Texto analítico y fragmento de El asedio inútil, Hugo Chávez contra la historia

EL NACIONAL - Sábado 13 de Febrero de 2010

Papel Literario

Carrera Damas, el valor de la república

Hace poco menos de un año fue editado por primera vez el libro de Ramón Hernández El asedio inútil, conversación con Carrera Damas. Se trata de un conjunto de entrevistas en las que el periodista incita a la reflexión del historiador sobre la situación actual y sobre las posibles salidas a la crisis que vivimos


ERIKA ROOSEN 

"NO TENGO LA MENOR DUDA DE QUE LA DEMOCRACIA VENEZOLANA ESTÁ VIVA, HISTÓRICAMENTE ARRAIGADA Y QUE VA A PREVALECER. LA DEMOCRACIA NO RADICA EN LAS INSTITUCIONES, QUE SON CORRUPTIBLES, INTIMIDABLES, RADICA EN LA SOCIEDAD".


GERMÁN CARRERA DAMAS 


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by Ramón Hernández 
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Una introducción muy breve nos presenta al historiador. Se trata de un hombre corpulento y amigo del buen comer, que se formó en el humanismo marxista y que, con su característico humor cáustico, no reniega de haber pertenecido al Partido Comunista pero sí se reprocha no haber sido más activo en la formación de una sociedad democrática y liberal.

Con estas líneas que le dedica Ramón Hernández, los lectores nos hacemos una idea general del entrevistado. Sin embargo, queda claro que la intención del entrevistador es que sean sus palabras, su tono y sus ideas los que nos presenten a Germán Carrera Damas. Así, inmediatamente después de ese primer párrafo, Hernández salta a la pregunta: "¿está en peligro el sistema republicano?" y, a partir de ella, los lectores nos preparamos para adentrarnos en una minuciosa y crítica reflexión sobre la situación actual.

El libro está dividido en once capítulos, once conversaciones. En general, todas comparten un eje conductor de las reflexiones: su basamento en las políticas de quien "desgobierna" nuestro país hoy día, como gusta de llamarlo Carrera Damas. Sin embargo, cada una de las conversaciones es autónoma en tanto a la manera de enfocar la crisis, a las posibles derivaciones a las que ésta nos conduce. Luego de un comienzo abrupto como el del primer capítulo; en el que se ponen sobre el tapete los problemas fundamentales de la situación actual, y en el que se desenmascara tanto la intención del Presidente como el contexto histórico que hace posible que un número importante de la población decida apoyarlo, los lectores podemos sentir que ya todo está dicho y que, en las páginas que siguen, no se hará otra cosa que repetir las mismas ideas. Sin embargo, al proseguir la lectura nos vemos sorprendidos por la ilación, por la coherencia con la que vamos adentrándonos cada vez más en esos problemas expuestos al principio, encontrándoles nuevas interpretaciones.
La historia y el presente A Carrera Damas la historia del país le sirve de marco y de referente. A ella apela para tratar de entender lo que sucede y para no repetir consignas sino estudiar su veracidad y su relación con el contexto. Pero la suya es una historia distinta, latente. Lejos de detenerse en fechas o en causas y consecuencias, el historiador busca eso que aún nos persigue, eso que aún cargamos a cuestas y nos pesa.

Así, luego de afirmar que, por encima de todo, valora el espíritu crítico, recuerda un precepto fundamental de su profesión: "la historia no se sabe, se estudia; la labor del historiador consiste en aprender a estudiar la historia". Y, en cierto modo, es ésa la invitación que nos tiende en cada una de sus reflexiones: a acercarnos a estudiar la historia, a tratar de entender lo que vivimos en relación con lo que somos.

En su opinión, el verdadero peligro que afronta nuestro país hoy día es la búsqueda del Presidente de acabar con la república, con las instituciones que garantizan la soberanía popular. De este modo, nos explica que, invariablemente, cualquier intento de perpetuarse indefinidamente en el poder pasa por la búsqueda de abolir el sistema institucional. Y, para esto, el Presidente cuenta con dos vías, que pone en práctica en todo momento en su discurso. Por un lado, "desvirtuar la república trivializándola (la cuarta república, el puntofijismo, la republiqueta...)", y por el otro, "convencernos de que la república no es un logro de 200 años de esfuerzo, sino un error, algo de lo que más vale olvidarse". Lo terrible es que, en su opinión, como pueblo, aún nos vemos influidos por el legado colonial de la condición de súbditos, aún no nos hemos formado como ciudadanos cabalmente.

Ligado a todo esto, como fórmula de desprestigio de la forma republicana, el Presidente incentiva la confusión, presente en muchos venezolanos, entre el sistema sociopolítico de la democracia y las deficiencias administrativas que éste presentó en el pasado. Sin embargo, lejos de instaurarnos en un espacio de desesperanza, Carrera Damas nos recuerda que la ineficiencia del gobierno contrasta con la resistencia que ha surgido ante sus ínfulas autocráticas: "el régimen le teme a esa voluntad democrática del pueblo venezolano, que en diez años no sólo no ha desaparecido sino que, al contrario, se ha fortalecido".
El valor de la república Guiado por su formación marxista, cuyo último fin es conseguir el hombre nuevo, es decir, el hombre libre, Carrera Damas se opone a toda revolución que apele a la constitución del Estado como regidor de la vida de los ciudadanos, que terminan por convertirse en sus súbditos. De este modo, contrasta la soberanía popular característica de la república con su anulación por medio de la fórmula "yo soy el pueblo". Guiado por su carácter humanista, el historiador privilegia al individuo, al ciudadano, entendiendo que si no se le considera como piedra fundamental de la búsqueda, se torna imposible el encuentro del anhelado bien común. Y, como prueba, alega al "cementerio de revoluciones" en el que se convirtió el siglo XX.

