Fragmento de Contra el olvido...
Simón Alberto Consalvi
en sus propias palabras: democracia, Betancourt, Cuba y Castro
Extracto del libro Contra el olvido. Conversaciones con Simón Alberto Consalvi de Ramón Hernández (Editorial Alfa)
Por Angelus |
Prefiere pasar los domingos en casa. Nada de paseos ni de visitas, y disfrutar de una larga siesta hasta que el sol se pliegue. Ya no maneja. Se alejó de ese hábito cuando era ministro y tenía chofer, cuando perdió la independencia.
—Haber sido ministro y dejar de manejar por mucho tiempo, y en especial los cinco años que estuve en Washington como embajador, contribuyó a que me distanciara del volante. Al regresar a Caracas, María Eugenia era la que conducía. Cuando ella se enfermó en el hotel Hilton Caracas mientras montaba una obra que habíamos traído de Carayaca, manejé hasta la casa. Después lo hice dos o tres veces más, pero no me sentía seguro. El tráfico y las dificultades de manejar en Venezuela me alejaron más del volante; se me hizo muy desagradable. Es muy agresivo y hay que tener una paciencia muy grande. Se pierde mucho tiempo y hay que ponerle demasiada atención. Mis amigos que manejan tienen que hacer grandes maniobras para resolver dónde estacionar. Tal vez en otras ciudades manejaría, por ejemplo en La Habana, donde casi no hay carros y las calles serían para mí solo. La posibilidad de tener chofer me convirtió en un inútil. Ahora dependo de otros y es muy malo. Claro, también me sirve de excusa para no salir los fines de semana y quedarme en casa. Una treta, que me sale cara. Trabajo con dos únicos propósitos y razones: pagar el chofer y pagar los habanos.
—¿Los amigos cubanos no le obsequian habanos?
—Hace tiempo que dejaron de ser amigos. Ellos vinculan la amistad con el poder. El que no tiene poder no es amigo para los cubanos.
Fue canciller en dos oportunidades; la primera, a finales del primer Gobierno de Carlos Andrés Pérez, desde 1977 a 1979, y en el mandato de Jaime Lusinchi, entre 1985 y 1988; también tuvo a su cargo el Ministerio de Relaciones Interiores entre 1988 y 1989. Siendo canciller le tocó lidiar con el incidente del Caldas, un hecho que pudo ser el detonante de una guerra con Colombia y del cual no pocos aspectos se mantienen en el misterio.
—El Gobierno de Rómulo Betancourt marcó los grandes lineamientos de la política exterior de Venezuela: una política exterior de Estado, independiente de los intereses circunstanciales de los partidos o de los presidentes. Vinculada a una visión nacional. A partir del Pacto de Puntofijo se suscribieron documentos como el Programa Mínimo y compromisos sobre los grandes lineamientos de la política exterior, que comprometieron a todos los sectores. Hasta entonces la política exterior era coto cerrado de los presidentes. Cuando había cancilleres de altísima categoría intelectual, contribuían decisivamente, como fue el caso de Esteban Gil Borges, en el mandato de López Contreras, y de Caracciolo Parra Pérez, en el de Medina Angarita, que fue canciller durante todo el período, pero lo destituyó en 1945. A su regreso de la Conferencia de San Francisco, en la que se fundó la ONU, Parra Pérez hizo una escala en Washington. Por su prestigio, y por su peso en la Conferencia de San Francisco, Truman lo recibió en la Casa Blanca. A la salida de la reunión, el embajador Diógenes Escalante le entregó un telegrama en el que Medina Angarita le participaba su destitución. En lugar de una declaración nacional para felicitarlo por su labor, Parra Pérez recibió la noticia de su remoción. El presidente Medina reaccionaba de acuerdo con intereses muy circunstanciales. Estaba muy acomplejado por el avance de López Contreras, que le disputaba el control del partido y, por supuesto, el control del Congreso. Hugo Parra Pérez, que era lopecista, le ganó las elecciones al medinismo en Mérida. La indignación de Medina fue tan grande que no encontró mejor manera de vengarse que destituir al gran canciller que le había dado lustre a su Gobierno, a su política y al país. Esto no se ha divulgado ni discutido porque a Medina se le tiene como a un santo. Que el PCV lo apoyara le dio una especie de baño en aguas lustrales que lo convirtió en el presidente «más democrático de Venezuela». Muchas reacciones de Medina fueron de esa categoría: viscerales e irreflexivas.
