Nada que comprar ni nada que vender
Ramón Hernández
A Rafael Cadenas
La respuesta es sencilla, aunque difícil de
entender: No hay, se acabó. Desde ayer andan desplegados los fiscales de
cachucha roja, franela roja y chalequito rojo, lápiz y libreta en mano, para
fijar los precios “justos”, evitar la especulación, el acaparamiento, el
remarcaje, el bachaqueo, la usura y cualquier otra desviación en la actividad
comercial socialista.
Son cientos de miles de funcionarios,
milicianos y voluntarios que recorren el país dispuestos
a cerrar negocios, multarlos y decomisar mercancías como parte de una gran
cruzada contra el consumismo y por la defensa del salario del trabajador –vaya,
por Dios–, en la que cada día son más los que se incorporan, es más cómodo que
jalar escardilla; y, quizás, con mucha suerte, podrán llevarse a su casa un par
de litros de aceite –para el carro y para freír las empanadas, si encontraran
la harina precocida y el queso blanco–.
Son miles y caen por decenas en los kioscos
de chucherías, en las tiendas con las vitrinas vacías, en los centros
comerciales, en los sucuchos que ofrecen sopa, seco y jugo, en las tiendas por
departamentos. Con energía inusitada abren gavetas y revisan cuentas, facturas,
tickets de estacionamiento, recibos por cobrar, pagarés vencidos. Y repiten:
“No te pongas cómico, es una orden del comandante”. Ay, Nicolás, la amenaza que
no amenaza, pero advierte.
Preguntan y anotan con letra garrapateada,
con errores de ortografía, y llenan planillas impresas que les entrega el
coordinador, el que no habla pero está ahí y no disimula el bulto de la pistola
ni la radio por la que recibe instrucciones. Son los nuevos esbirros, que
sueñan con camisa de marca y zapatos cómodos.
Pocos conocen El Baturro –no es un apodo,
sino una marca comercial– y a ninguno le importa. Es pimentón molido picante,
importado de España y elaborado en Murcia. La única otra seña es en inglés:
paprika. Viene en latas de 200
gramos que no indican qué contiene ni cómo se usa, ni su
secreto, que lo secan al humo, ni que es un producto de primera necesidad para
los venezolanos con ascendientes europeos.
Cuando los chavistas hablaban del “proceso”
y todavía les era pecado nombrar el socialismo y la revolución bonita, El
Baturro costaba seis bolívares, algo caro, pero tampoco se compraba todos los
días. Una latica puede durar meses. Como el Amargo de Angostura a los tragos,
una pizca le agrega mucho sabor y color al cochino frito, a los huevos
revueltos, a las caraotas y a la empanada gallega; también al conejo al
salmorejo y a la salsa putanesca. Industrialmente, el pimiento molido es
fundamental para hacer chorizos y curar jamones, también para preservar ciertos
tipos de queso de año llanero.
Este año y parte del anterior El Baturro
estuvo desaparecido. El pimiento molido que se podía comprar era uno genérico,
en sobrecitos de celofán, o los potecitos que ofrecen algunas marcas de
condimentos. La semana pasada reapareció sin escándalos y sin fanfarrias. Tomé
dos latas y soñé bacalao a la vizcaína.
Enemigo de las sorpresas a la altura de la
caja, revisé el precio: 360 bolívares. Lo dejé donde lo había encontrado y
busqué un par de sobrecitos de celofán para no sacar el paquete de bacalao
noruego del carrito, que cuesta menos que un kilo de merluza nacional. No
había. Tampoco canela molida ni en rama, mucho menos pimienta negra ni comino
en cualquiera de sus presentaciones. El orégano entero desapareció, lo único en
el anaquel es cúrcuma y una versión de curry.
El pimentón es una planta originaria de
América. Colón lo anotó en su diario el 15 de enero de 1493, con la
transcripción fonética que le daban los indios: ají, pero como era picante se
le llamó pimienta, pimiento y pimentón. En 1892, cuatrocientos años después, el
pimentón era para todos los españoles un artículo de primera necesidad, como la
sal y el aceite. Ahora China lo produce con mucho éxito.
Los fiscales salen en manada y regresan en
manada, cada uno con su bolsita: margarina, arroz, carne y detergente, unos; y
otros con mercancía seca, desde medias hasta cortauñas, y no pocos con lentes
de sol y relojes. Son los que emulan la zafra de los 10 millones de toneladas
de azúcar con las que Fidel Castro terminó de demoler la principal y casi única
industria cubana. Ahora el azúcar que a veces se consigue en La Habana es
importado, como las latas de carne rusa y el pollo brasileño que pagan con los
dólares que les quedan de vender el petróleo que envía Venezuela. Acaban se
subir el sueldo mínimo, pero no hay nada que comprar. Permuto mala leche por
algo de suerte, o una lata de pimentón español.
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