La infame historia
del peor poeta
de lengua
inglesa
Oleski
Miranda Navarro
“Ahora, musa, recitemos a ratas”.
James Grainger
James Grainger
La cartografía literaria tiene en Edimburgo un
linaje de escritores consagrados en los altares del canon occidental -Walter
Scott, Robert Louis Stevenson y Arthur Conan Doyle, entre otros-,
pero como la ironía es tan universal como la envidia, a esta capital del país
de los kilts y los whiskys malteados también le incumbe el
haber sido la ciudad natal del que muchos consideran el peor de los poetas de
la lengua inglesa: William Topaz McGonagall, el hijo de un tejedor irlandés
nacido en 1825.
Las reseñas que aparecen sobre McGonagall en los
diccionarios especializados en literatura británica publicados por la
Universidad de Oxford, indican, entre otras cosas, que sus versos triviales y
arrítmicos que entretuvieron a muchos en cantinas de mala muerte contribuyeron a
crear la estampa que lo inculpa como el peor poeta de la lengua de Shakespeare.
Ahora bien, ¿basta con sólo escribir versos de mala
calidad para llegar a tener el título
del poeta más mediocre de un país, o más aun, de una lengua? No. Para semejante
distinción se necesita mucho más. De acuerdo con los conocedores, el poeta
victoriano que llevaba el mismo nombre que el creador de Hamlet no
sólo logró fama por escribir sonetos y poemas carentes de ritmo, sino también
por creer que su trabajo estaba a la altura de los grandes del género, aunque
sus críticos y gran parte del público le recordaban lo contrario.
Muchos extractos de sus versos llegaron a aparecer
en forma de burla en periódicos de la época a lo largo y ancho del Reino Unido.
La publicación de algunas de sus estrofas venía acompañada con su
autoproclamada superioridad sobre otros poetas, de allí que la prensa de su
tiempo hizo de él un chiste nacional.
El devenido escritor, también conocido como el
caballero del elefante blanco, siguió los pasos de su padre. Así se
desempeñó como tejedor hasta que tomó el camino de la escritura poética siendo
algo mayor. Había dejado Edimburgo en su adolescencia, y mientras se desempeña
en el oficio de tejedor, aprendió a leer
y a escribir por su cuenta. A los 47 años de edad declaró que una voz le
invocaba que pusiera una pluma en su mano. La voz le repetía firmemente:
“¡Escribe!, ¡escribe!”.
La ciudad de Dundee adoptó al poeta y, a pesar de
su falta de talento, se las arreglaba para obtener dinero de sus escritos,
aunque era visto más como un comediante que daba vida a su propia poesía. Su
insistencia lo llevó a publicar la colección llamada Gemas poéticas en
1878.
McGonagall también fue actor trágico. Interpretó
clásicos como Macbeth yHamlet. La experiencia le
sirvió para organizar sus propios recitales, por los cuales recibía cinco
chelines por función. Dundee, la ciudad del noreste escocés donde a menudo
hacía sus presentaciones, se convertiría con el tiempo en la localidad que más
lo celebraría como figura.
En la actualidad el reconocimiento va desde el
nombramiento de una plaza hasta alguna colección de textos históricos de la
biblioteca municipal. El homenaje más reciente corresponde a un paseo peatonal
con sus versos grabados en el concreto cerca del puente que cruza el río Tay,
al cual escribió uno de sus más famosos poemas: “The Railway Bridge Over the
Silvery Tay”.
Aunque en vida no fue tan admirado, creía
ciegamente en sí mismo a pesar de las duras críticas que lo marginaron a
recitales de tabernas. Sus lecturas las preparaba para una audiencia, que no
iba exactamente a apreciar la sofisticación alegórica de sus composiciones, o
mucho menos el delicado uso que le daba al lenguaje. En cierta forma los avatares
textuales de McGonagall se encontraban entre un margen exagerado de pretensión
sublime y cierta inocencia literaria, una buena mezcla que hizo que sus poemas
fueran inconscientemente muy entretenidos.
