Texto analítico y fragmento de El asedio inútil, Hugo Chávez contra la historia
EL NACIONAL - Sábado 13 de Febrero de 2010 |
V
Germán Carrera Damas
conoce la cárcel y lo que significa comer con las manos espaguetis mal
cocinados con sardina partida, y después no tener con qué limpiarse los dedos.
También la tortura que es pasar casi 24 horas sentado en una silla de metal y
enterase de que su delito fue haber asaltado Tucupido en los llanos del Guárico,
un pueblo al que nunca había ido y al que ahora nunca irá. Le trae malos
recuerdos. En la Digepol conoció al capitán Vegas y sufrió sus pésimos modales,
aunque le correspondió el calabozo de los doctores.
—Me sacó mi
profesor y amigo J. M. Siso Martínez, que entonces era el ministro de
Educación. Se rió cuando le dije que jamás había pensado que me daría tanto
placer ver su figura.
—¿Le descubrieron sus
veleidades marxistas en plena lucha armada?
—Cuando
hubo la posibilidad de que yo fuera director de la Escuela de Historia, un día
se presentó en mi casa la Digepol. Yo estaba en la universidad. Los
funcionarios le dijeron a mi esposa que solicitaban mi presencia para una
averiguación de un accidente de tránsito. Yo no manejaba. Cuando llegué, me
montaron en la patrulla y me llevaron a la Digepol. En Los Chaguaramos, me
condujeron ante aquel ser execrable que era el capitán Vegas, Carlos Vegas
Delgado. Un déspota que me tuvo sentado en una silla de metal casi 24 horas. No
me dejaba ni ir al baño. Al mediodía del día siguiente, me dieron un plato de
un detestable menjunje y me ficharon. Me acusaban de haber formado parte de un
grupo guerrillero que había asaltado Tucupido, un pueblo en el cual nunca he
estado, ni estaré. No tengo nada en contra de su gente, pero el recuerdo que
tengo no es lo más propicio como para visitarlo. También me acusaban de tener
droga en mi casa. Cuando dijeron droga, pregunté: “¿Qué droga?”. Me
respondieron que mezcalina. Habían encontrado en mi casa una botella de mezcal.
Aclaré que era una bebida que me había traído de México J. M. Siso Martínez, el
ministro de Educación. “¿Siso Martínez es un traficante de droga?”, pregunté.
Borraron lo de la droga. Cuando me iban a llevar al calabozo, un muchacho que
sí era militante revolucionario, que había sido detenido la tarde anterior y
habían maltratado considerablemente, y me conocía, me dijo: “Profesor, pida que
lo lleven al calabozo de los doctores”. Lo hice. “¿Usted es doctor”, me replicó
el policía. Le respondí que sí, que era doctor en Historia. Me mandó al
calabozo en el que estaba un grupo de seis o siete personas excelentes, y un
antiguo guardia nacional que no era doctor, pero que seguramente estaba allí
como informante. Apenas entro al calabozo me dicen que tengo visita. Era el
padre Guillermo Emilio Wilbur, uno de mis alumnos. En cuanto se enteró de que
estaba preso fue a visitarme. Teníamos una buena relación. Era austriaco y muy
ilustrado. Hablábamos mucho de filosofía y bromeábamos sobre la religión y la
Iglesia. Asombraba que un cura me visitara, eso me ascendió en la
respetabilidad de los carceleros. Estuve una semana preso. Nunca me acusaron
concretamente de nada. Al séptimo día, me llamaron: “Germán Carrera, con sus
corotos”. No sabía qué iba a ser de mí. Me subieron al despacho del director,
Santos Gómez. Ahí estaba Siso Martínez. Con su estilo me dijo: “Hola, joven”.
Le contesté que nunca había creído que su figura podría ser una visión tan
grata. Le causó mucha gracia. Había sido víctima de un montaje. Un profesor de
la Escuela de Historia que aspiraba a ser director, cuyo nombre no voy a dar
por piedad, armó todo aquello, con amistades y contactos que tenía en la
Digepol, para invalidarme como candidato a la Dirección. Una bajeza. Resultó lo
contrario, la mayoría de la escuela se solidarizó conmigo, y me nombraron
director en 1964. Ejercí el puesto hasta 1984, cuando renuncié y pedí la
jubilación.
—¿Después de salir del Partido Comunista no sintió
necesidad de volver a militar en otra organización política?
—Yo sigo creyendo que si uno no puede realizar el hombre
nuevo socialmente al menos debe esforzarse en lo individual, y eso supone lo
que llamo la libertad plena, tanto en los niveles concretos de la vida, como en
lo intelectual y en lo espiritual. Si se asume una actitud de rechazo a lo
espiritual, a las creencias, se termina no entendiendo la historia.
—¿La historia o al hombre?
