Pepe Mujica mató a un policía por la espalda
Contra Pepe Mujica
Todos lo alaban por sus “frases profundas”, por su
aspecto humilde, porque anda en un carro destartalado... bueno, no
todos: uno de los mejores escritores argentinos nos cuenta acá por qué el
ex presidente uruguayo no le simpatiza para nada.
Marcelo Birmajer *
Mi primer problema con Pepe Mujica es que no le
entiendo nada cuando habla. Habla con la boca cerrada. Arrastra las palabras
como si no quisiera soltarlas, como un jugador de ajedrez que se queda
con la ficha en la mano porque teme dejarla en tal o cual casillero y
eterniza el movimiento, enervando al contrincante.
Me pasa con él como con las películas españolas en la
televisión, que solo las entiendo con subtítulos. Pero a Mujica no lo
subtitulan, lo aplauden, aunque estoy seguro de que quienes lo aplauden
tampoco entienden lo que dice.
Lo aplauden porque tiene pinta de pobre, porque tiene
un perro con tres patas, porque no tiene la menor relevancia en el
mundo; pero en ningún caso por lo que está diciendo.
El segundo problema es que Mujica llegó a la política como
guerrillero en uno de los países más estables y libres de América
Latina. Hasta la violenta irrupción en la vida política uruguaya —en los
años sesenta del siglo pasado— de los Tupamaros, de los cuales Mujica
era uno de los jefes, Uruguay era conocido como la Suiza de América
Latina. Su democracia era sólida, su vida cotidiana, afable y liberal.
La gran preocupación de su poeta revolucionario, Mario
Benedetti, era que la gente de clase media se aburría demasiado en la
oficina, lo que hoy sería considerado una bendición. Querían sangre,
revolución, muerte, en contra de la democracia. Ese es el antecedente
político de Pepe Mujica.
Los Tupamaros asesinaron a civiles indefensos,
secuestraron a diplomáticos de países que jamás perjudicaron al Uruguay,
quemaron automóviles de personas inocentes, robaron bancos donde se
guardaban los ahorros de honestos trabajadores.
El propio Mujica asesinó por la espalda a un policía en
pleno periodo democrático, en 1971, sin que el oficial hubiera hecho
otra cosa más que estar de uniforme defendiendo la seguridad de un
gobierno libremente elegido por el pueblo.
Un crimen de esa naturaleza, atroz e injustificable,
no debería ser el lanzamiento de una carrera política sino penitenciaria.
Pero Mujica no sólo atravesó su periodo presidencial, sino
que además ahora dicta conferencias, como los rugbiers de la película Viven, que desde entonces “viven” de dar
conferencias. Quizá Mujica pudiera dar conferencias tituladas Mueren (los demás).
Ese no es un problema particular del Uruguay sino de
toda América Latina, comenzando por la Venezuela que aceptó al golpista y
asesino Hugo Chávez como presidente vitalicio y un poco más también (ya
que siguió gobernando algunos meses después de muerto).
No casualmente, Chávez era compadre ideológico de
Mujica. A Chávez sí se le entendía todo, lamentablemente, cuando hablaba;
a Maduro no se le entiende ni aunque pronuncie a la perfección.
Mujica pertenece a esa larga tradición de líderes
latinoamericanos que demolieron democracias medianamente exitosas y las
rebajaron al punto de ser ellos mismos elegidos como presidentes.
Parafraseando aquella frase de Groucho Marx de que
nunca se inscribiría en un club que lo aceptara como socio, podemos
decir que Mujica, en su debut político de los sesenta, contribuyó a hundir
al Uruguay hasta el punto que lo eligieran a él como presidente.
Bastaría con leer la estupenda memoria de Geoffrey
Jackson, Secuestrado por el pueblo,
del embajador británico encerrado en un sucucho, también en 1971, para
comprender lo despreciables que eran los Tupamaros de Mujica.
