Luis Pérez Oramas: Pensar
es la mejor forma de desobediencia civil
Tenemos un problema con el tiempo, una especie de culpa: “Hemos
perdido tanto tiempo, ahora tenemos que apurarnos”. El síndrome de la urgencia
impide el ejercicio más lúcido, que es pensar. Frente al mensaje de celeridad debemos
proponer un mensaje de retardo. Meter el freno y ver qué fue lo que pasó. En
los retardos y en los retrasos hay grandes cosas, quizás los modelos de
resistencia contra voluntarismos y desmesuras.
RAMON HERNANDEZ
Luis Pérez Oramas es
puntual, aunque se tome su tiempo para hilvanar las frases y camine despacio
entre las multitudes. Poeta con libros premiados, antiguo integrante del
polémico grupo Guaire, estudió, enseñó y vivió durante doce años en Francia,
hasta que se le agotó la cotidianidad.
— En 1994, estaba obstinado de Europa. Me vine porque, como
decía un amigo dominicano, estaba cansado de que me regañaran en todas las
esquinas de París.
Especialista en
Reverón, le interesa mucho la relación entre las producciones simbólicas y el
poder, y cómo el arte puede representar situaciones de poder. Articulista de
prensa de verbo claro, sabe que no es
necesario gritar para tener la razón, que son las palabras las que convencen,
no su ruido.
—Soy historiador del arte sui genéris. La experiencia
académica en la universidad no me satisfizo. Encontré que la relación con los
artistas era más enriquecedora. En un objeto artístico puede estar implícita
una tradición sin que el autor lo sepa. Yo dirijo la tesis de un muchacho que
es mecánico automotor y con unos alambres pone a funcionar motores de desecho,
luego los coloca en un espacio a moverse sin sentido. ¿Hasta qué punto esos
peroles implican una tradición?
—¿Y un retrato exacto
del país?
—Es un rancho. Un aparato simbólico que por improvisación,
caducidad y sedimentación resuelve un problema con relativa urgencia. ¿Hasta
qué punto esa obsesión por el movimiento tiene que ver con una tradición
venezolana del arte, el cinetismo, y es, también, el gran sarcasmo del cinetismo?
—¿Cuándo regresó,
pensaba encontrar en Venezuela un país por hacer?
—Tenía la sensación de que en Francia mi vida cotidiana
estaba agotada y albergaba la ilusión de volver y encontrar un clima que me
hacía falta, hasta en términos meteorológicos.
—El aburrimiento
climático...
—Tuve un desencanto con la filosofía, con la teoría
estética, y un reencuentro con los objetos artísticos. Me di cuenta de que la
estética es una ficción filosófica que inventaron los alemanes del siglo XVIII,
y que desde entonces han intentado buscarle confirmación en las obras de arte,
a pesar de las obras de arte. Me dije que el camino tenía que ser inverso, que
no se puede pretender explicar primero el arte y después buscar confirmarlo en
los objetos, sino que hay que empezar por ver las cosas. Hice un diagnóstico
facilísimo: no hay una escritura crítica de la historia del arte venezolano, en
ninguna universidad existe una escuela de historia del arte.
—Si no existe la
historia, tampoco puede existir la crítica... Apenas hay el librito de Alfredo
Boulton...
—Tenemos ese librito y algunos pininos de otra gente. Es un
campo virgen. Si las obras no son confirmaciones de una fantasía teórica, para
conocerlas tengo que confrontarme con ellas en su clima y en su terreno. Sentí
que era una exigencia venir a ver y a vivir las cosas que quería interpretar.
Uno tiene que ver a Gego y a Mario Abreu...
—¿Y si después de
doce años descubre que, así como no existe una estética en la teoría ni en la
práctica, que el arte venezolano es una ficción, una copia mala de otro arte
que no nos pertenece?
—Me obsesiona el problema de las implantaciones en el arte venezolano.
—¿Qué es una
implantación?
—Traer un modelo construido afuera y pretender aplicarlo
aquí. Hay una línea de grandes hitos del arte venezolano, de gente que se va a
la metrópolis, aprende o asimila un modelo, que es producto de una situación de
allá, y viene a ponerlo en practica. Lo interesante es cómo, inevitablemente,
en cada implantación se deforma del modelo. El primer cuadro que Arturo
Michelena pinta en Venezuela, al regresar con los laureles del Salón de París,
es Vuelvan caras. Una vaina insólita.