—Cuando digo historia me refiero al desenvolvimiento social
de la humanidad. No soy un hombre religioso. Fui bautizado pero nunca tomé la
primera comunión. Digo que soy ateo gracias a Dios. No se mueve ni una hoja sin
que medie su voluntad; y Dios quiere que sea ateo. No tengo necesidad de negar
a Dios. Nunca he sido un creyente en un sentido pleno, catequístico. Soy
consciente de que los hombres han demostrado, desde que son humanidad, que
necesitan un referente para una serie de valores que, en realidad, el propio
hombre define y formula. Creo en la libertad intelectual y creo que los hombres
deben estar en contacto con todas las proposiciones para determinar su
ejercicio de la libertad individual. Yo no tengo ningún inconveniente en
participar con personas que tengan juicios o criterios diferentes del mío, pero
soy enemigo de la tolerancia. No me gusta quedarme callado cuando otros se
equivocan, especialmente cuando no es una equivocación inocente. Yo he hablado
de la cobardía intelectual disfrazada de tolerancia. Desgraciadamente, hay
gente que confunde objetividad con tolerancia. Yo entiendo que un periodista
deportivo informe sobre una pelea de boxeo en una forma desapasionada, pero
cuando están en juego valores fundamentales de la humanidad, ningún grado de
intelectualidad tiene derecho de ser objetivo. No se puede serlo cuando peligra
la libertad. Yo pienso que una de las cosas que el periodista debería tener
presente es no confundir la cobardía intelectual con la tolerancia. Yo procuro
no practicar esa tolerancia. Cuando alguna gente me dice que esa es su opinión,
le respondo que no, que se equivoca, que no respeto equivocaciones. Si lo que
dice va en desmedro de un valor fundamental, lo combato; pero si habla, por
despecho, que la mujer es esto o es aquello, eso es asunto de él; si habla de
valores fundamentales, no hay tolerancia. Tiene que haber pugnacidad, rechazo,
discusión, polémica. No hablo de prohibir expresarse, eso nunca. Pero sí
combatirlo, en el sentido de polemizar, argumentar. Últimamente, de una manera
aparentemente inocua, se ha querido sembrar la idea de que la democracia
venezolana cumplía cincuenta años, que aparte de ser un error histórico tiene
como fin desvirtuar lo avanzado entre 1945 y 1948. Si la democracia tiene
cincuenta años, quiere decir que aquellos tres años no cuentan; y, en realidad,
son los años fundacionales de la democracia como régimen sociopolítico. El
trienio adeco.
—¿Aunque haya nacido de un golpe militar?
—No conozco una democracia que haya nacido de una votación.
En Venezuela, esos tres años fueron fundamentales. Se establece la votación
universal, directa y secreta para elegir al presidente de la República y los
órganos del Estado, logros que han perdurado aun en situaciones en que se ha
querido desvirtuarlos y desviarlos. En esos tres años de república liberal
democrática se estableció un patrón sociopolítico que ni las dictaduras se han
atrevido a abolir.
—¿Dictaduras, en plural? Desde entonces hasta ahora ha
habido una sola dictadura, la de Pérez Jiménez...
—La
presente también cuenta. Así como la de Pérez Jiménez no fue igual a la de
Gómez, la actual no es igual a ninguna de las dos.
—¿En qué sentido habla de dictadura?
—Cuando se desvirtúa el principio fundamental de una
república, que es la soberanía popular, el régimen se transforma en
dictatorial. No estoy hablando de libertad de opinión, no, sino de formación
del poder, que es la clave de todo régimen sociopolítico, y que se moderniza en
Venezuela como resultado de esos tres años.
—¿El 18 de Octubre de 1945 sí fue una revolución?
—Fue un golpe militar-civil. Se habla de Revolución de
Octubre porque inmediatamente se creó una situación absolutamente anómala. Lo
primero que hacen los hombres que dan el golpe –civiles y militares– es
declarar que ellos no serán candidatos a ningún cargo escogido mediante
elecciones. Nunca había ocurrido en Venezuela que alguien corriera el albur de
una conspiración o de un golpe y renunciara al poder al día siguiente. Se
sustrajeron del futuro político. Un hecho absolutamente nuevo. El decreto
número 4, con fecha 22 de octubre de 1945, dice lo siguiente: “Artículo
primero: Los miembros de la Junta Revolucionaria de Gobierno de los Estados
Unidos de Venezuela, creada la misma noche en que triunfó definitivamente la
insurrección del Ejército y pueblo unidos, quedan inhabilitados para postular
su nombre como candidatos a la Presidencia de la República y para ejercer este
alto cargo cuando en fecha próxima elija el pueblo venezolano su primer
magistrado”. Firman todos, militares y civiles. Es un acto crucial. Otro hecho
nuevo es la creación del universo electoral, directo y secreto, pero sobre todo
haber conservado la formación del poder no como un acto meramente electoral,
sino también como un proceso que controla, vigila y dirige un organismo
independiente del Estado, integrado por representantes de todos los grupos y
sectores políticos que participan en elecciones, que no fueron designados
directa o indirectamente por el Poder Ejecutivo. Un hecho absolutamente nuevo.