Gran parte de su público eran obreros toscos que
iban a reírse de su simpleza e impericia poética. A veces terminaban lanzándole
vegetales podridos. Las crónicas señalan que el poeta se mantenía firme en la
adversidad y culpaba al alcohol que embriagaba a su público del poco reconocimiento
de su talento. Con todo a cuestas, darse por vencido no estaba en su ambición
literaria. Los entendidos del género hoy lo reconocen como un poeta malo, pero
también como un hombre persistente.
Se podría decir que el reconocimiento actual a la
poesía de McGonagall no se basa en el atributo de su obra, sino más bien en esa
forma en que los británicos admiran la obstinada persistencia de quienes siguen
adelante a pesar de las constantes caídas.
Aunque a McGonagall le sobraron detractores al
publicar sus gemas poéticas, el poeta también alcanzó ganar
algunos devotos que realmente gustaban de su trabajo. Su sinceridad y
versificación simple lo acercó a benefactores que le ayudaban generosamente a
sobrevivir. Así, logra viajar a New York en uno de esos vapores de la época
para probar suerte, como lo hacían cientos de miles de inmigrantes europeos. La
Gran Manzana lo impresionó, aunque terminaría aborreciéndola. Escribió algunas
de sus impresiones en Apuntes de Nueva York: “¡Oh poderosa
ciudad de Nueva York! eres maravillosa para la vista / Tus edificios son
magníficos, la verdad sea dicha / Eran las únicas cosas que detendrán a mis
ojos / Debido a que muchos de ellos tendrán trece pisos hacia arriba”.
Para tratar de buscar su sustento y el de su
familia también prestó su talento para anuncios en prensa. Obtuvo un pago por
unos versos para una publicidad de jabón de ropa. Con su métrica divertida
trataba de convencer a las damas de lo agradable que podía ser el uso del
detergente Sunlight: “Lavará usted con presteza asombrosa / sin estropearse
espalda ni cerviz / Ni cuando lave la ropa más roñosa / Chorreará el sudor por
su nariz”. Además del humor que sin saber imprimía a sus versos, McGonagall
también se deslumbraba, como los poetas románticos, con la naturaleza, las
grandes batallas y los grandes personajes históricos.
Su poesía es difícil de categorizar. Aunque era
sentimentalista, rayaba en el cliché, al ser autodidacta no copió los modelos
tradicionales como lo hacían otros poetas populares. Sus temas podían basarse
en la observación del entorno, en el recuento o de notas que tomaba de la
prensa.
Las constantes alteraciones del orden y las
reacciones de vandalismo que causaban sus presentaciones llevaron a las
autoridades a prohibir sus recitales en lugares públicos. Eventualmente se le
conminó a abandonar Dundee. De allí partió a una ciudad mucho más pequeña
llamada Perth, pero en esta no había público para su poesía, y el poblado no le
brindaba la más mínima oportunidad de sustento. En otras ciudades le iría peor;
en Glasgow, por ejemplo, fue objeto de burlas por estudiantes malsanos que
organizaban cenas y eventos a su nombre. Eran falsos e insultantes homenajes
que sólo se hacían para coronarlo como el poeta más grande del mundo.
McGonagall murió pobre de una hemorragia cerebral
en Edimburgo en 1902, convertido en un ícono del doggerel verse con
más de doscientos poemas escritos. El poeta y actor trágico, después de su
muerte, llegó incluso a ser víctima de imitadores de oficio. En 1905 apareció
una falsa autobiografía que se vendía por un chelín. El texto inventado se
publicó como El libro de las lamentaciones de McGonagall y se
ofrecía como obra suya.