Para demostrarnos que ha asimilado el “academismo pictórico”, pinta la escena
histórica que mejor representa el “antiacademismo militar”.
Despacio. Remueve el
café y se queda viendo el sobre de azúcar. Revisa la cucharilla y la coloca en
el plato. Despacio.
—En el arte moderno venezolano hay dos tendencias: una
voluntarista, de gente que quiere ser moderna y superar el arcaismo del arte
venezolano, o su anacronismo, y repetir en Caracas lo que se hace en Europa.
Con ese deseo de ser moderno se mezcla un imaginario de emancipación y de
profilaxis, de querer limpiarle el sucito que tiene el terruño y la tradición
propia; y, al mismo tiempo, acelerar un tiempo. Simultáneamente hay otra
tendencia, una tradición que es involuntaria, que trata de pensar el arte
venezolano moderno como síntoma de una cosa más amplia: el proceso de
modernización del país. El gran problema es que el artista que pudo ser
moderno, Armando Reverón, no se lo propuso nunca. Lo logró de una manera
absolutamente innegable y, además, le fue absolutamente indiferente.
—Ya no hay más
Reverón...
—Sí los hay, y muchos. Desde los años 30 hasta hoy, ha
habido artistas que han querido voluntariamente ser modernos o ser
contemporáneos, y otros que lo han sido sin querer serlo, como Reverón, Bárbaro
Rivas, Claudio Perna, Gego –a quien los cinéticos siempre pensaron que era una
artista ingenua, pero que desmontó las certezas que ellos tenían- y muchos
otros nombres.
—¿Por qué fracasaron
los intentos de modernización?
—En el voluntarismo tenía que fracasar porque debía ignorar
el contexto. Cuando Michelena viene a repetir la pintura francesa y cuando Soto
trae sus grandes obras monumentales, hay una especie de imposición al paisaje.
Hay la desmesura y, sobre todo, una especie de idea mítica del país. El mejor
ejemplo es el hotel Humboltd, que es implantar un signo moderno donde nadie se
lo espera. En cambio, Reverón aunque aislado, pinta en perfecta relación orgánica
con el sitio en el cual está.
Se queja de que los
estropicios privados se vuelvan públicos, y de que artefactos que estaban
destinados a estar guardados entre muros invadan el espacio de todos, pero sin
obviar el tema del voluntarismo y las implantaciones.
—En el eje que va del Teatro Teresa Carreño a la plaza
O’Leary, en El Silencio, uno puede leer, en su desastre final, los intentos de
imposición voluntaria de signos modernos. El Silencio era el barrio de las
putas, de la suciedad, de la mancha, y en ese sitio Narváez esculpe unas
figuras virginales femeninas: Las Toninas.
Esta gente pensó la modernidad profilácticamente, como un modo de limpiarle las
máculas al país, y en términos de inocencia. “El país está manchado, pero es
inocente, virginal, y nosotros, modernos, lo vamos a limpiar y a conectarlo con
la modernidad”. Esa mitología, coño, tenía que fracasar. Ese eje que va del
silencio a la música, de Las Toninas al complejo cultural, pasando por esa especie
de monumento de vivienda de clase media, Parque Central, es un fracaso en
muchos aspectos. La relación entre la desmesura de Parque Central y las casas
neomosárabes, neomudéjares de El Conde es la misma que, mutatis mutandi, se
puede establecer entre el puerto de La Guaira de Reverón, del año 50, y las
primeras imaginaciones monumentales de Soto. Es la dimensión del fracaso.
—Reverón...
—Reverón como eremita, como el tipo que se aísla, es una
figura ejemplar. Pero la cultura oficial venezolana acepta a Reverón a
condición de su locura, su aislamiento y su rareza. Está bien, eres importante,
pero eres loco. La cultura oficial no ha entendido que muchas producciones
simbólicas no vienen de un programa, de una estrategia, sino que emergen
libremente, y que hay que entenderlas en esa humildad y en la fragilidad de su
emergencia. Es insólito que el intelectual tenga cada vez menos espacio social.
La polémica es algo extraño en Venezuela.
—No se polemiza
porque los grandes debates sobre el arte ocurren donde se hace el arte, en
Nueva York, Tokio, París...
—La polémica es necesaria, independientemente de que se
manejen temas propios o ajenos.
—Tampoco hay grandes
discusiones en el arte universal...
—Gracias a Dios, ya no existe el intelectual romántico que
creía tener derecho a hablar de todo. Por supuesto, hay grandes discusiones,
pero pasan inadvertidas.