No escarmentado con participar de una organización que
secuestraba diplomáticos de países amigos y democráticos, Mujica, como
presidente, intentó terciar en asuntos internacionales que le resultaban
tan ajenos como las propias soluciones que nunca encontró para el
Uruguay, como reducir la desigualdad social o elevar el nivel educativo.
Mujica trajo al Uruguay dos grupos de refugiados: ex presidiarios
de la cárcel de Guantánamo y refugiados sirios. Un somero paneo por los
sitios de noticias del Uruguay y del mundo revelan que la mayoría de los
refugiados sirios se quieren marchar de ese país: ven su futuro negro,
desprecian el lugar que los acogió y, en particular, a su confundido
ex presidente.
Por ponerlo en palabras del prestigioso medio uruguayo
El Observador: “Las cinco familias
de refugiados sirios que llegaron a Uruguay en octubre de 2014, en el
marco de un programa de reasentamiento de refugiados, continúan
acampando en plaza Independencia como forma de protesta. Se instalaron
con valijas, colchones, mantas y una carpa para exigir que el
gobierno les permita salir del país y ser acogidos como refugiados en
otra nación. Sin embargo, el gobierno uruguayo no tiene incidencia en la
actitud que otros países adopten frente a personas que piden la
categoría de refugiados. Los sirios instalados en Uruguay tampoco tienen medios para pagar sus
pasajes hacia otros países”.
De modo que no sólo no mejoró un ápice la suerte de los
refugiados, sino que además generó caos y desarreglos entre sus
compatriotas; inventó un conflicto de hostilidades identitarias donde
hubiera alcanzado con no hacer nada para que el propio Uruguay
recuperara por completo la armonía interrumpida décadas atrás por los
propios Tupamaros de Mujica.
Tanto los refugiados sirios como los ex presidiarios
de Guantánamo han sido denunciados por golpear a sus parejas.
Recientemente, uno de ellos, Omar Abdelhadi Faraj, fue detenido por
agredir a su mujer. Algunos ex reclusos de Guantánamo a los que Mujica
asiló reclaman un triunfo de Al Qaeda en el Uruguay. Con un poco de suerte,
quizá refloten a los Tupamaros. Los refugiados sirios también se niegan
a llevar al colegio a sus hijos: otros de los éxitos diplomáticos del
campechano Pepe Mujica.
Cuando uno piensa cuánto mejor hubiera hecho en
simplemente no matar a un policía por la espalda, descubre que la gran
responsabilidad de un hombre no es mejorar el mundo, sino tan sólo no
empeorarlo.
Es cierto que Mujica anda como cualquier otro ciudadano por
la calle, pero la mayoría de los presidentes uruguayos hicieron lo
mismo, antes y después de que los Tupamaros arruinaran la estabilidad
del primer mundo que campeaba en ese pequeño país.
No podemos decir lo mismo del resto de los uruguayos:
durante la presidencia de Mujica, la inseguridad en Montevideo ascendió
a niveles alarmantes, desconocidos para esa ciudad tradicionalmente
libre de sobresaltos.
También es cierto que el conflicto por las papeleras involucró
en partes iguales, en cuanto a torpeza y chauvinismo, tanto a Mujica
como a la señora de Kirchner, dos dechados de incapacidad intelectual
y desequilibrio conductual. Pero Mujica llegó tan lejos como para mentar
a la Kirchner en los siguientes términos: “Esta vieja es peor que el
tuerto”.
Afortunadamente, ambos países eran lo suficientemente irrelevantes
como para no representar una amenaza el uno contra el otro ni respecto
del mundo, pero Dios nos libre si a Mujica le hubiera tocado resolver la
Crisis de los Misiles o el Conflicto del Beagle.
Mujica es como esos cuadros impresionistas que nadie
entiende pero todos elogian. Su bonhomía y su avanzada edad lo
convierten en el jubilado bueno; pero ese es un papel interesante para dar de
comer a las palomas, no para presidir un país.
* Marcelo Birmajer (argentino), hermano del rabino
asesinado en Israel.
Comentarios
Merece un crédito dónde se reivindicó..como persona..demostrando al mundo que se puede evolucionar y tener sentido común y criterio