Una verdad que se volatiza con la razón

 DIALÉCTICA DE LA BARBARIE

“Resistir: es un llamado imperativo a la inteligencia y una conminación a los intelectuales, en todo lugar y en toda circunstancia, particularmente bajo el reinado de la barbarie.Vista la influencia que pueden ejercer sobre ciertos actores políticos venezolanos, consumidos por el pragmatismo y, no pocas veces, por una animadversión insuperable frente al pensamiento y la intelectualidad, como ha sido el caso de nuestra clase política desde los albores de la República.”

Antonio Sánchez García 
31 de agosto de 2014
@sangarccs

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Hace cincuenta años, recién llegado a Berlín Occidental y en el clímax de la Guerra Fría, tuve en mis manos una versión mimeografiada del libro que la inteligencia progresista alemana, que aún no terminaba de zafarse del todo del horror de la barbarie hitleriana y ya debía mantener a raya la barbarie estalinista hecha fuerte en la Alemania del este, a la vuelta de la esquina,  consideraba una de las obras fundamentales del pensamiento antifascista de la modernidad: Dialéctica de la Ilustración, de Theodor Adorno y Max Horkheimer. Escrita a comienzos de los años cuarenta en California, en donde los principales pensadores de la llamada Escuela de Frankfurt, impulsores de la Teoría Crítica, habían recibido asilo y cierto respaldo de algunas instituciones académicas norteamericanas para refundar su afamado Instituto para la Investigación Social (Institut für Sozialforschung), constituía la esencia del pensamiento de ambos autores sobre el estado de la civilización y la cultura occidentales tras el desarrollo de la llamada Ilustración de los dos siglos precedentes. Pero iba mucho más lejos: expresaba la auto conciencia de una filosofía negativa de la historia, en la que veía el laberinto inexorable en que habría caído el pensamiento tras la instrumentalización de la razón en su devorador afán de dominio y sometimiento de la naturaleza, cayendo víctima de esa propia naturaleza en su máxima expresión de barbarie. Era lo que sus autores llamaban “la dialéctica de la Ilustración”: a mayor ilustración, mayor barbarie. A mayor progreso, mayor regresión.

En el prólogo aparecido en las ediciones mimeografiadas limitadas a  quinientos ejemplares – se negaban a darlo a la circulación impresa no sólo por el escaso interés que en medio de la guerra podría despertar un análisis tan riguroso y de tan alto contenido teórico en un país cuya barbarie se expresaba en lo que sus autores denominaban “la sociedad administrada” dominada por un positivismo ajeno a toda actividad intelectual que fuera más allá de la mera constatación de los hechos, los “facts” de la cientificidad subordinada al mercado, sino y sobre todo por el peligro que entrañaba descalificar los pocos espacios de libertad que se preservaban, aún en esa sociedad férreamente administrada – dejaban constancia del propósito de la Dialéctica de la Ilustración: “Lo que nos habíamos propuesto era nada menos que comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, se hunde en un nuevo género de barbarie”.[1]

Es preciso comprender la difícil situación en que se encontraban los autores y sus colaboradores reducidos al parco espacio abierto a la reflexión crítica bajo coordenadas de una sociedad en guerra de supervivencia con el principal enemigo de la Ilustración, el Liberalismo y la Democracia: el fascismo hitleriano. Sin hablar del totalitarismo soviético, incómodo e indispensable aliado de circunstancia. A pesar de lo cual y aún bajo la presión de los dictados del mecenazgo académico norteamericano, reivindican hasta sus últimas consecuencias su compromiso con la filosofía como máxima expresión de la verdad: “en cuanto crítica de la filosofía no quiere renunciar a la filosofía”.

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Entendámonos: en la tradición intelectual de Occidente la filosofía, así se haya reducido a mercancía intelectual, continuaba y continúa manteniendo su compromiso originario como reducto último de la conciencia: “amor al saber”, vale decir: a la verdad. Nunca mejor expresado el compromiso de la inteligencia acorralada en medio de circunstancias más dramáticas, que en el propósito gnoseológico de Adorno y Horkheimer: “Lo que los férreos fascistas hipócritamente elogian y los dóciles expertos en humanidad ingenuamente practican, la incesante autodestrucción de la Ilustración, obliga al pensamiento a prohibirse incluso la más mínima ingenuidad respecto a los hábitos y las tendencias del espíritu del tiempo. Si la opinión pública ha alcanzado un estadio en que inevitablemente el pensamiento degenera en mercancía y el lenguaje en elogio de la misma, el intento de identificar semejante depravación debe negarse a obedecer las exigencias lingüísticas e ideológicas vigentes, antes de que sus consecuencias históricas universales lo hagan del todo imposible.”[2]

Un compromiso en permanente reformulación, dada la dialéctica inevitablemente destructora de la relación de la verdad con el Poder: “a las tendencias en oposición a  la ciencia oficial (…) les sucede lo que siempre sucedió al pensamiento triunfante: en cuanto abandona voluntariamente su elemento crítico y se convierte en mero instrumento al servicio de lo existente, contribuye sin querer a transformar lo positivo que había hecho suyo en algo negativo y destructor…Las metamorfosis de la crítica en afirmación afectan también al contenido teórico: su verdad se volatiliza.”[3]