—¿Cómo fue la política exterior durante la dictadura de Pérez Jiménez?
—Era el momento de la histeria de la Guerra Fría. En Venezuela se realizó la X Conferencia Interamericana, a la que vino John Foster Dulles, que le dio a la política hemisférica, y en particular a la OEA, el sello del anticomunismo radical. Las dictaduras militares quedaron consagradas en América Latina como la mejor respuesta a la Guerra Fría. Al poco tiempo, Estados Unidos le otorgó al general Pérez Jiménez la condecoración Legión del Mérito, con un texto en el diploma que no era común: una proclama, suscrita por Eisenhower, en la que Pérez Jiménez aparece como el gran estadista de Venezuela y ejemplo para América Latina por la forma como combatía el comunismo, por una parte, y por la «forma como administraba con criterio de grandeza los recursos nacionales». No alude al petróleo, pero al hablar de la manera como conducía la riqueza nacional se refería a la política petrolera entreguista de Pérez Jiménez. Cuando Rómulo Betancourt comienza a gobernar, Eisenhower seguía en la Casa Blanca. Frente a aquel presidente estadounidense que proclamaba a Pérez Jiménez como el estadista ideal para América latina, Betancourt asume una gran cautela y con meridiana claridad dice: «Somos amigos de Estados Unidos y tenemos una buena relación económica, pero tratándose de una potencia de su significación tenemos que actuar con ponderación, pero con dignidad». Retorna la política petrolera de 1945-1948. Las dificultades de Rómulo Betancourt son muy grandes, y no se pueden analizar sin vincularlo a la realidad heredada. Empero, tiene la fortuna de que al poco tiempo John F. Kennedy es elegido presidente de Estados Unidos, lo que significó una transformación radical en la política exterior de ese país. Pasó de un adversario a un amigo, a un intelectual que había escrito un libro en la campaña presidencial, La estrategia de la paz, en el que aborda con gran claridad el problema de la Revolución cubana.
—Se habla de un pacto secreto entre Betancourt y Kennedy…
—Sí.
—Ya había sido creada la OPEP…
—Fue notable el cambio de la política petrolera de Betancourt con respecto a la política petrolera de Pérez Jiménez. Al año de Gobierno se creó la OPEP, en Bagdad. Una obra de Juan Pablo Pérez Alfonzo y del ministro de Petróleo y Recursos Minerales de Arabia Saudita, Abdallah Tariki, que logró la unidad entre los árabes y de los árabes con un país latinoamericano. No fue simple. Es uno de los grandes episodios de la política exterior de Venezuela.
—También se rompen relaciones con las dictaduras…
—La política de Betancourt contra las dictaduras es un planteamiento suyo, muy viejo, de abril de 1948, cuando encabezó la delegación de Venezuela a la IX Conferencia Interamericana en Bogotá, en la que se fundó la OEA. Betancourt fue el encargado de la clausura. En ese momento ardía la capital colombiana por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Lo escogieron como orador porque fue uno de los delegados que impuso la tesis de que la conferencia continuara en medio de las cenizas de la ciudad. Ese discurso es poco conocido y no se le ha dado la importancia que verdaderamente tiene. Se publicó, sí, la intervención en la que le reclama al general George C. Marshall, que había llegado con la idea de que América Latina contribuyera con el Plan Marshall para la recuperación de Europa. Betancourt le dijo que América Latina esperaba también un plancito Marshall, porque se encontraba en una situación bastante similar. Betancourt logró que se convocara a una conferencia económica hemisférica en 1949, pero la caída de Gallegos fue aprovechada para no celebrarla. Fue uno de los pocos jefes de delegación que analizó la situación económica de América Latina, y algo más importante: propuso que se definiera con claridad el papel de la empresa privada. Si se hubiese tomado en consideración su propuesta, América Latina no habría ido del timbo al tambo como ha ocurrido. Todavía no hay una comprensión del papel del uno ni del otro; todavía se prestan a polémicas y a rivalidades; a guerras, como en Venezuela, del Gobierno y del Estado contra la empresa privada.
—Manda la doctrina dictatorial, la autocrática…
—La doctrina democrática no se impuso nunca. Estados Unidos le dio prioridad a la Guerra Fría y a su duelo con la Unión Soviética. Consideraba que las dictaduras respondían mejor a los intereses estratégicos, políticos y económicos norteamericanos.