Se trata, como vemos, de reflexiones interesantes, inminentes, que nos brinda el historiador. Pero el conjunto del texto no sólo está constituido por ellas, sino también por la pertinencia de cada una de las preguntas que le propone Hernández, el conductor del diálogo. El intercambio entre ellos es fluido, lógico.

Quizá por eso da tanto gusto leerlo: es un libro de contenido denso, analítico, y cuya lectura, sin embargo, se torna ligera, fácil de asimilar. Carrera Damas rescata el valor de disentir y llama al diálogo, al debate de ideas. Es un defensor de la libertad de expresión, entendiéndola no solamente como el derecho a expresarse, sino como el derecho a que esa expresión se convierta en voluntad popular, a que incite el cambio. De este modo, aun cuando inevitablemente estamos en desacuerdo con él en algunos puntos, no podemos sino asentir ante el cierre del debate, ante el valor de la república: ciertamente, los venezolanos "no queremos ser súbditos ni seguidores, sino ciudadanos, seres capaces de arbitrar su destino".

V
Germán Carrera Damas conoce la cárcel y lo que significa comer con las manos espaguetis mal cocinados con sardina partida, y después no tener con qué limpiarse los dedos. También la tortura que es pasar casi 24 horas sentado en una silla de metal y enterase de que su delito fue haber asaltado Tucupido en los llanos del Guárico, un pueblo al que nunca había ido y al que ahora nunca irá. Le trae malos recuerdos. En la Digepol conoció al capitán Vegas y sufrió sus pésimos modales, aunque le correspondió el calabozo de los doctores.
Me sacó mi profesor y amigo J. M. Siso Martínez, que entonces era el ministro de Educación. Se rió cuando le dije que jamás había pensado que me daría tanto placer ver su figura.
—¿Le descubrieron sus veleidades marxistas en plena lucha armada?
—Cuando hubo la posibilidad de que yo fuera director de la Escuela de Historia, un día se presentó en mi casa la Digepol. Yo estaba en la universidad. Los funcionarios le dijeron a mi esposa que solicitaban mi presencia para una averiguación de un accidente de tránsito. Yo no manejaba. Cuando llegué, me montaron en la patrulla y me llevaron a la Digepol. En Los Chaguaramos, me condujeron ante aquel ser execrable que era el capitán Vegas, Carlos Vegas Delgado. Un déspota que me tuvo sentado en una silla de metal casi 24 horas. No me dejaba ni ir al baño. Al mediodía del día siguiente, me dieron un plato de un detestable menjunje y me ficharon. Me acusaban de haber formado parte de un grupo guerrillero que había asaltado Tucupido, un pueblo en el cual nunca he estado, ni estaré. No tengo nada en contra de su gente, pero el recuerdo que tengo no es lo más propicio como para visitarlo. También me acusaban de tener droga en mi casa. Cuando dijeron droga, pregunté: “¿Qué droga?”. Me respondieron que mezcalina. Habían encontrado en mi casa una botella de mezcal. Aclaré que era una bebida que me había traído de México J. M. Siso Martínez, el ministro de Educación. “¿Siso Martínez es un traficante de droga?”, pregunté. Borraron lo de la droga. Cuando me iban a llevar al calabozo, un muchacho que sí era militante revolucionario, que había sido detenido la tarde anterior y habían maltratado considerablemente, y me conocía, me dijo: “Profesor, pida que lo lleven al calabozo de los doctores”. Lo hice. “¿Usted es doctor”, me replicó el policía. Le respondí que sí, que era doctor en Historia. Me mandó al calabozo en el que estaba un grupo de seis o siete personas excelentes, y un antiguo guardia nacional que no era doctor, pero que seguramente estaba allí como informante. Apenas entro al calabozo me dicen que tengo visita. Era el padre Guillermo Emilio Wilbur, uno de mis alumnos. En cuanto se enteró de que estaba preso fue a visitarme. Teníamos una buena relación. Era austriaco y muy ilustrado. Hablábamos mucho de filosofía y bromeábamos sobre la religión y la Iglesia. Asombraba que un cura me visitara, eso me ascendió en la respetabilidad de los carceleros. Estuve una semana preso. Nunca me acusaron concretamente de nada. Al séptimo día, me llamaron: “Germán Carrera, con sus corotos”. No sabía qué iba a ser de mí. Me subieron al despacho del director, Santos Gómez. Ahí estaba Siso Martínez. Con su estilo me dijo: “Hola, joven”. Le contesté que nunca había creído que su figura podría ser una visión tan grata. Le causó mucha gracia. Había sido víctima de un montaje. Un profesor de la Escuela de Historia que aspiraba a ser director, cuyo nombre no voy a dar por piedad, armó todo aquello, con amistades y contactos que tenía en la Digepol, para invalidarme como candidato a la Dirección. Una bajeza. Resultó lo contrario, la mayoría de la escuela se solidarizó conmigo, y me nombraron director en 1964. Ejercí el puesto hasta 1984, cuando renuncié y pedí la jubilación.
—¿Después de salir del Partido Comunista no sintió necesidad de volver a militar en otra organización política?
—Yo sigo creyendo que si uno no puede realizar el hombre nuevo socialmente al menos debe esforzarse en lo individual, y eso supone lo que llamo la libertad plena, tanto en los niveles concretos de la vida, como en lo intelectual y en lo espiritual. Si se asume una actitud de rechazo a lo espiritual, a las creencias, se termina no entendiendo la historia.
—¿La historia o al hombre?