—Ahora las
preocupaciones son económicas no estéticas...
—Salvo algunas individualidades como Liscano, Isabel Arents,
Mariano Picón, Briceño Iragorry, Boulton, que entendieron la cultura analfabeta
venezolana, la elite, la burguesía venezolana, sólo piensa en cómo vender las
acciones de la empresa de electricidad y en Internet, en el mundo reducido a la
economía y en cómo se resuelve el problema de Palacio. Existe un desprecio muy
grande hacia lo que alguien pueda producir o significar fuera de los modelos
formales de educación, aunque a muchos expertos les asombre la complejidad
estructural de las piezas musicales venezolanas. Ha habido un desprecio absoluto
hacia lo que como cultura, como formas simbólicas y como producción
comunitaria, existía antes de que los diversos y episódicos voluntarismos quisieron
borrar eso. Teníamos un país de campesinos y de peones analfabetos, ahora vamos
a tener un país de técnicos medios y superiores. Es esa idea de una cosa en
contra de otra lo que incide en el
fracaso.
—Los modelos formales
de educación tampoco funcionan...
—Pero existen. El modelo que pretendió alfabetizar
rápidamente y hacer a los habitantes ciudadanos fracaso porque la
alfabetización se hizo en contra del analfabetismo y en contra de la cultura
analfabeta.
—Lo que hemos hecho
es sustituir. Sustituimos el cacao por el café y las casas de tejas por la de
platabanda...
—Cada sustitución es una voluntad de liquidación y una
pérdida. Es la psicopatología del voluntarismo y la psicopatología del
presidente Hugo Chávez cuando dice que la V República es la continuidad de la
república de 1810, y que entre tanto no hubo nada. Cuando se construye una
cultura sobre la base de la pérdida, no se puede asimilar la tradición ni
existe posibilidad de construir tradición. Los venezolanos siempre se está
empezando de cero, en todos los campos, no sólo en la política.
No espera la
contrapregunta. Ya ha dejado en paz la cucharilla, pero sin quitarle la vista a
la taza de café, construye el argumento, la tesis que sustenta la rabia.
—No se puede construir una cultura en términos de la
enemistad permanente con ella, porque la propia cultura es la enemiga y hay que
liquidarla. José Berjamín, en el ensayo La
decadencia del analfabetismo, dice que la letra mata el espíritu, porque la
cultura, el espíritu, es analfabeta. Y esto tiene que ver con nosotros, los
venezolanos, y nuestro desprecio a la modestia. Desde muy temprano nos ha caracterizado
la desmesura. El primer desmesurado fue Bolívar. La desmesura es un desprecio a
la modestia del país, de nuestras tradiciones, de nuestros recursos, de
nuestras posibilidades. Y, señores, las casitas de El Conde es lo mejorcito que
hay desde El Silencio hasta el Teatro Teresa Carreño.
—¿Es una exageración
llamar élite a lo que tenemos, y que el oficialismo llama oligarquía?
—Ojalá fuera oligarquía. El fracaso de las elites
venezolanas es el fracaso de su mirada a Venezuela. Siempre estamos preguntándonos
que dirán de nosotros, qué vergüenza. Ese qué dirán está bien, pero es
patológico, porque cualquiera podría escribir algo superior al Ulises de James Joyce, pero no lo reconocerán
si no viene de allá. La élite, además, no trata de vincularse orgánicamente con
lo que la sustenta, sino de escindirse.
—Se identifica más
con Miami que con su propia ciudad...
—Los mexicanos se inventaron una ficción a partir de su
pasado precolombino, para justificar su México moderno. Una parte de su élite
intentó “leer” el país mexicano. El caso de Brasil es más interesante: parte de
su élite, no estoy hablando de ricos sino del intelectual y del artista, leyó
la cultura popular y construyó una cultura pop, que es la música, la
vestimenta, el modo del lenguaje, la danza. No es folklore, es otra cosa que
atraviesa todo el estamento social. Los brasileros terminaron reconociéndose en
las modalidades populares, se percataron de que la vestimenta del carnaval eran
esculturas abstractas y que ellos podían hacer algo con eso. En cambio, los
venezolanos soñaban con formas impecables, puras, ideales, racionales,
inmaculadas. Esa obsesión la veo en Las
Toninas, en esa especie de falsa y mala conciencia de que hay un sucio y
tenemos que limpiarlo. La esfera de Soto en la autopista del Este rodeada de
gamelote chamusqueado es la foto del país: el perolito moderno y el rancho
ardiendo.