Es decir, se separó la formación del poder del ejercicio del poder. Algo
capital. Ahí el golpe comienza a transformarse en una revolución. No sólo
modifica la estructura del Estado sino también del régimen sociopolítico. Se
puede hablar con derecho de Revolución de Octubre. Fue un golpe militar-civil,
porque quienes tomaron la iniciativa fueron los militares, pero se transformó
en una revolución porque el sector civil prevaleció sobre la motivación de los
militares. Otro ejemplo es el decreto de la responsabilidad civil y
administrativa, que no era nuevo en la historia de Venezuela –López Contreras
había nacionalizado antes los bienes de Gómez y de su familia–, pero con un
hecho importante: se establece que el peculado no sólo es un acto de
apropiación sino también de ejercicio arbitrario y absoluto del poder. Como el
peculado no sólo es apropiarse de un dinero, sino utilizar mal el poder, fueron
afectadas algunas cabezas del sector adverso al cambio revolucionario de
octubre, que no fue perseguido sistemáticamente para desmantelarlo. Cuando
Betancourt entrega el poder a la Constituyente, anuncia que se van a tomar una
serie de medidas de expropiación de bienes mal habidos, pero que serán
sometidas a la revisión y a la consideración del Poder Legislativo. Betancourt
tuvo claro que había ejercido una dictadura comisoria, que sus actos estaban
subordinados al examen y ratificación del poder legalmente constituido. Luego
de que se instalara el Congreso, aquellos actos podían ser revisados. No
existía el propósito de destruir a un sector social, que era bien sabido lo
integraban los beneficiarios del gomecismo.
—Sectores académicos y políticos muy críticos de ese
golpe consideran que el gobierno de Medina Angarita era muy democrático y de
mucha participación popular...
—Un amplio grupo de integrantes de la Generación del 28
militaron en el PDV, el partido de Medina Angarita. La diferencia es que esa
gente todavía asociaba la democracia con la libertad; es decir, que como hay
libertad de expresión, de organización, etc., es una democracia. Yo planteo
otra cosa: la democracia, como sistema sociopolítico, se fundamenta en el
proceso de formación del poder. Si no es un proceso autónomo del gobierno en
ejercicio, no es democracia.
—Tampoco se puede quedar en la elección...
—El proceso de formación de poder incluye todo: libertad de
expresión, libertad de prensa, libertad de asociación, organización del sistema
electoral, participación, universo electoral. No es el voto lo que caracteriza
el proceso, sino todo el conjunto de procedimientos que hacen que la formación
del poder no sea una facultad del poder en ejercicio. Antes del 18 de Octubre
se quiso encontrar una forma de advenimiento con el poder en ejercicio para
establecer una especie de gobierno de transición, mediante una candidatura que
abriera la puerta para un universo electoral más amplio. Se concretó, pero el
candidato fracasó y el presidente recobró su vieja posición de autócrata, de decidir
quién será su sucesor. Es entonces cuando rompe el entendimiento y el golpe
aparece. Al comienzo todo el mundo estaba convencido de que era un golpe
militar, una asonada más. La diferencia no es el procedimiento, el hecho
armado, sino el resultado, que tiene carácter estructural, fundamental,
perdurable, etc. No dudo en hablar de la Revolución de Octubre. Desde 1930
Betancourt tenía la mente puesta en la idea de que Venezuela se organizara como
una sociedad moderna y democrática. Con el poder en la mano, tuvo un acceso de
lucidez y consideró que la mejor manera de corresponder a lo que proclamaba era
no ser otro caudillo que da un golpe militar para entronizarse a la torera,
aunque su objetivo fuese la felicidad del país. La vía era perfeccionar la
sociedad mediante el ejercicio de los derechos que había predicado. Es un acto
de enorme trascendencia y sin precedentes en la historia de Venezuela.
“Inhabilitados para” no significa que después pueda decir: “Bueno, pero si el
pueblo me lo pide”. No, significa que se sustrae de postularse a un puesto de
elección.
—¿Qué habría ocurrido si Betancourt no tiene ese acto de
lucidez, es candidato y gana la Presidencia?
—Habría desvirtuado todo lo que predicaba. Aunque a algunas
personas les cueste creerlo, Betancourt era un hombre de principios. No sólo
los elaboraba y los predicaba, sino que también, y lo más grave, los
practicaba, que no quiere decir que en algún momento no los violara. Los
principios no son inviolables, en absoluto. La realidad puede imponer
derogaciones parciales, transitorias, lo que fuere; y en la vida de Betancourt
eso se observa. Si hubiese buscado una fórmula para permanecer en el poder,
todo lo que había elaborado quedaba absolutamente desvirtuado ante sí mismo.
Betancourt era un severo juez de sí mismo. No era complaciente consigo mismo.
—Los principios llevan a que Rómulo Gallegos sea el
candidato, la peor decisión política en ese momento...