—Cuando digo historia me refiero al desenvolvimiento social de la humanidad. No soy un hombre religioso. Fui bautizado pero nunca tomé la primera comunión. Digo que soy ateo gracias a Dios. No se mueve ni una hoja sin que medie su voluntad; y Dios quiere que sea ateo. No tengo necesidad de negar a Dios. Nunca he sido un creyente en un sentido pleno, catequístico. Soy consciente de que los hombres han demostrado, desde que son humanidad, que necesitan un referente para una serie de valores que, en realidad, el propio hombre define y formula. Creo en la libertad intelectual y creo que los hombres deben estar en contacto con todas las proposiciones para determinar su ejercicio de la libertad individual. Yo no tengo ningún inconveniente en participar con personas que tengan juicios o criterios diferentes del mío, pero soy enemigo de la tolerancia. No me gusta quedarme callado cuando otros se equivocan, especialmente cuando no es una equivocación inocente. Yo he hablado de la cobardía intelectual disfrazada de tolerancia. Desgraciadamente, hay gente que confunde objetividad con tolerancia. Yo entiendo que un periodista deportivo informe sobre una pelea de boxeo en una forma desapasionada, pero cuando están en juego valores fundamentales de la humanidad, ningún grado de intelectualidad tiene derecho de ser objetivo. No se puede serlo cuando peligra la libertad. Yo pienso que una de las cosas que el periodista debería tener presente es no confundir la cobardía intelectual con la tolerancia. Yo procuro no practicar esa tolerancia. Cuando alguna gente me dice que esa es su opinión, le respondo que no, que se equivoca, que no respeto equivocaciones. Si lo que dice va en desmedro de un valor fundamental, lo combato; pero si habla, por despecho, que la mujer es esto o es aquello, eso es asunto de él; si habla de valores fundamentales, no hay tolerancia. Tiene que haber pugnacidad, rechazo, discusión, polémica. No hablo de prohibir expresarse, eso nunca. Pero sí combatirlo, en el sentido de polemizar, argumentar. Última­mente, de una manera aparentemente inocua, se ha querido sembrar la idea de que la democracia venezolana cumplía cincuenta años, que aparte de ser un error histórico tiene como fin desvirtuar lo avanzado entre 1945 y 1948. Si la democracia tiene cincuenta años, quiere decir que aquellos tres años no cuentan; y, en realidad, son los años fundacionales de la democracia como régimen sociopolítico. El trienio adeco.
—¿Aunque haya nacido de un golpe militar?
—No conozco una democracia que haya nacido de una votación. En Venezuela, esos tres años fueron fundamentales. Se establece la votación universal, directa y secreta para elegir al presidente de la República y los órganos del Estado, logros que han perdurado aun en situaciones en que se ha querido desvirtuarlos y desviarlos. En esos tres años de república liberal democrática se estableció un patrón sociopolítico que ni las dictaduras se han atrevido a abolir.
—¿Dictaduras, en plural? Desde entonces hasta ahora ha habido una sola dictadura, la de Pérez Jiménez...
—La presente también cuenta. Así como la de Pérez Jiménez no fue igual a la de Gómez, la actual no es igual a ninguna de las dos.
—¿En qué sentido habla de dictadura?
—Cuando se desvirtúa el principio fundamental de una república, que es la soberanía popular, el régimen se transforma en dictatorial. No estoy hablando de libertad de opinión, no, sino de formación del poder, que es la clave de todo régimen sociopolítico, y que se moderniza en Venezuela como resultado de esos tres años.
—¿El 18 de Octubre de 1945 sí fue una revolución?
—Fue un golpe militar-civil. Se habla de Revolución de Octubre porque inmediatamente se creó una situación absolutamente anómala. Lo primero que hacen los hombres que dan el golpe –civiles y militares– es declarar que ellos no serán candidatos a ningún cargo escogido mediante elecciones. Nunca había ocurrido en Venezuela que alguien corriera el albur de una conspiración o de un golpe y renunciara al poder al día siguiente. Se sustrajeron del futuro político. Un hecho absolutamente nuevo. El decreto número 4, con fecha 22 de octubre de 1945, dice lo siguiente: “Artículo primero: Los miembros de la Junta Revolucionaria de Gobierno de los Estados Unidos de Venezuela, creada la misma noche en que triunfó definitivamente la insurrección del Ejército y pueblo unidos, quedan inhabilitados para postular su nombre como candidatos a la Presidencia de la República y para ejercer este alto cargo cuando en fecha próxima elija el pueblo venezolano su primer magistrado”. Firman todos, militares y civiles. Es un acto crucial. Otro hecho nuevo es la creación del universo electoral, directo y secreto, pero sobre todo haber conservado la formación del poder no como un acto meramente electoral, sino también como un proceso que controla, vigila y dirige un organismo independiente del Estado, integrado por representantes de todos los grupos y sectores políticos que participan en elecciones, que no fueron designados directa o indirectamente por el Poder Ejecutivo. Un hecho absolutamente nuevo. Es decir, se separó la formación del poder del ejercicio del poder. Algo capital. Ahí el golpe comienza a transformarse en una revolución. No sólo modifica la estructura del Estado sino también del régimen sociopolítico. Se puede hablar con derecho de Revolución de Octubre. Fue un golpe militar-civil, porque quienes tomaron la iniciativa fueron los militares, pero se transformó en una revolución porque el sector civil prevaleció sobre la motivación de los militares. Otro ejemplo es el decreto de la responsabilidad civil y administrativa, que no era nuevo en la historia de Venezuela –López Contreras había nacionalizado antes los bienes de Gómez y de su familia–, pero con un hecho importante: se establece que el peculado no sólo es un acto de apropiación sino también de ejercicio arbitrario y absoluto del poder. Como el peculado no sólo es apropiarse de un dinero, sino utilizar mal el poder, fueron afectadas algunas cabezas del sector adverso al cambio revolucionario de octubre, que no fue perseguido sistemáticamente para desmantelarlo. Cuando Betancourt entrega el poder a la Constituyente, anuncia que se van a tomar una serie de medidas de expropiación de bienes mal habidos, pero que serán sometidas a la revisión y a la consideración del Poder Legislativo. Betancourt tuvo claro que había ejercido una dictadura comisoria, que sus actos estaban subordinados al examen y ratificación del poder legalmente constituido. Luego de que se instalara el Congreso, aquellos actos podían ser revisados. No existía el propósito de destruir a un sector social, que era bien sabido lo integraban los beneficiarios del gomecismo.