—A Betancourt lo tachan de entreguista…
—Somos víctimas de los eslóganes de la Guerra Fría y de las consignas del PCV, de esa época. Leyendo los papeles y los mensajes de Rómulo Betancourt se comprueba que, al comienzo del mandato de Kennedy, Estados Unidos aplicó una política de restricciones, que discriminaba el petróleo venezolano, y que Betancourt enfrenta. No debemos hacernos ilusiones. En la época de Kennedy, con quien Betancourt tuvo, sin duda, una relación personal muy importante, la resistencia en Estados Unidos contra el petróleo venezolano fue muy fuerte. Las restricciones impuestas fueron un problema fundamental para la economía venezolana. En Washington, cuando retribuyó la visita de Kennedy, Betancourt expuso el problema de la discriminación. También envió varias misiones a Washington a discutirlo. Como en aquella época había abundancia de petróleo en Estados Unidos, las discriminaciones petroleras eran permanentes. Durante la Segunda Guerra Mundial, Medina Angarita también fue objeto de restricciones. Había una contradicción entre los grandes capitales de la explotación petrolera dentro de Estados Unidos y los capitales norteamericanos invertidos en el exterior, en especial en Venezuela. Por la fuerza de esos capitales, Venezuela tenía acceso al mercado estadounidense; sin esa inversión, Venezuela no habría exportado cantidades importantes de petróleo al norte. Estemos claros en que había una contradicción y una competencia muy fuerte entre los capitales norteamericanos invertidos allá y los capitales norteamericanos que se invertían en Venezuela. Imaginemos las posibilidades de lobby en Washington sin capitales norteamericanos en Venezuela: ninguna.
—¿Aumentaron las restricciones con la aparición de la OPEP?
—Las compañías petroleras no solo se beneficiaban de forma abusiva de países como Venezuela, sino que también se daban el lujo, de manera muy poco inteligente, de hacerle ver a Venezuela que el Gobierno podía decir lo que le diera la gana, que Betancourt podía pronunciar los discursos que quisiera, pero que ellas eran las que mandaban. Para indicárselo a Betancourt, las compañías petroleras bajaron unilateralmente el precio del barril de petróleo a 1,50 dólares. No lo bajaron más porque perdían, me imagino. Betancourt gobernó con el petróleo a 1,50 y 2 dólares. Tuvo que tomar decisiones muy fuertes: bajar los sueldos de los ministros y de los empleados públicos. El Gobierno de Pérez Jiménez, proclamado de maravilla por Eisenhower, dejó el Estado en la ruina. Betancourt tuvo que afrontar una situación económica terrible. Sin embargo, creó la Corporación Venezolana de Guayana, que es una de las grandes decisiones de la política venezolana, y la Corporación Venezolana de Petróleo, para lograr reivindicaciones adicionales a la política de no más concesiones petroleras y para concretar proyectos de refinación en el país.
—¿Cómo eran las relaciones de Betancourt con el Caribe y con Colombia? Su posición contra las dictaduras es muy fuerte, pero contó con pocos aliados.
—No tuvo muchos aliados y sus propuestas en la OEA no tuvieron el respaldo de Estados Unidos ni de los países latinoamericanos. Betancourt se enfrentó con las dictaduras caribeñas y centroamericanas muy fuertemente entre 1945 y 1948, cuando Venezuela rompió con la España de Franco. Los intereses de esos países eran distintos. América Latina no figuraba en el mapa de la política exterior de Brasil, que demoró mucho en descubrir el subcontinente. Fue en la época del presidente José Sarney, en la década de los ochenta, cuando Brasil se vinculó a un compromiso latinoamericano: la paz en América Central, extrañamente. Sarney tuvo una política latinoamericana más allá de la expansión territorial brasileña. La terrofagia ha sido siempre el designio permanente de la política exterior brasileña, consecuencia de una política exterior muy definida, muy consistente y sistemática a través de un siglo: no pretendía ser parte de un continente sino ser el continente. Las tesis de Betancourt en defensa de la democracia eran extravagantes para los brasileños, para quienes no existían esas prioridades. Habían vivido golpes de Estado y unas revoluciones medio ideales, como la de Luis Carlos Prestes, pero aquello era casi una telenovela como Xica da Silva.
