De los escupitazos que trajeron este estercolero
César itinerante
Antes de que el lector recurra a cualquier manoseado y
obsoleto ejemplar de la Enciclopedia Británica, o a esa suma de imperfecciones
colectivas que es la Wikipedia, aclaremos qué recibe el apelativo de
"césar" en Occidente: título muy superior a rey o monarca, que ostentan
seres que se creen descendientes directos de los dioses, aunque no por línea de
sangre sino de fuerza, salpicada con una buena ración de labia, caradurismo y
tramposería.
Los pueblos no los eligen, sino que se acostumbran a escucharlos,
a reírles las gracias y a aplaudirles los insultos, pero sobre todo a adularles,
no tanto por la justeza que acompaña sus obras y palabras sino por la
abundancia con que reparten la bolsa pública entre los más cercanos, sin exigir
esfuerzos ni grandes sacrificios, apenas basta ponerse camisa y cachucha rojas.
Descrito el personaje a grandes zancadas, sin que se
destaque proeza alguna ni gestos de buen administrador (como lo fue Cayo Julio
César, el primero de esa estirpe, que como propretor durante diez años en
Hispania ulterior administró con tan buen talento la provincia que pudo rehacer
su fortuna, pagar sus enormes deudas y, sobre todo, ejercer un mando militar,
sin el cual era imposible tener poder político en Roma), baste decir que la suerte
de vivir en estos tiempos modernos le permite desplazarse con tanta facilidad y
prontitud que los más distraídos hemos supuesto que la Providencia, escasa de
otras dotes, le dio el don de la ubicuidad. Las distancias se han borrado y
también el tiempo.
Mientras habla, todos los relojes se detienen como si la
historia estuviera aguardando que de su boca salga el veredicto definitivo, la
última palabra. Ahora pontifica de ingeniería en el Guri, dentro de dos minutos
está en Bolivia tan apesadumbrado como quien acaba de bajar del Chimborazo; sin
derramar, una lágrima recorre un módulo de Barrio Adentro y se asombra de la
existencia de la invención del mercurocromo; cambia el plano, y con la misma
camisa aparece en el jardín de Putin, en Moscú. Sin pestañear, aparece en
Suráfrica inspeccionando los estadios del Mundial de Fútbol 2010, y con los zapatos
aún llenos de polvo, se sienta en el sillón púrpura en el que Salvador Allende
tiró del gatillo del fusil obsequiado por Fidel. Se levanta y oye sin inmutarse
como Bernal, entre balbuceos, promete quemar vivos a los oposicionistas. No es
un ave, César, es un platillo volador. Cerrado por enervación.
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