—Sectores académicos y políticos muy críticos de ese golpe consideran que el gobierno de Medina Angarita era muy democrático y de mucha participación popular...
—Un amplio grupo de integrantes de la Generación del 28 militaron en el PDV, el partido de Medina Angarita. La diferencia es que esa gente todavía asociaba la democracia con la libertad; es decir, que como hay libertad de expresión, de organización, etc., es una democracia. Yo planteo otra cosa: la democracia, como sistema sociopolítico, se fundamenta en el proceso de formación del poder. Si no es un proceso autónomo del gobierno en ejercicio, no es democracia.
—Tampoco se puede quedar en la elección...
—El proceso de formación de poder incluye todo: libertad de expresión, libertad de prensa, libertad de asociación, organización del sistema electoral, participación, universo electoral. No es el voto lo que caracteriza el proceso, sino todo el conjunto de procedimientos que hacen que la formación del poder no sea una facultad del poder en ejercicio. Antes del 18 de Octubre se quiso encontrar una forma de advenimiento con el poder en ejercicio para establecer una especie de gobierno de transición, mediante una candidatura que abriera la puerta para un universo electoral más amplio. Se concretó, pero el candidato fracasó y el presidente recobró su vieja posición de autócrata, de decidir quién será su sucesor. Es entonces cuando rompe el entendimiento y el golpe aparece. Al comienzo todo el mundo estaba convencido de que era un golpe militar, una asonada más. La diferencia no es el procedimiento, el hecho armado, sino el resultado, que tiene carácter estructural, fundamental, perdurable, etc. No dudo en hablar de la Revolución de Octubre. Desde 1930 Betancourt tenía la mente puesta en la idea de que Venezuela se organizara como una sociedad moderna y democrática. Con el poder en la mano, tuvo un acceso de lucidez y consideró que la mejor manera de corresponder a lo que proclamaba era no ser otro caudillo que da un golpe militar para entronizarse a la torera, aunque su objetivo fuese la felicidad del país. La vía era perfeccionar la sociedad mediante el ejercicio de los derechos que había predicado. Es un acto de enorme trascendencia y sin precedentes en la historia de Venezuela. “Inhabilitados para” no significa que después pueda decir: “Bueno, pero si el pueblo me lo pide”. No, significa que se sustrae de postularse a un puesto de elección.
—¿Qué habría ocurrido si Betancourt no tiene ese acto de lucidez, es candidato y gana la Presidencia?
—Habría desvirtuado todo lo que predicaba. Aunque a algunas personas les cueste creerlo, Betancourt era un hombre de principios. No sólo los elaboraba y los predicaba, sino que también, y lo más grave, los practicaba, que no quiere decir que en algún momento no los violara. Los principios no son inviolables, en absoluto. La realidad puede imponer derogaciones parciales, transitorias, lo que fuere; y en la vida de Betancourt eso se observa. Si hubiese buscado una fórmula para permanecer en el poder, todo lo que había elaborado quedaba absolutamente desvirtuado ante sí mismo. Betancourt era un severo juez de sí mismo. No era complaciente consigo mismo.
—Los principios llevan a que Rómulo Gallegos sea el candidato, la peor decisión política en ese momento...
—El propósito de Betancourt era cambiar la sociedad, no hacerse de la Presidencia. Si no, no se entiende haberles dado el voto a las mujeres, a los analfabetos, a los mayores de 18 años, para que eligieran a sus gobernantes de manera universal y secreta. Para que cambiara la sociedad era necesario destruir la imagen del hombre providencial, salvador, y que fuese la voluntad del pueblo, la sociedad, la que escogiera. Gallegos era una figura nacional, conocido por todo el mundo. Todos sabían qué representaba. AD no tenía en ese momento otro hombre con ese perfil nacional. Además, Gallegos había sido consecuente con el partido; se prestó a ser candidato cuando todo el mundo sabía que aquella candidatura no tenía futuro alguno. Quizás el error de Betancourt, si se puede hablar de errores, fue creer que el partido y el pueblo adeco estaban lo suficientemente consolidados como para funcionar dentro del esquema democrático, prescindiendo de la figura del presidente, como el factor común de todo. La democracia no es un hombre. Lo que quizás se puede percibir como error fue que se apresuraran los tiempos históricos, que se creyera que la sociedad había demostrado suficiente calidad, lucidez, firmeza.
—¿Acaso no obvia que el factor militar actúa y es independiente de los objetivos de la sociedad?
—Si se estudian los documentos de la época, se encontrará un elemento que siempre permite una doble lectura. El constante elogio a los militares democráticos. ¿Por qué tanto empeño en enaltecerlos? Quizás porque Betancourt, que era un hombre versado en la política concreta, desconfiaba de los militares y buscaba comprometerlos e identificarlos con un esquema de república civilista, un cambio de mensaje para el sector castrense. Las palabras de Betancourt son muy elogiosas del sector militar desde 1945 hasta 1948. Me pregunto si eso sería una vacuna. Yo fui testigo del tiempo, lo viví. El cambio que se operó en la sociedad venezolana en esa primera república liberal democrática era tan profundo y contrastaba tanto con la práctica secular que cualquier forma de suspicacia, de duda, de reacción, es comprensible. No bastaba con decir “esto es bueno” para que quienes estaban insertos en aquella tradición secular se mostraran dispuestos a cambiar. No. Lo existente, lo