En un ensayo de 1936 el poeta modernista escocés
Hugh MacDiarmid manifestó que nada en la historia moderna de Escocia es más
vergonzoso que lo hecho y permitido por las autoridades a McGonagall. Los
comentarios de la época indican que siempre lucía desaliñado, que llevaba el
pelo largo y mal cuidado y que habitualmente andaba con las ropas rasgadas. Lo
cierto es que nunca fue justificable el desmerecido e infame trato recibido de
muchos de sus contemporáneos. Aunque McGonagall sigue siendo visto como un mal
poeta, en la actualidad sus versos son estudiados y recitados por lectores
jóvenes que deliran no sólo por el humor que desprenden, sino también porque su
poesía se manifiestan como única y honesta, y que, quizás al margen de lo
propuesto por el autor, toma un matiz propio más allá de los cánones de la
literatura poética. Aunque McGonagall no será el segundo mejor poeta escocés
después del muy alabado Robert Burns, se puede decir que el caballero
del elefante blanco se ha venido apuntalando como el segundo más
famoso.
HISTORIA DE LAS HISTORIAS
“La Delpinada”, un episodio del ridículo político
Simón Alberto Consalvi
09/01/2012
Era tanta la vanidad del Ilustre Americano, general y doctor Antonio Guzmán Blanco, y tantos los años que llevaba en el disfrute del poder absoluto, que los venezolanos se sintieron asfixiados, y optaron por apelar al arma todopoderosa del humorismo y de la sátira. Cuenta Ramón J. Velásquez que en una modesta sombrerería de la parroquia de San Juan, cerca de la plaza de Capuchinos, trabajaba un personaje de nombre Francisco Delpino y Lamas. Un nombre sonoro y largo que ya era como una incitación a la burla. “A don Francisco, refiere RJV, le había dado por considerarse el rey de los poetas y, poco a poco, fue abandonando su modesto y tranquilo trabajo de fabricante y restaurador de sombreros para vivir en trance lírico”.
Sus versos más o menos maltrechos y cojitrancos se publicaban en La Opinión Nacional y eran objeto de sarcasmos y divertimientos. Los universitarios lo invitaban a recitales, lo aplaudían con furor, pero el bueno de don Francisco confundía aquello con la consagración de su poesía. El sombrerero se sentía tan grande como don Andrés Bello. Poco a poco fue perdiendo la noción de la realidad, y se elevaba a las alturas del Parnaso.
De pronto algunos estudiantes, astutos e inteligentes, vincularon la locura del poeta sombrerero con las glorias del Ilustre Americano, quien gobernaba desde Paris. Y armaron lo que se conoció como “La Delpinada”. Y así organizaron una gran ceremonia en donde don Francisco Delpino y Lamas fue coronado como “el gran poeta de todos los tiempos”. Tuvo lugar en el Teatro Caracas, la tarde del 9 de marzo de 1885. Proliferaron los discursos, las aclamaciones, los ditirambos. Mientras más estrambóticos los elogios a la grandeza del sombrero-poeta, más evidente se fue haciendo la vinculación con la fatuidad del general afrancesado que, a su vez, se sentía gran intelectual, y había pronunciado un discurso de falsas erudiciones en la Academia de la Lengua, muy estudiando también por el doctor Velásquez.
Así se inició la gran burla nacional al hombre fuerte que ponía y quitaba presidentes, mientras gobernaba desde la capital de Francia. “Hacer reír a los caraqueños de los delirios delpinianos del dictador, para que cayesen en cuenta que Guzmán Blanco era el mayor de los Delpino y Lamas”. El propósito de los estudiantes tuvo gran éxito. Como escribió RJV, lograron castigar el engreimiento de Guzmán Blanco, “la farsa institucional de tantos años, su abuso de poder traducido en la alteración de la verdad histórica, en la enfermiza vanidad, en el cambio de nombre de los estados para bautizarlos con su apellido”. Todo en Venezuela se llamaba “Guzmán Blanco”. Los estados, los puentes, las avenidas, las escuelas, los cuarteles. No se sabe cómo se salvó el Ávila de llamarse también “Guzmán Blanco”.
Eso fue “La Delpinada”, un episodio de la ironía que dio sus frutos, la gente se rió y perdió el miedo y todo cambió. Vale la pena pensar en lo que el humorismo ha significado en la historia. Con razón, el Ilustre Americano le tenía más miedo a los “chistecitos” que a las conspiraciones de sus solemnes generales.
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