun en aquellos países, como el
nuestro, en que la política se muestra renuente a convertirse en objeto de
investigación, y el libro sobre "las circunstancias", en objeto de
culto. Alérgicos, como parecemos, de vernos en el espejo de la autocrítica y
sacar las consecuencias del caso. Como en Francia, cuya potente industria
editorial y un acendrado hábito de lectura convertido en vicio permite, e incluso
impone, que tras sucesos políticos que sacudieran a la sociedad francesa se
vean de inmediato convertidos en best sellers. No es la televisión francesa el
foro de la máxima discusión, difusión y metabolización de la crítica a las
circunstancias: es el libro. El fenómeno Chávez, de haberse dado en Francia -un
imposible desde el fascismo hitleriano- hubiera dado origen a centenares de
libros apasionantes. Pero Francia es una rara y exigua excepción en el mundo.
Para nuestra inmensa fortuna, el esfuerzo editorial de unos pocos iluminados y
la perseverancia en el oficio del pensar de unos cuantos intelectuales ha hecho
posible que se hayan escrito obras de investigación, análisis y testimonios
verdaderamente imprescindibles. Son muchos más de los que creemos, pues la
mayoría de ellos no ha logrado transgredir el cerco de la indiferencia y
pasarán al olvido, a los desvanes o a las escasísimas librerías de viejos y
usados que sobreviven en medio de la devastación provocada por el régimen. El
menos interesado en que los ciudadanos lean y piensen.
Pero los hay. Algunos llegaron a romper la barrera de la apatía, como el
excelente reportaje de estos tiempos de delirio y extravíos escritos por la
periodista venezolana Mirtha Rivero, La rebelión de los náufragos, que vendiera
decenas de miles de ejemplares. Cuando habitualmente libros de su tesitura, sin
afanes sensacionalistas ni morbosos escarceos con sucesos criminales, no
sobrepasan una primera edición de 1.000 o 2.000 ejemplares. Por cierto,
una extraordinaria recopilación de los tristes y lamentables sucesos que dieran
al traste con nuestra democracia, empujándonos al abismo en que nos
encontramos.
Pero hay otros tanto o más excepcionales que los de Mirtha Rivero, que han
languidecido, se han agotado sin provocar reediciones posteriores o luchan
denodadamente por llegarle al oído sensible que pueda captar en toda su
amplitud la inmensa relevancia de sus revelaciones. Quisiera dedicarles
particular atención a dos de ellos, que considero de una importancia trascendental
para comprender la inmensa gravedad de esta crisis de excepción que padecemos,
la monstruosa responsabilidad que nos cabe en su génesis, iluminando al mismo
tiempos los tenebrosos años de tinieblas a los que taras congénitas y vicios y
debilidades ancestrales han terminado por hundirnos: Carlos Andrés Pérez,
memorias proscritas, de Ramón Hernández y Roberto Giusti (Los Libros de El
Nacional, Fuera de Serie, Caracas, 2006), y Contra el olvido, conversaciones
con Simón Alberto Consalvi, Ramón Hernández, Editorial Alfa, Colección
Hogueras, Caracas, 2011 y 2012.
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Los he leído con verdadera pasión. El primero de ellos, para mi vergüenza, a
siete años de haber sido publicado y gracias al azar: visitaba El Nacional y lo
vi a un precio verdaderamente irrisorio en un pequeño kiosco que está ubicado
en la recepción del periódico. No miento si digo que debe haber sido el último
ejemplar que sobrevivía, pues nada más terminarlo salí a comprarlo por todas
las librerías de Caracas, en todas las cuales estaba agotado. Me perdí así el
placer de regalárselo a mis amigos, particularmente a los más jóvenes que se
aventuran a lidiar en la arena política sin el más mínimo conocimiento no
digamos de nuestro pasado republicano, lo que podría sonar exagerado, sino de
su más inmediata realidad política, a cuyos coletazos se aferran difamándola,
menospreciándola o desconociéndola. ¿Qué saben en verdad de los entretelones de
las luchas, esfuerzos y sacrificios que costó imponer la democracia en nuestro
país aquellos de nuestros jóvenes líderes que no pierden oportunidad de cebarse
en la mal llamada "cuarta república"?
Roberto Giusti y Ramón Hernández lograron el prodigio, sin duda facilitados por
las dolorosas circunstancias existenciales por las que atravesaba uno de los
dos políticos más excepcionales del siglo XX venezolano -el otro, su jefe,
compañero y maestro, Rómulo Betancourt-, de hacerle abrir el corazón a
despiadadas, insólitas e incluso cruentas confesiones. Aquello más íntimo y
personal de lo que un político mayor se cuida hasta los máximos extremos de
revelar o dar a conocer. Un reservorio de creencias, pensamientos, prejuicios,
propósitos e ideas que resguardan de manera tan prolija, que muchas veces me he
preguntado si ellos mismos son conscientes del baúl en que los custodian. Pues
un político mayor -y en Venezuela han sido tan escasos como los diamantes-
tiene la más plena conciencia de que su lengua puede ser el espejo de su alma.
Y a ella, el alma, más vale tenerla confinada tras siete sellos.
Es una inmensa desgracia que Los Libros de El Nacional no hayan procedido a una
reedición. Es una obra fundamental para comprender esta historia de éxitos y
fracasos, desembarcos y naufragios, partidos, hombres y circunstancias. Como sí
lo ha hecho la Editorial Alfa, que procedió a lanzar una segunda edición de las
extraordinarias conversaciones de Ramón Hernández con nuestro entrañable Simón
Alberto Consalvi, con cuya inesperada muerte desapareció uno de los más ricos
reservorios del pensamiento, la inteligencia, la política y la cultura de
nuestro país. También en estas conversaciones logra Ramón Hernández que
Consalvi revuelva con su acucioso y prodigioso conocimiento de protagonistas y
sucesos el fondo oscuro de nuestra vida política y nos enseñe grandezas y
miserias de nuestro devenir.
Debí renunciar a subrayar sus declaraciones, agobiado por la abundancia de
revelaciones, explicaciones y aciertos que enriquecen cada página de este libro
que retrata en toda su grandeza a uno de nuestros más grandes polígrafos,
diplomáticos, historiadores y políticos venezolanos. Un hombre propiamente
renacentista por la amplitud de sus inquietudes y curiosidades, la vastedad de
sus conocimientos y la experiencia principesca en el manejo de la realidad
política.
¡Qué gran presidente de la República hubiera podido ser Simón Alberto Consalvi,
si la Venezuela de sus desvelos hubiera estado a su altura! Si quiere comprobar
si exagero, léalo. Saldrá de su lectura enriquecido por un conocimiento
esencial de nuestras desgracias.
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