real, tiene su razón, y esa razón se traduce en actitudes que se ejercen a través de la fuerza; presión, violencia, lo que fuere. Eso es normal, no tiene nada de extravagante. Uno no puede decir que, por ejemplo, la gente de Coro y Maracaibo eran traidores a la patria porque no acompañaron a las demás provincias en la abolición de la monarquía en 1811. Muchos hombres que estaban con el gobierno de Medina habían sido compañeros de Betancourt en la Generación del 28. Los más destacados eran hombres que tenían establecidos sus méritos sociales, intelectuales; otros eran simples arribistas, pero había razones para que hubiese suspicacias, dudas, sospechas argumentadas, no simplemente asumidas. La figura de Betancourt, en general, favorecía que se sospechara de su rectitud de intenciones, de su bondad. Era un hombre pugnaz, combatiente, luchador. No ocultaba su pensamiento, no lo disimulaba, no tenía una agenda secreta. Sus ideas eran públicas, y aquello contrastaba con lo que era usual y habitual. Estoy persuadido de que no actuó sólo por criterio de oportunidad (todo político tiene que tener en cuenta la oportunidad, si no, no habría política) pero Betancourt también se regía por principios. Lo sucedido en noviembre de 1948, el golpe contra Gallegos, fue durísimo para Betancourt, que admitió su depresión y desconcierto. Lo sucedido contradecía radicalmente la confianza que pudo haber tenido en la sociedad venezolana.
—¿No entendió a los militares?
—Habían sucedido hechos que permitían tener la convicción de que socialmente se había generado una fuerza lo suficientemente auténtica, poderosa y participativa como para contrarrestar y anular lo que había de retardatario o de retrógrado en el sector militar y en los partidos políticos. Quizás el marxista de fondo que había en Betancourt le hizo creer que el pueblo, la sociedad venezolana, había generado en aquel cortísimo lapso fuerzas significativas y genuinas para contrarrestar cualquier intento de retorno al pasado. No debemos olvidar un factor difícil de valorar, pero que significa mucho: la Segunda Guerra Mundial termina en 1945, pero vino un proceso de indefinición que se cierra con el famoso discurso de Churchill y el establecimiento de la Guerra Fría, el enfrentamiento entre el capitalismo democrático y el socialismo autocrático. Betancourt aún no había logrado persuadir ni siquiera a los venezolanos de que había dejado de ser comunista militante, no digamos marxista, sino comunista militante. Sobre él recaía la sospecha de que era un comunista oculto; incluso, de 1945 a 1948 hay señalamientos de empresarios estadounidenses sobre la condición comunista de Betancourt. Internamente, en el periódico El Gráfico, Germán Borregales y todos los demás denunciaban a Betancourt como comunista. El ambiente internacional que había sido ventajoso para la democracia se convirtió en adverso, y esa democracia fue sospechosa de socialistoide y de tener tendencia comunista. El clima de opinión que se generó tanto en el exterior como en un gran sector de la sociedad venezolana favoreció que los militares rebrotaran con fuerza.
—Cuando los militares que acompañan a Betancourt se deslindan, ¿qué querían llevar adelante que necesitaban dar un golpe de Estado?, ¿qué intentaban reimponer? ¿Prevalecieron sus ambiciones personales o tenían un proyecto de país distinto?
—La dictadura que se implanta prohíbe los partidos y los persigue; envía al exilio a sus dirigentes o los asesina. El poder electoral queda en manos del Ejecutivo. Se mantiene la estructura democrática, pero vacía del sentido democrático y al servicio de la autocracia. El proceso de instalación de la república liberal democrática a partir de 1945-46 estuvo amenazado por una serie de conspiraciones de carácter militar. Un sector de las Fuerzas Armadas, algunos retirados y otros activos, veían con recelo algo muy importante. Con la instalación de la república liberal democrática, el poder pasa a la soberanía popular, y en una forma tan masiva y tan sorprendente que aquel poder militar quedó en una situación de inferioridad, de franca debilidad. Hasta ese momento el poder había estado concentrado en un sector dominado por elementos militares, con civiles a su servicio. El gobierno podía tener un carácter más o menos liberal, pero el poder estaba en manos de los militares. En 1948 un golpe militar restablece el poder militar. Nuevas figuras nuevos nombres, sí, pero eso no es lo que define la situación, sino que reaccionan contra la soberanía popular. Hubo una elección que llevó a un hombre al poder con 88% de los votos. Sin embargo, eso no los arredró, porque este sector de las Fuerzas Armadas no tiene una concepción republicana, aunque en el trienio hubo militares que sí tuvieron una actitud de identificación con la república democrática. Gobiernan durante diez años. Cuando viene la crisis del régimen, intentan mantener el poder prescindiendo de las figuras cuyo desprestigio atentaba contra ese poder, Pedro Estrada y Pérez Jiménez, pero entonces rebrota con vigor incontenible la soberanía popular que se esbozó en aquellos tres años. No les fue posible mantener el continuismo militar; un pensamiento, una actitud que se caracteriza por el desprecio de lo civil, por el falso mito del orden y de la eficiencia, por el rechazo absoluto de lo que es expresión de la soberanía popular. Fracasaron y debieron consentir que se restaurara la república liberal democrática. Pero no cesa un segundo la conspiración, con diversos caracteres, con diversos ropajes: fidelismo, esto o aquello, pero siempre estuvo allí un sector militar, en Carúpano, en Puerto Cabello y demás. Hubo un sector militar que demostró apego a la fórmula democrática y luchó contra eso, es cierto, pero nunca hubo un reconocimiento pleno de la república liberal democrática.
—¿Nunca la república convenció totalmente a los militares?