—Cuando se incorporan las armas nucleares a la Guerra Fría que se libra en el continente, todo cambia…
—La Crisis de los Cohetes, en octubre de 1962, es el gran dilema. Yo creo que fue el momento más peligroso. Tanto, que las grandes potencias iniciaron una estrategia de control, que se refleja en las políticas de desarme nuclear.
—¿No había conciencia de lo que significaba una guerra nuclear?
—Entre los expertos sí. Solo ellos podían comprender lo que sería un holocausto nuclear. La gente, en general, no tenía la menor idea de esas cosas. Hablaba de la conflagración mundial atómica como si se tratara de un juego de béisbol o de fútbol. Si la gente supiera lo que realmente es y reaccionara de acuerdo con sus intereses, habría un movimiento mundial contra las armas nucleares. No se aceptaría que un personaje como Kim Jon-il o que Irán tuvieran poderío atómico. En el momento en que tengan armas nucleares y empiecen a hablar tonterías, los destruyen. Las armas nucleares los hacen más indefensos y vulnerables: a todos los que las tienen los apuntan y les van a estallar primero las ajenas. Hay que ser tan dementes como Mahmud Ahmadineyad y algunos otros iraníes, o como Corea del Norte, para someter al pueblo al hambre solo para tener unos pocos cohetes nucleares de largo alcance.
—¿Cuál fue la crisis exterior más grave de Betancourt?
—Los ataques externos, en primer lugar de Santo Domingo, como el intento de magnicidio del 24 de junio de 1960. Los hechos tenían un ritmo muy acelerado. Betancourt no había cumplido un año en el Gobierno cuando Trujillo perpetró el atentado en Los Próceres, que fue brutal. La manera como el crimen fue concebido y la complicidad de los venezolanos han sido silenciadas. No hay una gran obra sobre el atentado contra Betancourt, que como literatura y desde el punto de vista histórico y político, daría para mucho. El expediente del juicio, las armas usadas, los explosivos, la forma como fue dispuesto, la complicidad venezolana. ¿Quién sabe cuántos de los que le daban la mano a Betancourt contribuyeron con los explosivos que estallaron en el paseo de Los Próceres? Betancourt, por su manera de ser y por su moral política, no hizo un episodio glorioso de ese brutal atentado.
—No dejó que le vendaran las manos porque como presidente tenía que firmar…
—Dio una muestra de gran coraje cuando le habló al país con la cara quemada. No sé por qué circunstancia logré verlo a las pocas horas del atentado. Yo llevaba una cámara muy pequeña con la pretensión de sacarle una fotografía. Me senté frente a él y estuve muy cerca. Las manos me temblaban. Primero, no podía sacar la cámara delante de él. ¿Cómo la sacaba? Ni siquiera pidiéndole permiso. Cuando pensaba en la cámara, me temblaban las manos. Betancourt le habló al país de una manera impresionante. Con gran dolor en la boca. No era solo el problema hablar con las manos quemadas y el rostro quemado, sino con los labios quemados. Betancourt no se recuperó nunca de esas quemaduras. Le habló al país porque en ese momento los conspiradores, tanto los involucrados como los no involucrados, que también deseaban su muerte, podían aprovechar la situación para crear zozobra, intentar un golpe de Estado o adelantar otras conspiraciones. Mi admiración por Betancourt, cuando pienso en el coraje que tuvo, es creciente. Es extraño que ese hecho no haya sido objeto de un análisis mayor. Lo único que queda es la novela El último hermoso crimen de Miguel de los Santos Reyero, alguien muy inteligente que quiso hacer algo extremadamente sofisticado. El mismo título se presta, paradójicamente, a una lectura impropia del intento de magnicidio.
—¿Qué perseguía Chapita con el asesinato de Betancourt?
—La toma del poder por los militares que tenían vínculos con la internacional de las espadas. Betancourt, desde 1945, había señalado el drama que significaba en el Caribe la dictadura de Trujillo, larga, sangrienta e implacable. Trujillo era un ser diabólico. ¡Cómo sería la política en 1945, que en la nómina del Estado dominicano aparecían cuatro o cinco senadores estadounidenses que recibían un sueldo de Trujillo! Obedecían instrucciones del dictador, ¡qué sinvergüenzas! Tales conductas, de alguna manera, contribuyen a explicar la Revolución cubana y el respaldo tan grande que le dio América Latina. De otra manera no se entendería que una revolución en un país tan pequeño se convirtiera en un fenómeno de tal naturaleza que, un año después de haber ocurrido, John F. Kennedy escribe un libro en su campaña electoral para, entre otros asuntos, analizarla. ¡Cómo sería la conmoción! No fue inventada ni fue algo artificial. Respondía a un proceso histórico muy profundo de América Latina. Desde la perspectiva actual es difícil entenderla porque lo que sobrevive no es la política de los senadores asalariados, sino la Revolución cubana.