—El propósito de Betancourt era cambiar la sociedad, no
hacerse de la Presidencia. Si no, no se entiende haberles dado el voto a las
mujeres, a los analfabetos, a los mayores de 18 años, para que eligieran a sus
gobernantes de manera universal y secreta. Para que cambiara la sociedad era
necesario destruir la imagen del hombre providencial, salvador, y que fuese la
voluntad del pueblo, la sociedad, la que escogiera. Gallegos era una figura
nacional, conocido por todo el mundo. Todos sabían qué representaba. AD no
tenía en ese momento otro hombre con ese perfil nacional. Además, Gallegos
había sido consecuente con el partido; se prestó a ser candidato cuando todo el
mundo sabía que aquella candidatura no tenía futuro alguno. Quizás el error de
Betancourt, si se puede hablar de errores, fue creer que el partido y el pueblo
adeco estaban lo suficientemente consolidados como para funcionar dentro del
esquema democrático, prescindiendo de la figura del presidente, como el factor
común de todo. La democracia no es un hombre. Lo que quizás se puede percibir
como error fue que se apresuraran los tiempos históricos, que se creyera que la
sociedad había demostrado suficiente calidad, lucidez, firmeza.
—¿Acaso no obvia que el factor militar actúa y es
independiente de los objetivos de la sociedad?
—Si se estudian los documentos de la época, se encontrará un
elemento que siempre permite una doble lectura. El constante elogio a los
militares democráticos. ¿Por qué tanto empeño en enaltecerlos? Quizás porque
Betancourt, que era un hombre versado en la política concreta, desconfiaba de
los militares y buscaba comprometerlos e identificarlos con un esquema de
república civilista, un cambio de mensaje para el sector castrense. Las
palabras de Betancourt son muy elogiosas del sector militar desde 1945 hasta
1948. Me pregunto si eso sería una vacuna. Yo fui testigo del tiempo, lo viví.
El cambio que se operó en la sociedad venezolana en esa primera república
liberal democrática era tan profundo y contrastaba tanto con la práctica
secular que cualquier forma de suspicacia, de duda, de reacción, es
comprensible. No bastaba con decir “esto es bueno” para que quienes estaban
insertos en aquella tradición secular se mostraran dispuestos a cambiar. No. Lo
existente, lo real, tiene su razón, y esa razón se traduce en actitudes que se
ejercen a través de la fuerza; presión, violencia, lo que fuere. Eso es normal,
no tiene nada de extravagante. Uno no puede decir que, por ejemplo, la gente de
Coro y Maracaibo eran traidores a la patria porque no acompañaron a las demás
provincias en la abolición de la monarquía en 1811. Muchos hombres que estaban
con el gobierno de Medina habían sido compañeros de Betancourt en la Generación
del 28. Los más destacados eran hombres que tenían establecidos sus méritos
sociales, intelectuales; otros eran simples arribistas, pero había razones para
que hubiese suspicacias, dudas, sospechas argumentadas, no simplemente
asumidas. La figura de Betancourt, en general, favorecía que se sospechara de su
rectitud de intenciones, de su bondad. Era un hombre pugnaz, combatiente,
luchador. No ocultaba su pensamiento, no lo disimulaba, no tenía una agenda
secreta. Sus ideas eran públicas, y aquello contrastaba con lo que era usual y
habitual. Estoy persuadido de que no actuó sólo por criterio de oportunidad (todo
político tiene que tener en cuenta la oportunidad, si no, no habría política)
pero Betancourt también se regía por principios. Lo sucedido en noviembre de
1948, el golpe contra Gallegos, fue durísimo para Betancourt, que admitió su
depresión y desconcierto. Lo sucedido contradecía radicalmente la confianza que
pudo haber tenido en la sociedad venezolana.
—¿No entendió a los militares?
—Habían sucedido hechos que permitían tener la convicción de
que socialmente se había generado una fuerza lo suficientemente auténtica,
poderosa y participativa como para contrarrestar y anular lo que había de
retardatario o de retrógrado en el sector militar y en los partidos políticos. Quizás
el marxista de fondo que había en Betancourt le hizo creer que el pueblo, la
sociedad venezolana, había generado en aquel cortísimo lapso fuerzas
significativas y genuinas para contrarrestar cualquier intento de retorno al
pasado. No debemos olvidar un factor difícil de valorar, pero que significa
mucho: la Segunda Guerra Mundial termina en 1945, pero vino un proceso de
indefinición que se cierra con el famoso discurso de Churchill y el
establecimiento de la Guerra Fría, el enfrentamiento entre el capitalismo
democrático y el socialismo autocrático. Betancourt aún no había logrado
persuadir ni siquiera a los venezolanos de que había dejado de ser comunista
militante, no digamos marxista, sino comunista militante. Sobre él recaía la
sospecha de que era un comunista oculto; incluso, de 1945 a 1948 hay
señalamientos de empresarios estadounidenses sobre la condición comunista de
Betancourt. Internamente, en el periódico El
Gráfico, Germán Borregales y todos los demás denunciaban a Betancourt como
comunista. El ambiente internacional que había sido ventajoso para la
democracia se convirtió en adverso, y esa democracia fue sospechosa de socialistoide
y de tener tendencia comunista. El clima de opinión que se generó tanto en el
exterior como en un gran sector de la sociedad venezolana favoreció que los
militares rebrotaran con fuerza.
—Cuando los militares que acompañan a Betancourt se
deslindan, ¿qué querían llevar adelante que necesitaban dar un golpe de
Estado?, ¿qué intentaban reimponer? ¿Prevalecieron sus ambiciones personales o
tenían un proyecto de país distinto?