No se trata, por cierto, de un asunto estrictamente académico, sino crucialmente político. Y tal como lo hemos venido observando a lo largo de toda la historia de la modernidad venezolana y se ha exponenciado hasta el descaro desde la debacle de la frágil y nunca plenamente establecida ilustración venezolana y la brutal imposición de la barbarie, guardando las debidas distancias de desarrollo económico, social y sobre todo intelectual entre la sociedad analizada por Adorno y Horkheimer y la nuestra, en nuestro caso podemos verificar las mismas tendencias hacia “la autodestrucción de la Ilustración”. La relación entre barbarie ideológica y barbarie política es directa y sin atenuantes. Al constatar las ambiciones del sistema educativo bajo las coordenadas del fascismo, se verifica la entrega del sujeto a la charlatanería y la superstición: “Así como la prohibición ha abierto siempre el camino al producto más nocivo, del mismo modo la censura de la imaginación teórica abre camino a la locura política. Aún en el caso de que no hayan caído todavía en su poder, los hombres son privados mediante los mecanismos de censura, externos o introyectados en su interior, de los medios necesarios para resistir.”

Pues de lo que se trata como herencia irrenunciable de la imaginación y del pensamiento ilustrado es de negarse al acatamiento de las fuerzas de la barbarie y, aún en el estrecho margen en que sobreviven los restos y espacios de libertad, asumir la última frontera: la resistencia.

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Resistir: es un llamado imperativo a la inteligencia y una conminación a los intelectuales, en todo lugar y en toda circunstancia, particularmente bajo el reinado de la barbarie. Vista la influencia que pueden ejercer sobre ciertos actores políticos, consumidos por el pragmatismo y, no pocas veces, por una animadversión insuperable frente al pensamiento y la intelectualidad, como ha sido el caso de nuestra clase política desde los albores de la República. Sobre todo a aquellos que, incapaces de comprender y asumir la inmensa gravedad del mal que nos afecta se muestran proclives a tranzar con el poder, en la creencia de que la profundidad alcanzada por la barbarie puede ser fácilmente revertida con cambios cosméticos o, aún peor, ser asumidos finalmente como un dato estructural e inevitable de nuestra idiosincrasia. La victoria final de la locura política como un dato irreparable de un país que nació, se desarrolló y alcanzó su mayoría de edad signado por la barbarie.

Ya en medio de la guerra contra el fascismo, destacaban Adorno y Horkheimer un fenómeno trágico del que todos, cual más cual menos, hemos sido observadores en la Venezuela posdemocrática, que sólo el oportunismo más rampante y una criminal inconsciencia pueden banalizar:  “En la enigmática disposición de las masas técnicamente educadas en el hechizo de cualquier despotismo, en su afinidad autodestructora con la paranoia populista: en todo este incomprendido absurdo se revela la debilidad de la comprensión teórica actual.”

Cuando veinticinco años después de escritas estas palabras, en 1969, ambos autores dieran finalmente el plácet a la reedición por Fischer Verlag en Frankfurt am Main de una de las obras más esperadas por los sectores progresistas de la Alemania posfascista, el horror del nacionalsocialismo había llegado a su fin, si bien la humanidad se encontraba atenazada  por la Guerra Fría. Uno de los temores manifestados sobre todo por Max Horkheimer de inspirar con sus palabras y la rigurosa expresión de su filosofía negativa de la historia, una herencia benjaminiana, [4]la revuelta y la negatividad absoluta se había hecho carne en el movimiento estudiantil y la apología de la revolución mundial. Y el pesimismo y la desesperanza seguían vigentes en el trasfondo de su pensamiento: ”Pero no todo cuanto se dice en el libro seguimos manteniéndolo inalterable. Eso no sería compatible con una teoría que atribuye a la verdad un momento temporal, en lugar de contraponerla, como algo invariable, al movimiento de la historia…Por lo demás, ya entonces (1944) valoramos sin excesiva ingenuidad la transición al mundo administrado.”[5]

En medio de la barbarie que hoy sufrimos en Venezuela, de cuyo desenlace poco cabe aventurar; del mundo administrado, que se ha impuesto en Oriente y en Occidente; de la regresión de nuestra región a trasnochadas aspiraciones del utopismo castrista y de la terrible amenaza del yihadismo islámico, que pretende arrasar con los restos que aún van quedando del mundo ilustrado, la relectura de la Dialéctica de la Ilustración contribuye a mantener viva la llama de la resistencia.

            Es nuestra última esperanza.

           
[1] Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, 1994, pág. 51 y siguientes.
[2] Ibídem, pág. 52.
[3] Ibídem.
[4] Walter Benjamin, Sobre el concepto de la historia, 1940. Obras Completas, Libro I, Vol.2. ABADA Editores, Madrid, 2008.

[5] Op.Cit, Pág. 49.

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