—Betancourt no solo se enfrenta con Trujillo, sino que después rechaza la invasión de los cubanos… La impide.
—Nunca eludió la lucha contra las dictaduras. Desde su primer mensaje al Congreso, en 1959, Betancourt fijó los lineamientos de la política exterior de Venezuela. Uno es el rechazo a las dictaduras en América Latina y el Caribe, Somoza y compañía; y otro es un respaldo muy fuerte a los organismos multilaterales como Naciones Unidas y la OEA. Además, en 1959 postuló la integración de América Latina, en particular la de los países andinos, para negociar con Estados Unidos. Los que hablan de que Betancourt se entregó a Estados Unidos lo dicen porque en su mente sobreviven los eslóganes de la Guerra Fría y no son capaces de reconocer en Betancourt ninguna virtud; tampoco les conviene. La preocupación que tienen, según algunas conferencias que he leído de los intelectuales que respaldan al Gobierno, es el renacimiento de la imagen de Betancourt y su revalorización entre los jóvenes. Yo estuve en el homenaje que se le rindió a Zapata en la UCV, y uno de los que intervinieron en el acto se refirió accidentalmente a varios presidentes. Cuando nombró a Rómulo Betancourt, cuyo nombre no se podía nombrar en los treinta años anteriores en el campus universitario, el Aula Magna retumbó de un extremo a otro, de aplausos y de vivas. Es el reconocimiento de un país que ha tomado conciencia.
—Cuando Betancourt recibe a Fidel Castro, 23 días después de haber bajado de la Sierra Maestra y haberse instalado en el poder, se produce la ruptura…
—Es la primera vez que se ven. Coincidieron en Bogotá en abril de 1948. Fidel Castro fue enviado o financiado por Perón para crear ciertas olas en América Latina. En la agenda de Jorge Eliécer Gaitán, en la página del 10 de abril, figuraban audiencias con Fidel Castro y con Rómulo Betancourt, separados, claro. Gaitán fue asesinado el día antes. Betancourt no sabía quién era Fidel Castro ni tenía noticias de Fidel Castro. Castro no figuraba en nada. El 9 de abril la historia tomó otros caminos. Se conocieron aquí en Caracas. Betancourt le da la cita a Fidel en una casita en la que vivía alquilado en la carretera vieja de Baruta, adonde llegó del exilio, y donde permaneció alojado como presidente electo. Ahí lo visitó Fidel Castro. Y allí estaba yo, que me dediqué a atender a los periodistas cubanos que venían con Fidel. Algunos eran amigos míos, como Mario Kuchilán, de la revista Bohemia, que se quedó dormido mientras Castro y Betancourt hablaban. También vino con Castro el escritor Guillermo Cabrera Infante. El embajador de Cuba en Venezuela era Francisco Pividal, a quien Betancourt declaró persona non grata poco después, por sus impertinencias. Ahí comenzó la «fiesta». Betancourt y Castro se encerraron en un pequeño jardincillo interior, rodeado de cristales. Solamente podíamos ver los gestos. No se oían las palabras. Los gestos evidenciaban que era una conversación muy tensa. Cuando se despidieron no hubo un abrazo sino un cruce frío de manos. Betancourt nos miró de manera extraña a los que estábamos allí. Fue un diálogo frustrante. Fidel Castro pidió petróleo en condiciones especiales y le fue negado. Betancourt tampoco estaba en condiciones de dárselo aunque hubiese querido… Se ha dicho, sin analizar el problema, que Betancourt fue intransigente. En cierta forma, sí. Ante los planteamientos exagerados de Fidel, Betancourt reaccionó como lo hizo, pero ¿podía Betancourt entregar petróleo en condiciones especiales que, prácticamente, querían decir no pago, o dame el petróleo y me cobras después? En ese sistema venezolano de las compañías petroleras, que dominaban todo el petróleo que se extraía, que ejercían un poder tan grande sobre el Estado venezolano, no creo que Betancourt pudiera dárselo. No podía. Quizás alguien me puede aclarar si había un camino verde para eludir las compañías y darle petróleo a Cuba, cuando las empresas norteamericanas dominaban la explotación y la exportación. Eso no lo entendió Fidel Castro, sino que consideró que negarle petróleo era un capricho de Betancourt. Ahí comenzó la guerra contra Venezuela.