—La dictadura que se implanta prohíbe los partidos y los
persigue; envía al exilio a sus dirigentes o los asesina. El poder electoral
queda en manos del Ejecutivo. Se mantiene la estructura democrática, pero vacía
del sentido democrático y al servicio de la autocracia. El proceso de
instalación de la república liberal democrática a partir de 1945-46 estuvo amenazado
por una serie de conspiraciones de carácter militar. Un sector de las Fuerzas
Armadas, algunos retirados y otros activos, veían con recelo algo muy
importante. Con la instalación de la república liberal democrática, el poder
pasa a la soberanía popular, y en una forma tan masiva y tan sorprendente que
aquel poder militar quedó en una situación de inferioridad, de franca
debilidad. Hasta ese momento el poder había estado concentrado en un sector
dominado por elementos militares, con civiles a su servicio. El gobierno podía
tener un carácter más o menos liberal, pero el poder estaba en manos de los
militares. En 1948 un golpe militar restablece el poder militar. Nuevas figuras
nuevos nombres, sí, pero eso no es lo que define la situación, sino que
reaccionan contra la soberanía popular. Hubo una elección que llevó a un hombre
al poder con 88% de los votos. Sin embargo, eso no los arredró, porque este
sector de las Fuerzas Armadas no tiene una concepción republicana, aunque en
el trienio hubo militares que sí tuvieron una actitud de identificación con la
república democrática. Gobiernan durante diez años. Cuando viene la crisis del
régimen, intentan mantener el poder prescindiendo de las figuras cuyo
desprestigio atentaba contra ese poder, Pedro Estrada y Pérez Jiménez, pero
entonces rebrota con vigor incontenible la soberanía popular que se esbozó en
aquellos tres años. No les fue posible mantener el continuismo militar; un
pensamiento, una actitud que se caracteriza por el desprecio de lo civil, por
el falso mito del orden y de la eficiencia, por el rechazo absoluto de lo que
es expresión de la soberanía popular. Fracasaron y debieron consentir que se
restaurara la república liberal democrática. Pero no cesa un segundo la conspiración,
con diversos caracteres, con diversos ropajes: fidelismo, esto o aquello, pero
siempre estuvo allí un sector militar, en Carúpano, en Puerto Cabello y demás.
Hubo un sector militar que demostró apego a la fórmula democrática y luchó
contra eso, es cierto, pero nunca hubo un reconocimiento pleno de la república
liberal democrática.
—¿Nunca la república
convenció totalmente a los militares?
—El continuismo puede ser por vía de facto o por vía legal,
pero cuando todos los poderes del Estado están concentrados en una persona, no
hay vía legal. Todo es de facto. Se pueden cambiar, tres, quince, artículos de
la Constitución, pero en definitiva eso tiene como fin distraer a la opinión
pública. Lo esencial es que hay un propósito continuista de un poder instalado
en todos los niveles, no sólo del Estado, sino incluso de la sociedad. Allí es
donde está el peligro real de la república: Cuba no se declaró monarquía,
aunque sea un régimen dinástico. Ya Raúl estará buscando cuál de sus hijos lo
va a suceder, como en Corea del Norte. ¿Se puede decir que es la República de
Cuba? ¿Dónde está la soberanía popular? Lo que estamos viendo ahora es un
propósito de continuismo de este poder militar. Las dos elecciones donde el
prestigio del actual gobernante ha sufrido tal descalabro minan su condición de
invencible y se vuelve incómodo para ese mismo sector que ha acumulado no sólo
poder, controla hasta la oficina de recolección de perros realengos de
Achaguas, sino también riqueza, poder real. Además, han acumulado enormes
deudas con la justicia, con actos ilegítimos e ilegales, que pueden ser objeto
de persecución por tribunales internacionales como sucede en el Cono Sur.
Tienen un haber y un deber cargadísimo. Este Pérez Jiménez se está volviendo
cada vez más peligroso para sus intereses fundamentales. La oposición debe
comprender que no se trata del continuismo de Chávez, que lo es; sino que lo
esencial es el continuismo del poder militar, que sobre todo lo es. En el
fondo, enfilar las baterías contra Chávez sin situarlo en su contexto es un
error estratégico que lleva a errores tácticos. No se pueden trazar verdaderas
tácticas eficaces sin tener bien identificado el núcleo del poder que se
combate. Luchar contra el mascaron de proa y dejar oculta la realidad
estructural del peligro es un error estratégico. Deben correlacionar los
hechos. El aparato político democrático se debilitó considerablemente, quizás
para revelarnos que la democracia no radica en el sistema sociopolítico, sino
en el pueblo. Es un asunto del pueblo, no del aparato político, y el pueblo
venezolano ha demostrado que es consciente de su condición democrática y,
además, la ejerce. Por primera vez en la historia de Venezuela, tenemos una
confrontación nítida entre la reivindicación de la soberanía popular y un
rebrote del poder militar tradicional. De ahí puede surgir la batalla final.