—El continuismo puede ser por vía de facto o por vía legal, pero cuando todos los poderes del Estado están concentrados en una persona, no hay vía legal. Todo es de facto. Se pueden cambiar, tres, quince, artículos de la Constitución, pero en definitiva eso tiene como fin distraer a la opinión pública. Lo esencial es que hay un propósito continuista de un poder instalado en todos los niveles, no sólo del Estado, sino incluso de la sociedad. Allí es donde está el peligro real de la república: Cuba no se declaró monarquía, aunque sea un régimen dinástico. Ya Raúl estará buscando cuál de sus hijos lo va a suceder, como en Corea del Norte. ¿Se puede decir que es la República de Cuba? ¿Dónde está la soberanía popular? Lo que estamos viendo ahora es un propósito de continuismo de este poder militar. Las dos elecciones donde el prestigio del actual gobernante ha sufrido tal descalabro minan su condición de invencible y se vuelve incómodo para ese mismo sector que ha acumulado no sólo poder, controla hasta la oficina de recolección de perros realengos de Achaguas, sino también riqueza, poder real. Además, han acumulado enormes deudas con la justicia, con actos ilegítimos e ilegales, que pueden ser objeto de persecución por tribunales internacionales como sucede en el Cono Sur. Tienen un haber y un deber cargadísimo. Este Pérez Jiménez se está volviendo cada vez más peligroso para sus intereses fundamentales. La oposición debe comprender que no se trata del continuismo de Chávez, que lo es; sino que lo esencial es el continuismo del poder militar, que sobre todo lo es. En el fondo, enfilar las baterías contra Chávez sin situarlo en su contexto es un error estratégico que lleva a errores tácticos. No se pueden trazar verdaderas tácticas eficaces sin tener bien identificado el núcleo del poder que se combate. Luchar contra el mascaron de proa y dejar oculta la realidad estructural del peligro es un error estratégico. Deben correlacionar los hechos. El aparato político democrático se debilitó considerablemente, quizás para revelarnos que la democracia no radica en el sistema sociopolítico, sino en el pueblo. Es un asunto del pueblo, no del aparato político, y el pueblo venezolano ha demostrado que es consciente de su condición democrática y, además, la ejerce. Por primera vez en la historia de Venezuela, tenemos una confrontación nítida entre la reivindicación de la soberanía popular y un rebrote del poder militar tradicional. De ahí puede surgir la batalla final. Para mí, como historiador, no hay duda en cuanto al desenlace: el fin del poder militar. No es un deseo, sino la acumulación de estadios. La sociedad va a fortalecer su soberanía y el sector militar tendrá que acogerse a su función real de brazo armado de esa soberanía, de ninguna manera como su ductor. El sector vulgarmente militarista, porque no lo sustenta una ideología, no sólo es minoría sino que carece de posibilidad de agrupar todo lo que podemos llamar Fuerzas Armadas. Hay signos bastante claros. No estoy metido en el mundo militar, pero hay cosas evidentes, por ejemplo: siempre son los mismos. Al principio a Chávez le gustaba rodearse de generales, pero ya no lo hace. Cuando aparecen militares como invitados en sus actos, uno ve que aplauden, pero no muestran vehemencia ni entusiasmo. Podemos pensar que en las Fuerzas Armadas hay hombres para quienes el servicio de las armas es una carrera profesional. En una sociedad moderna eso pasa. Cuando uno escucha al comandante general del Ejército amenazar a la sociedad con la fuerza que la sociedad le ha dado para defenderla, y la amenaza de una forma gruesa y artera, intimidatoria: “Estamos preparados para hacerle frente en cualquier circuns­tancia”… ¿Los militares están velando las fronteras? ¿Combaten el narcotráfico, el abigeato? ¿A quién están amenazando? Al soberano, al que reconocen de palabra pero rechazan de hecho. La jefa del ministerio de elecciones, mal llamado Consejo Nacional Electoral, le habla al país con el tono de un jefe civil autoritario, intimidatorio, como si ella concediera a la ciudadanía el ejercicio de un derecho, cuando su papel es facilitarlo al extremo y hacerlo lo más libre, genuino y auténtico posible. Uno se pregunta ¿qué mal padecen estas personas?, ¿por qué han llegado a ese grado de confusión de sus verdaderas funciones? ¿Por qué no tienen capacidad para reconocer que ellos son ser-vi-do-res de la soberanía popular?
—Se creen el cuento que les repiten a los demás. Se consideran los revolucionarios que están cambiando la sociedad.
—O están al servicio del continuismo del poder militar. Los militares siempre han tenido civiles que les sirven. No pocos repiten que las universidades han sido generosas proveyendo a las dictaduras de cerebros para perpetrar sus planes. Los integrantes de la camarilla gobernante, sean militares activos o retirados, son militares en su concepción del poder, en su desprecio de la soberanía popular, en su desprecio al pueblo. Quizás esto sea una sargentada. En otros tiempos, eran hombres que mal que bien habían tenido cierto roce con lo que llamaríamos altos mandos y un poco más de conocimiento de las cosas. Eran lo que se llamaba los militares de escuela. Por debajo de teniente coronel, ha habido escuela, pero no verdadera formación; en el sentido de desarrollar tradición y sentido político. La forma como se dirigen a la opinión pública es propia de sargentos. Pareciera que actúan en un cuartel. La mitad del poder de un sargento consiste en obtener de sus dependientes una obediencia absoluta, inmediata y eficaz, porque hay que inculcarles la conducta de mando-obediencia. En el fondo eso es lo que han trasladado a la sociedad civil cuando, en el siglo XXI, un gobernante militar es capaz de decir: “Échenmele gas del bueno, me los meten presos y el que no obedezca me lo raspo”. Ese lenguaje es el que empleaban los jefes civiles en 1930, en cualquier pueblito del país. No dicen: “Caerá sobre ellos el peso de la ley” o “serán sometidos a la justicia”, que es lo que corresponde a un dirigente político moderno. Debemos ser conscientes de que ahora los “sargentos” requieren un esfuerzo definitivo de ese espíritu y del poder militar tradicional para deslastrarse de la derrota sufrida el 18 de octubre de 1945. Se me dirá que hay más de medio siglo de distancia, pero es que deben enterrar lo que llaman “la cuarta república”.