—Mucha gente de AD apoyaba a Fidel…
—El hecho es más peculiar. Creo que el único que no fue cautivado por Fidel fue Rómulo Betancourt, y el único que no se equivocó. Todos los demás, unos más y otros menos, fuimos cautivados por la Revolución cubana. Es imposible medir lo que fue en la década de los sesenta la influencia de Cuba en la política de Venezuela, que aparecía como el país políticamente más avanzado de América Latina, con las fuerzas más lúcidas y el mayor entusiasmo. No había en América Latina un sistema político de partidos como el de Venezuela. Sin embargo, eso fue frustrado por la gran influencia de la Revolución cubana, que perturbó y liquidó ese momento venezolano. El impacto de la Revolución cubana en el proceso político venezolano fue verdaderamente devastador, para decir lo menos. La derrota de la dictadura había creado un ambiente de unidad sin precedentes en Venezuela: el espíritu del 23 de Enero. En la historia del siglo XX no existe un antecedente de esa naturaleza. El país había avanzado y era otro, por su población y por la experiencia de los años 1945-1948, incluso de 1936. La democracia venezolana había derrotado finalmente la dictadura y se iniciaba un Gobierno bajo muy buenos auspicios. En ese preciso momento, cuando en Venezuela se cuenta con amplísimas posibilidades de reforma y de avance social, que fue el segundo Gobierno de Rómulo Betancourt, estalló la Revolución cubana. El triunfo de Fidel Castro genera un período de gran confusión en Venezuela y en el resto de América Latina en el cual participamos todos, no nos vamos a excluir. La única excepción fue Rómulo Betancourt. Hay que reiterar y acentuar que Betancourt fue el único político venezolano que no cayó bajo la magia de Fidel Castro, de su embrujo. En Venezuela se iniciaba el proceso democrático, con posibilidades enormes, con reformas que en gran medida se realizaron. La influencia cubana fue terrible. Rompió de manera brutal el frente democrático y dividió, incluso, los partidos democráticos, en especial a AD, que era una fuerza extraordinaria. La influencia fidelista en los jóvenes al poco tiempo no solo fue división ideológica, sino también violencia y guerrilla. Cuba ejerció una influencia terriblemente negativa en Venezuela. La amenaza de la Revolución cubana y de la cubanización de Venezuela le sirvió a Betancourt para reducir las fuerzas tradicionales militaristas, conservadoras y reaccionarias y salvar su período constitucional. La influencia cubana en Venezuela fue devastadora. El régimen democrático no se perdió, se impuso, pero debilitó el sistema político, sin duda. La división ideológica de AD fue muy negativa. En América Latina el temor a Cuba, el terror que causaba que se implantara el comunismo desató fuerzas conservadoras que estimularon la vuelta de los sectores militares y dictatoriales que habían sido reducidos en las décadas de los cuarenta y de los cincuenta. La tiranía de Pinochet, especialmente, es producto de la enorme influencia que Cuba ejerció sobre Chile. Fidel Castro estuvo tres meses en Santiago. Con la fuerza y la capacidad de comunicación que tenía entonces, ejerció un gran dominio en Chile. Por supuesto, el terror al comunismo desató la reacción que culminó en el régimen brutal de Pinochet. Lo mismo ocurrió en otros países de América Latina. El temor al fantasma de Cuba generó una resaca terrible: las dictaduras del Cono Sur y el militarismo boliviano. No olvidemos que en Bolivia, desde los tiempos de Víctor Paz Estensoro y de Hernán Siles Suazo, había podido tomar cuerpo, con un partido reformista y democrático de avanzada, un proceso de estabilización que aquietó los fantasmas militaristas. Bolivia surgía como un país distinto, pero al Che Guevara se le ocurrió liberarlo y el militarismo resurgió como consecuencia de que el país fue invadido para, nada más y nada menos, establecer el comunismo. La Revolución cubana contó mucho en la vuelta al pasado, en la consolidación de la derecha en América Latina y de las fuerzas reaccionarias que se apoyaron en el temor a la cubanización y a arbitrariedades como la invasión militar a Venezuela y el apoyo a la guerrilla desde fuera, un fenómeno que nunca había ocurrido en esas dimensiones; además, santo Dios, de la presencia en Bolivia del Che Guevara.