Para mí, como historiador, no hay duda en cuanto al desenlace: el fin del poder
militar. No es un deseo, sino la acumulación de estadios. La sociedad va a
fortalecer su soberanía y el sector militar tendrá que acogerse a su función
real de brazo armado de esa soberanía, de ninguna manera como su ductor. El
sector vulgarmente militarista, porque no lo sustenta una ideología, no sólo es
minoría sino que carece de posibilidad de agrupar todo lo que podemos llamar
Fuerzas Armadas. Hay signos bastante claros. No estoy metido en el mundo
militar, pero hay cosas evidentes, por ejemplo: siempre son los mismos. Al
principio a Chávez le gustaba rodearse de generales, pero ya no lo hace. Cuando
aparecen militares como invitados en sus actos, uno ve que aplauden, pero no
muestran vehemencia ni entusiasmo. Podemos pensar que en las Fuerzas Armadas
hay hombres para quienes el servicio de las armas es una carrera profesional.
En una sociedad moderna eso pasa. Cuando uno escucha al comandante general del
Ejército amenazar a la sociedad con la fuerza que la sociedad le ha dado para
defenderla, y la amenaza de una forma gruesa y artera, intimidatoria: “Estamos
preparados para hacerle frente en cualquier circunstancia”… ¿Los militares
están velando las fronteras? ¿Combaten el narcotráfico, el abigeato? ¿A quién
están amenazando? Al soberano, al que reconocen de palabra pero rechazan de
hecho. La jefa del ministerio de elecciones, mal llamado Consejo Nacional
Electoral, le habla al país con el tono de un jefe civil autoritario,
intimidatorio, como si ella concediera a la ciudadanía el ejercicio de un
derecho, cuando su papel es facilitarlo al extremo y hacerlo lo más libre,
genuino y auténtico posible. Uno se pregunta ¿qué mal padecen estas personas?,
¿por qué han llegado a ese grado de confusión de sus verdaderas funciones? ¿Por
qué no tienen capacidad para reconocer que ellos son ser-vi-do-res de la
soberanía popular?
—Se creen el cuento que les repiten a los demás. Se
consideran los revolucionarios que están cambiando la sociedad.
—O están al servicio del continuismo del poder militar. Los
militares siempre han tenido civiles que les sirven. No pocos repiten que las
universidades han sido generosas proveyendo a las dictaduras de cerebros para
perpetrar sus planes. Los integrantes de la camarilla gobernante, sean
militares activos o retirados, son militares en su concepción del poder, en su
desprecio de la soberanía popular, en su desprecio al pueblo. Quizás esto sea
una sargentada. En otros tiempos, eran hombres que mal que bien habían tenido
cierto roce con lo que llamaríamos altos mandos y un poco más de conocimiento
de las cosas. Eran lo que se llamaba los militares de escuela. Por debajo de
teniente coronel, ha habido escuela, pero no verdadera formación; en el sentido
de desarrollar tradición y sentido político. La forma como se dirigen a la
opinión pública es propia de sargentos. Pareciera que actúan en un cuartel. La
mitad del poder de un sargento consiste en obtener de sus dependientes una
obediencia absoluta, inmediata y eficaz, porque hay que inculcarles la conducta
de mando-obediencia. En el fondo eso es lo que han trasladado a la sociedad
civil cuando, en el siglo XXI, un gobernante militar es capaz de decir:
“Échenmele gas del bueno, me los meten presos y el que no obedezca me lo
raspo”. Ese lenguaje es el que empleaban los jefes civiles en 1930, en
cualquier pueblito del país. No dicen: “Caerá sobre ellos el peso de la ley” o
“serán sometidos a la justicia”, que es lo que corresponde a un dirigente
político moderno. Debemos ser conscientes de que ahora los “sargentos”
requieren un esfuerzo definitivo de ese espíritu y del poder militar
tradicional para deslastrarse de la derrota sufrida el 18 de octubre de 1945.
Se me dirá que hay más de medio siglo de distancia, pero es que deben enterrar
lo que llaman “la cuarta república”.
—¿Por qué?
—La cuarta república es el ejercicio de la soberanía
popular. El verdadero enemigo de ellos es la soberanía popular.
—¿No hicieron cambios de fondo a las reformas de
Betancourt?
—Lo que caracteriza y define el sistema democrático es el
proceso de formación de poder. Desde el punto de vista social, hay abolición de
la libertad de expresión, de la libertad de prensa y del derecho de
organización; se prohíben las organizaciones sindicales y políticas; y algo no
menos importante: todos los poderes del Estado quedan subordinados al Poder
Ejecutivo. El cambio es total. Se mantiene el sufragio universal, directo y secreto,
pero ya no para que las mujeres, los analfabetos y los jóvenes, la ciudadanía,
expresen una voluntad, concebida, formada y desarrollada autónomamente del gobierno,
sino para realizar consultas cuando el gobierno considere que servirán a sus
fines. El principio se mantiene, pero vacío. No se podía cambiar porque
correspondía a una aspiración de la sociedad. Mantuvieron el cascarón, pero
cambiaron completamente el contenido. La dictadura de Pérez Jiménez fue un
retroceso.