—¿Por qué?
—La cuarta república es el ejercicio de la soberanía popular. El verdadero enemigo de ellos es la soberanía popular.
—¿No hicieron cambios de fondo a las reformas de Betancourt?
—Lo que caracteriza y define el sistema democrático es el proceso de formación de poder. Desde el punto de vista social, hay abolición de la libertad de expresión, de la libertad de prensa y del derecho de organización; se prohíben las organizaciones sindicales y políticas; y algo no menos importante: todos los poderes del Estado quedan subordinados al Poder Ejecutivo. El cambio es total. Se mantiene el sufragio universal, directo y secreto, pero ya no para que las mujeres, los analfabetos y los jóvenes, la ciudadanía, expresen una voluntad, concebida, formada y desarrollada autónomamente del gobierno, sino para realizar consultas cuando el gobierno considere que servirán a sus fines. El principio se mantiene, pero vacío. No se podía cambiar porque correspondía a una aspiración de la sociedad. Mantuvieron el cascarón, pero cambiaron completamente el contenido. La dictadura de Pérez Jiménez fue un retroceso.
—¿La vuelta a Gómez?
—No. Han sucedido dos cosas muy importantes en el intervalo: una, la Segunda Guerra Mundial, que es fundamental en cuanto a la posición de la democracia; y otra, el comienzo de la Guerra Fría. No se podía luchar contra el socialismo autocrático sin mantener alguna apariencia de funcionamiento democrático, siempre que esa apariencia de funcionamiento democrático no fuese sospechosa de estar contaminada de una tendencia socialistoide, mucho menos comunista. La alternativa en la Guerra Fría no podía ser autocracia contra autocracia; el sector capitalista se alineó en defensa de las democracias y en contra de la no democracia, del socialismo autocrático. No se podían abolir los signos que le daban sentido al concepto de democracia, pero sí el contenido. La única similitud entre el gobierno de Pérez Jiménez y AD es que el sueño de Betancourt, en el acto de instalación pública de AD el 13 de septiembre de 1941, se mantuvo: la concreción del Guri y la industrialización de Guayana, que se continúa porque se corresponde con la política desarrollista de Pérez Jiménez. De resto, no hay secuencia alguna entre los dos regímenes. Betancourt y la gente que hizo la Revolución de Octubre llegaron dispuestos a demoler el régimen del pasado.
—¿La Revolución de Octubre cómo reestructuró el poder militar?
—El sector civil había crecido mucho, pero apenas comenzaba una fase de consolidación. El militar no sólo mantenía sus cualidades estructurales, de organización y la relación mando-obediencia, sino que también, como una medida preventiva del nuevo orden social y político, se pasó a retiro a casi toda la oficialidad. Las Fuerzas Armadas quedaron en manos de un grupo de oficiales jóvenes que se suponía que estaban ganados para la democracia. Betancourt tuvo el buen tino de diferenciar a Mario Vargas de los otros. Decía que era un genuino militar democrático. No había razón alguna para pensar que la conciencia democrática había penetrado lo suficiente en el seno del Ejército como para contrarrestar las tentaciones caudillescas tradicionales.
—¿Cuál era el origen de clase de esos militares: clase media, pobres u oligarcas?
—Los mandos eran de la clase media, algunos por herencia de viejos militares. Se propició el ascenso de los sectores populares a la cadena de mando. Se habla del trienio, que es un lapso brevísimo, pero si se le rebaja la fase de instalación, quedan menos de dos años. Es un periodo de gran fluidez, y de una gran indeterminación en cuanto a hábitos y prácticas sociales. Cuando se produce el golpe de 1948 todavía esta concepción democrática de la política estaba en el cascarón, no había cuajado, ni podía haber cuajado.
—Pero los que dan el golpe de 1948 son los mismos militares que encabezaron el de 1945...
—Sí, salvo una persona que debió haber desempeñado un papel muy importante en la junta de gobierno. Entre las peticiones de los militares a Gallegos se incluía que no se permitiera el regreso a Venezuela de Mario Vargas, que estaba muy enfermo en el exterior. ¿Quiénes quedaban? Quedaba un hombre que no se supo nunca qué pensaba, Carlos Delgado Chalbaud; y otro que aparecía entre los jóvenes militares como una especie de representante de la Academia de Chorrillo: Pérez Jiménez. Son los mismos militares, pero no podemos contar a Mario Vargas y es dudoso que podamos contar a Delgado Chalbaud, la prueba es que lo liquidan. No tenía prestigio en el Ejército; no era reconocido como militar ni tenía autoridad política, tampoco era un hombre de pensamiento. Queda la única persona que podía representar entre los militares jóvenes, los militares de escuela, un arquetipo: Marcos Pérez Jiménez, que gozó de gran fama cuando fue profesor en la Academia Militar. La mesa estaba servida para una insurgencia castrense de estos nuevos oficiales, influidos por el felón, por Manuel Odría, por lo que venía del sur, por las logias militares, con el beneplácito de Estados Unidos, que veía la imagen de la Guatemala de Arévalo reproducida en un país que tenía más importancia estratégica. Hay una conjunción de factores, algunos nuevos y muy poderosos. Fue una verdadera sorpresa para una sociedad que aprendía a funcionar de otra manera. Los hombres en el Gobierno, Betancourt lo reconoce, no tomaron