—La ida del Che a Bolivia no se debió a la simple internacionalización de la Revolución cubana…
—Obraron distintos factores. El espacio del Che en Cuba se había reducido. Surgieron muchas discrepancias entre él y Fidel, pero también con la Unión Soviética; eso prácticamente lo condenó a buscar una aventura fuera de Cuba. En Bolivia no había posibilidad de revolución de categoría alguna. Lo ha demostrado el fracaso de Evo Morales, cuarenta años después y desde el poder, y con el respaldo de Venezuela y de Cuba. La situación boliviana no era para pensar que el Che Guevara solo, desde las montañas, pudiera mover el mundo. No entiendo la inteligencia de esa decisión; tampoco ha habido capacidad de autocrítica en Cuba para reconocer que fue un disparate que condenó a muerte al Che. Ahora se habla de la responsabilidad de los militares bolivianos en la muerte del Che y se le convierte en un gran crimen. ¿Los países tienen que dejarse invadir y cruzarse de brazos? Simplemente, como llegó el Che, los bolivianos tienen que rendirse para que él pueda instalarse en el Palacio Quemado. Una manera muy superficial, muy banal y falsa de interpretar la realidad.
—¿Cómo se puede relacionar esa situación con «la espada de Bolívar que camina por América Latina»?
—Aunque entonces el Estado cubano, conquistado por Fidel y sus huestes, no tenía la capacidad económica del venezolano, era fuerte. Los barbudos se apoderaron de la industria azucarera, que era la más próspera del mundo. Si un Estado relativamente pequeño como el cubano, en la época de la Guerra Fría y respaldado por la Unión Soviética, desató esa influencia en América Latina, podemos comprender lo que ocurre ahora con un Estado fuerte como el venezolano, que, a su vez, Cuba intenta manejar a través de Chávez.
—¿Quería Fidel Castro aprovecharse de la riqueza venezolana desde un principio?
—Por supuesto. Si petróleo es riqueza, petróleo fue la obsesión de Castro. Probablemente suponía que sin petróleo Cuba sería lo que ha sido. Pongámosle petróleo a Cuba y nos sorprenderemos de cuán grande habría sido su influencia en América Latina. Cuba lo único que exportaba era azúcar. Después de que Venezuela rompió relaciones con Trujillo por el atentado del 24 de junio y la OEA impuso un embargo económico a la República Dominicana, Estados Unidos violó esa decisión. Le compró azúcar a Chapita para no comprársela a Cuba, que era el primer exportador mundial de azúcar. Betancourt protestó seriamente. Ahora, después de 50 años, Cuba importa azúcar. Cuba era un país rico, con muchísimos recursos; esa riqueza que Fidel Castro fue nacionalizando, confiscando, apropiándose, junto con las exportaciones de azúcar y de tabaco, le aportó recursos durante muchos años.
—¿Cuándo comenzaron las contradicciones irreconciliables de Venezuela con el régimen cubano?
—En 1960, tan pronto como el embajador cubano fue declarado persona non grata y expulsado. En la conferencia de la OEA que se celebró en Costa Rica, se excluyó al actual Gobierno de Cuba, que es el mismo de entonces. Las Fuerzas Armadas venezolanas se pusieron en alerta roja y Venezuela no solo votó por la exclusión del Gobierno de Cuba de la OEA, el castigo a Cuba, sino que también aprobó el bloqueo militar. Fue una crisis muy grande y riesgosa. Kennedy vino a Venezuela en 1961, el primer presidente de Estados Unidos que nos visita. Un cambio muy significativo.