—¿La vuelta a Gómez?
—No. Han sucedido dos cosas muy importantes en el intervalo:
una, la Segunda Guerra Mundial, que es fundamental en cuanto a la posición de
la democracia; y otra, el comienzo de la Guerra Fría. No se podía luchar contra
el socialismo autocrático sin mantener alguna apariencia de funcionamiento
democrático, siempre que esa apariencia de funcionamiento democrático no fuese
sospechosa de estar contaminada de una tendencia socialistoide, mucho menos
comunista. La alternativa en la Guerra Fría no podía ser autocracia contra
autocracia; el sector capitalista se alineó en defensa de las democracias y en
contra de la no democracia, del socialismo autocrático. No se podían abolir los
signos que le daban sentido al concepto de democracia, pero sí el contenido. La
única similitud entre el gobierno de Pérez Jiménez y AD es que el sueño de
Betancourt, en el acto de instalación pública de AD el 13 de septiembre de
1941, se mantuvo: la concreción del Guri y la industrialización de Guayana, que
se continúa porque se corresponde con la política desarrollista de Pérez
Jiménez. De resto, no hay secuencia alguna entre los dos regímenes. Betancourt
y la gente que hizo la Revolución de Octubre llegaron dispuestos a demoler el
régimen del pasado.
—¿La Revolución de Octubre cómo reestructuró el poder
militar?
—El sector civil había crecido mucho, pero apenas comenzaba
una fase de consolidación. El militar no sólo mantenía sus cualidades
estructurales, de organización y la relación mando-obediencia, sino que
también, como una medida preventiva del nuevo orden social y político, se pasó
a retiro a casi toda la oficialidad. Las Fuerzas Armadas quedaron en manos de
un grupo de oficiales jóvenes que se suponía que estaban ganados para la
democracia. Betancourt tuvo el buen tino de diferenciar a Mario Vargas de los
otros. Decía que era un genuino militar democrático. No había razón alguna para
pensar que la conciencia democrática había penetrado lo suficiente en el seno
del Ejército como para contrarrestar las tentaciones caudillescas
tradicionales.
—¿Cuál era el origen de clase de esos militares: clase
media, pobres u oligarcas?
—Los mandos eran de la clase media, algunos por herencia de
viejos militares. Se propició el ascenso de los sectores populares a la cadena
de mando. Se habla del trienio, que es un lapso brevísimo, pero si se le rebaja
la fase de instalación, quedan menos de dos años. Es un periodo de gran
fluidez, y de una gran indeterminación en cuanto a hábitos y prácticas
sociales. Cuando se produce el golpe de 1948 todavía esta concepción democrática
de la política estaba en el cascarón, no había cuajado, ni podía haber cuajado.
—Pero los que dan el golpe de 1948 son los mismos
militares que encabezaron el de 1945...
—Sí, salvo una persona que debió haber desempeñado un papel
muy importante en la junta de gobierno. Entre las peticiones de los militares a
Gallegos se incluía que no se permitiera el regreso a Venezuela de Mario
Vargas, que estaba muy enfermo en el exterior. ¿Quiénes quedaban? Quedaba un
hombre que no se supo nunca qué pensaba, Carlos Delgado Chalbaud; y otro que
aparecía entre los jóvenes militares como una especie de representante de la
Academia de Chorrillo: Pérez Jiménez. Son los mismos militares, pero no podemos
contar a Mario Vargas y es dudoso que podamos contar a Delgado Chalbaud, la
prueba es que lo liquidan. No tenía prestigio en el Ejército; no era reconocido
como militar ni tenía autoridad política, tampoco era un hombre de pensamiento.
Queda la única persona que podía representar entre los militares jóvenes, los
militares de escuela, un arquetipo: Marcos Pérez Jiménez, que gozó de gran fama
cuando fue profesor en la Academia Militar. La mesa estaba servida para una
insurgencia castrense de estos nuevos oficiales, influidos por el felón, por
Manuel Odría, por lo que venía del sur, por las logias militares, con el
beneplácito de Estados Unidos, que veía la imagen de la Guatemala de Arévalo
reproducida en un país que tenía más importancia estratégica. Hay una
conjunción de factores, algunos nuevos y muy poderosos. Fue una verdadera
sorpresa para una sociedad que aprendía a funcionar de otra manera. Los hombres
en el Gobierno, Betancourt lo reconoce, no tomaron previsiones y cuando salen
al exterior están privados de recursos. Sólo contaban con el prestigio de
Betancourt. Vivieron en la vorágine. Betancourt debe luchar contra tres
adversidades: primero, considerado como el gran culpable del golpe de 1948,
incluso por muchos adecos, debe imponerse para conservar, consolidar y
fortificar su condición de líder de un partido que funciona precariamente en el
exterior y en el interior; segundo, tiene que moverse en una situación
sumamente difícil, y convencer a los sectores internacionales, sobre todo al
mundo sindical, de que él no es un agente comunista, quitarse el sambenito de comunista;
y tercero, lograr que en el esquema de la Guerra Fría los adecos no
reaccionaran, muchos lo hicieron, con un antiyanquismo que resultaba
justificado por los acontecimientos. Betancourt interpretó que no había futuro
para la democracia en Venezuela prescindiendo de Estados Unidos y que debía
encontrar la fórmula de articularlo. En el seno de AD hubo un grupo de personas
muy respetables que reaccionó con un antiyanquismo que las llevó a una posición
radicalmente antiimperialista. Betancourt no se identificaba con el imperio,
pero tenía en cuenta que no había futuro sin el imperio. Debía encontrar un
justo funcionamiento, y, al mismo tiempo, demostrar que no era un agente
comunista encubierto. Una situación bien difícil. Le costó diez años de esfuerzo.