previsiones y cuando salen al exterior están privados de recursos. Sólo contaban con el prestigio de Betancourt. Vivieron en la vorágine. Betancourt debe luchar contra tres adversidades: primero, considerado como el gran culpable del golpe de 1948, incluso por muchos adecos, debe imponerse para conservar, consolidar y fortificar su condición de líder de un partido que funciona precariamente en el exterior y en el interior; segundo, tiene que moverse en una situación sumamente difícil, y convencer a los sectores internacionales, sobre todo al mundo sindical, de que él no es un agente comunista, quitarse el sambenito de comunista; y tercero, lograr que en el esquema de la Guerra Fría los adecos no reaccionaran, muchos lo hicieron, con un antiyanquismo que resultaba justificado por los acontecimientos. Betancourt interpretó que no había futuro para la democracia en Venezuela prescindiendo de Estados Unidos y que debía encontrar la fórmula de articularlo. En el seno de AD hubo un grupo de personas muy respetables que reaccionó con un antiyanquismo que las llevó a una posición radicalmente antiimperialista. Betancourt no se identificaba con el imperio, pero tenía en cuenta que no había futuro sin el imperio. Debía encontrar un justo funcionamiento, y, al mismo tiempo, demostrar que no era un agente comunista encubierto. Una situación bien difícil. Le costó diez años de esfuerzo. Apenas se abrió una fisura en aquel cuadro, lo sembrado de 1945 a 1948 rebrotó con una fuerza impresionante. Casi un milagro. Los adecos estaban presos, exilados, reducidos a un grupito; los comunistas eran cuatro personas perseguidas, presas o asiladas. AD padeció más que el partido comunista, los asesinados fueron dirigentes adecos. Sin embargo, aquello brotó con una fuerza tremenda. El vilipendiado petróleo había generado en la sociedad venezolana cambios estructurales, no muy claramente visibles todavía en 1945, pero que se incrementaron considerablemente con el auge del desarrollo del negocio de los hidrocarburos, la inmigración, el nuevo ambiente internacional. Se dan dos fenómenos muy importantes: la ampliación y consolidación de la clase media (no puede haber una burguesía sin clase media numerosa, consciente y con intereses propios) y el desarrollo del sector obrero, considerable igualmente. Ya no eran los campesinos traídos a trabajar en las petroleras, sino obreros de hasta tercera generación. El país había cambiado estructuralmente y el 23 de Enero se manifiesta. Los militares quisieron continuar el gobierno militar sin Pérez Jiménez, hasta formaron una junta, pero la reacción de la sociedad, sorprendente, porque no fue ordenada por un partido, sino una reacción espontánea, los obligó a cambiar el esquema.
—¿Cuándo ocurre ese despertar?
—Cuando se anuncia la junta militar comienzan las protestas populares. Algún militar lúcido se da cuenta de que la única manera de mantenerse en el poder sería mediante una fase represiva absoluta, es decir, una situación de guerra civil. Las conspiraciones castrenses después del 23 de Enero no cesan. La determinación era continuar la dictadura militar, pero la realidad de la sociedad lo imposibilitó.
—Si en menos de tres años se logra sembrar el virus democrático en la sociedad, que luego es capaz de enfrentarse con éxito a una dictadura sangrienta y de derrotar la guerra de guerrillas, ¿por qué después de 40 años de ejercicio democrático vuelve a mandar un chafarote?
—Con la democracia que empe­zó en 1958 se generó una demanda social de una complejidad y de una magnitud tremenda. Se pasó de unos pocos miles de personas a centenares de miles en todos los ámbitos: salud, educación, trabajo, sin que hubiese ocurrido lo que en otras sociedades llevó tiempo: la generación de estructuras político-adminis­trativas y sociales capaces de canalizar, orientar, controlar esos brotes de moder­ni­dad y de complejidad. La incapacidad no era del sistema político. Lo que se manifiesta desde los años ochenta en adelante es la incapacidad de la administra­ción pública de responder a la demanda social. El sistema político se podía consi­de­rar asentado, había superado todo un esfuerzo armado e ideológico para echarlo por tierra, que fracasó militar, policial e ideológicamente. El grave pro­blema estaba en la incapacidad de la administración pública para satisfacer la demanda social, y eso generó un justo resentimiento en la sociedad. Quisieron compensar esa incapacidad con dos remedios “mágicos” que son con­trarios, en apariencia: autoritarismo y demagogia. Esa es la única alternativa de un político incapaz de responder la demanda social. Ante las exigencias de la gente, sólo le queda mantener el orden, el autoritarismo y la demagogia. El pue­blo quiere construir ranchos en el Ávila, el gobierno se lo permite. En eso cayó el sistema político.
—Los propios partidos se desprestigiaron unos a otros. Su lucha era demostrar que los adversarios eran más corruptos...

—No tanto por la corrupción, sino por la incapacidad de la administración pública, controlada por los partidos, para responder a las demandas sociales. Si las hubieran podido satisfacer en un grado razonable, la corrupción no hubiese sido tanta. El hombre que llega a ministro y tiene 20 sindicatos, sólo puede fun­cionar si incorpora a su gestión la porción determinante. La manera de hacerlo es mantener todos los vicios y defectos. No tocar nada de lo que habría que cambiar, porque afectaría a los grupos que necesita para funcionar, y que no permiten que les “quiten sus logros”. Cómo sería de grave la situa­ción que teníamos medio siglo pensando que la nacionalización del petróleo sería la verdadera independencia y, sin embargo, cuando llega pasa inadvertida. La gran preocupación era la ineficiencia de la administración pública, incapaz de satisfacer las demandas sociales.

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