—También vinieron cubanos, pero por otras vías…
—Los cubanos que desembarcaron en Falcón y en Machurucuto no encontraron eco en el campesinado. Además, la supervivencia en esas montañas es muy difícil. Abundan las culebras, la leishmaniasis y el mal de Chagas. Los guerrilleros les tenían más miedo a las alimañas que al Ejército. La lucha armada fue una demencia creada por el mito, la vanidad y la gloria. Todo el mundo quería ser Fidel Castro; todos se dejaban crecer la barba. Una mitología que se prolongó durante medio siglo y que no desaparecerá muy pronto. Cincuenta años después vemos que los aportes latinoamericanos a la teoría marxista, a la teoría revolucionaria, han sido endebles e insignificantes. Vemos seminarios internacionales de hasta 200 o más intelectuales, así llamados, para examinar el pensamiento político de Ernesto Che Guevara. Ni Marx, ni Lenin ni Stalin, que también escribió libros teóricos, llegan a concertar la altísima atención de la que disfruta Ernesto Guevara de la Serna únicamente por el ícono de la fotografía y el tabaco. Un producto de la publicidad. Un pensamiento que no es pensamiento, que son eslóganes y condenas al imperialismo, un «imperialismo» que no tiene relación con la transformación que ha vivido Estados Unidos. Hablar de imperialismo en la década de los cincuenta del siglo pasado no es igual que hablar de imperialismo en el siglo XXI. No tienen nada que ver uno y otro. Para esa gente el tiempo se quedó detenido, lo que demuestra, además, la nula o insignificante contribución al pensamiento marxista en este medio siglo y el vacío de quienes se dedican a la glosa de un pensamiento tan confuso, si es que puede llamarse pensamiento, como lo son los textos de Guevara. Una cosa es escribir artículos políticos y discursos políticos incendiarios y otra cosa crear pensamiento, definir teorías. No veo las teorías en los escritos del Che. Que su «pensamiento» sea objeto de grandes debates en esta época y en este momento indica que en medio siglo no se produjo nada, ni en Venezuela ni en América Latina. Si se comparara con el medio siglo precedente, veríamos que tanto en América Latina como en Venezuela el debate fue de una gran riqueza. El pensamiento marxista estaba representado por el grupo de jóvenes venezolanos del Plan de Barranquilla y Salvador de la Plaza, el peruano José Carlos Mariátegui y el mexicano Vicente Lombardo Toledano, entre otros. La contribución actual ni siquiera se les aproxima. Es terrible el vacío intelectual entre los llamados revolucionarios, que no lo son; para serlo, tendrían que realizar una autocrítica muy profunda a un pensamiento inexistente. Hay una terrible mediocridad y un espeluznante oportunismo en los intelectuales que acompañan el proceso bolivariano. Es esencialmente mediocre que cuando se debate el marxismo en Venezuela solo se piense en el Che Guevara. ¿Por qué no se nombra, por ejemplo, a Salvador de la Plaza, uno de los grandes marxistas venezolanos? Decía un ensayista mexicano que si Salvador de la Plaza no hubiese sido venezolano y no hubiese vivido en la época de Juan Vicente Gómez, sería mucho más importante que Mariátegui. Salvador de la Plaza no figura en ningún texto importante del pensamiento marxista de los que se imprimen en Cuba, Argentina y Venezuela. Llegaremos a la extravagancia de que pronto se organizará un seminario para analizar y discutir el pensamiento político de Manuel Zelaya. Ya han convertido a Manuel Marulanda, a Tirofijo, en un teórico.
—La ideología como trampa…
—Es trágico. En su superficialidad y su ignorancia citan a Marx, Engels y Lenin, pero es mentira que los hayan leído. El discurso marxista de Chávez, con citas de esos personajes, ha convertido a Venezuela en una especie de anticuario. Es como si la historia se hubiese detenido. Estamos rodeados de dinosaurios. Solo en Venezuela se discute el pensamiento de esos personajes y se ordena tomarlo como inspiración. En Cuba no se habla de principios ideológicos, sino de producir más, aunque, insisto, ¿cómo va a producir más si no hay iniciativa privada ni capacidad de inversión?
—Ahora el Gobierno cubano le entrega a los campesinos un pedacito de tierra para que siembren, pero no como propiedad sino con «permiso de uso».
—Vuelven al capitalismo con la excusa de la producción. El socialismo nunca ha producido. El drama de Venezuela es que no produce, que todo lo importa. El petróleo subsidia el socialismo, la única manera de que se mantenga. La confusión crece y se expande.
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Contra el olvido. Conversaciones con Simón Alberto Consalvi,
de Ramón Hernández. Editorial Alfa [Caracas, 2011]
de Ramón Hernández. Editorial Alfa [Caracas, 2011]
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