Apenas se abrió una fisura en aquel cuadro, lo sembrado de 1945 a 1948 rebrotó
con una fuerza impresionante. Casi un milagro. Los adecos estaban presos,
exilados, reducidos a un grupito; los comunistas eran cuatro personas
perseguidas, presas o asiladas. AD padeció más que el partido comunista, los
asesinados fueron dirigentes adecos. Sin embargo, aquello brotó con una fuerza
tremenda. El vilipendiado petróleo había generado en la sociedad venezolana
cambios estructurales, no muy claramente visibles todavía en 1945, pero que se
incrementaron considerablemente con el auge del desarrollo del negocio de los
hidrocarburos, la inmigración, el nuevo ambiente internacional. Se dan dos
fenómenos muy importantes: la ampliación y consolidación de la clase media (no
puede haber una burguesía sin clase media numerosa, consciente y con intereses
propios) y el desarrollo del sector obrero, considerable igualmente. Ya no eran
los campesinos traídos a trabajar en las petroleras, sino obreros de hasta
tercera generación. El país había cambiado estructuralmente y el 23 de Enero se
manifiesta. Los militares quisieron continuar el gobierno militar sin Pérez
Jiménez, hasta formaron una junta, pero la reacción de la sociedad,
sorprendente, porque no fue ordenada por un partido, sino una reacción
espontánea, los obligó a cambiar el esquema.
—¿Cuándo ocurre ese despertar?
—Cuando se anuncia la junta militar comienzan las protestas
populares. Algún militar lúcido se da cuenta de que la única manera de
mantenerse en el poder sería mediante una fase represiva absoluta, es decir,
una situación de guerra civil. Las conspiraciones castrenses después del 23 de
Enero no cesan. La determinación era continuar la dictadura militar, pero la
realidad de la sociedad lo imposibilitó.
—Si en menos de tres años se logra sembrar el virus
democrático en la sociedad, que luego es capaz de enfrentarse con éxito a una
dictadura sangrienta y de derrotar la guerra de guerrillas, ¿por qué después de
40 años de ejercicio democrático vuelve a mandar un chafarote?
—Con la democracia que empezó en 1958 se generó una demanda
social de una complejidad y de una magnitud tremenda. Se pasó de unos pocos
miles de personas a centenares de miles en todos los ámbitos: salud, educación,
trabajo, sin que hubiese ocurrido lo que en otras sociedades llevó tiempo: la
generación de estructuras político-administrativas y sociales capaces de
canalizar, orientar, controlar esos brotes de modernidad y de complejidad. La
incapacidad no era del sistema político. Lo que se manifiesta desde los años
ochenta en adelante es la incapacidad de la administración pública de
responder a la demanda social. El sistema político se podía considerar
asentado, había superado todo un esfuerzo armado e ideológico para echarlo por
tierra, que fracasó militar, policial e ideológicamente. El grave problema
estaba en la incapacidad de la administración pública para satisfacer la
demanda social, y eso generó un justo resentimiento en la sociedad. Quisieron
compensar esa incapacidad con dos remedios “mágicos” que son contrarios, en
apariencia: autoritarismo y demagogia. Esa es la única alternativa de un
político incapaz de responder la demanda social. Ante las exigencias de la
gente, sólo le queda mantener el orden, el autoritarismo y la demagogia. El pueblo
quiere construir ranchos en el Ávila, el gobierno se lo permite. En eso cayó el
sistema político.
—Los propios partidos se desprestigiaron unos a otros.
Su lucha era demostrar que los adversarios eran más corruptos...
—No tanto por la corrupción, sino por la incapacidad de la
administración pública, controlada por los partidos, para responder a las
demandas sociales. Si las hubieran podido satisfacer en un grado razonable, la
corrupción no hubiese sido tanta. El hombre que llega a ministro y tiene 20
sindicatos, sólo puede funcionar si incorpora a su gestión la porción
determinante. La manera de hacerlo es mantener todos los vicios y defectos. No
tocar nada de lo que habría que cambiar, porque afectaría a los grupos que
necesita para funcionar, y que no permiten que les “quiten sus logros”. Cómo
sería de grave la situación que teníamos medio siglo pensando que la
nacionalización del petróleo sería la verdadera independencia y, sin embargo,
cuando llega pasa inadvertida. La gran preocupación era la ineficiencia de la
administración pública, incapaz de satisfacer las demandas sociales.
Comentarios