—Y los lateros
haciendo sancochos...
—Hay artistas que sí establecieron conexión con el país
real, que no quisieron escindirse del país, que no produjeron obras de
emancipación sino de contacto, pero pagaron el precio de un aislamiento: aquí
está el ingenuo, allá el naif, más allá está el loco, allí el homosexual y drogadicto,
más acá Reverón...
—¿Y ahora?
—La obsesión es sustituir.
—La Revista Nacional
de Cultura de la V República es igual a la de la IV, escriben los mismos de
siempre. Apenas cambió la presentación y el directorio.
—Hay sustituciones ficticias, que es el caso de la política.
Se trata de desconocer que uno es consecuencia de una tradición, y en ese
desconocimiento no hay un intento de interpretar la tradición ni de
reivindicarla. Los grandes monumentos de la producción simbólica son los que
entienden críticamente la tradición, la interpretan y la reivindican; después
la cambian, la modifican, la confrontan.
Pausa. Hay un intento
del periodista de armar una pregunta para desarmar el tinglado estético y caer
en lo político, pero lo devuelven a las cuerdas. Sin apuros.
—Pocos artistas jóvenes venezolanos se han preguntado qué
pueden tomar de la tradición artística venezolana. La mayoría está pensando en
cómo hace borrón y cuenta nueva para presentarse como un gallo con un
kiquiquirikí inédito. Sin embargo, algunos empiezan a hacerlo conscientemente.
Mucha gente joven está recuperando la figura de Gego. Y en la poesía hay una
clarísima conciencia de la tradición moderna. Una voluntad de reconocerse en
nombres anteriores, cosa que no hubo antes en Venezuela. Nadie a principios de
siglo se identificó con Pérez Bonalde y mucho menos con Andrés Bello, pero a finales
de los 50 la gente de Sardio empezó a reconocerse en Ramos Sucre. Y ahora hay
gente que se reconoce en Sánchez Peláez, en Cadenas. Hay una tradición poética
que tiene que ver con una poesía venezolana que Luis Alberto Crespo ha reivindicado.
—¿Y en la prosa?.
—En la prosa no; tampoco en la política, desgraciadamente.
—Tenemos un segundo
Bolívar.
—Y unos cuantos Páez. En nosotros sigue presente un
imaginario patológico de emancipación y de limpieza profiláctica.
—¿Un problema
sanitario?
—Sí, el país es un problema sanitario. En la voluntad por
implantar a ciegas una cosa desaparece la conciencia del anacronismo propio. Si
uno está consciente de su anacronismo, si sabe cuán anacrónico es, y lo
reivindica, lo que haga será inteligente. El problema es que en la voluntad por
sustituir y por empezar de nuevo, o por desconocer conscientemente que uno es
consecuencia de una tradición, desaparece la conciencia del anacronismo propio
y nada de lo que se haga será inteligente. La detestación que los venezolanos
tenemos de nuestra modestia es, sobre todo, ignorancia de nuestro anacronismo.
En todos los países y en todas las sociedades conviven varias temporalidades.
En los países más adelantados del mundo hay temporalidades anacrónicas y arcaicas,
pero plenamente reivindicadas. Cultivan la tierra en tractores con aire
acondicionado, pero siguen haciendo el queso podrido y el aceite de oliva con
las mismas técnicas que hace mil años.
—En Venezuela ya ni
el Toddy sabe igual... (y algunos dicen que el Ponche Crema ya no
es el mismo)
—Ahí está la provisionalidad de Cabrujas. Con la voluntad de
querer ser modernos y querer estar al día, aunque ha dejado cosas maravillosas,
se ha desconocido la doble temporalidad. El tema de nuestro tiempo sería
entender las múltiples temporalidades de Venezuela.
— ¿Qué tipo de obra
de arte es el país político?
—Se pudiera decir que la temporalidad anacrónica se impuso:
el resentimiento. Como me desconocieron tantas veces, emergí brutalmente y
acabé con todo. También se pudiera decir que la democracia venezolana fue muy
boba.
—¿Fue una democracia
implantada?
—No sólo eso. Creyó que podía funcionar con el arsenal
simbólico que los autoritarismos y las dictaduras habían creado, que el mito
bolivariano que le sirvió a Guzmán y a Gómez le servía a la democracia. No hizo
ningún intento por generar una mitología patria que se conectara con un
proyecto de democracia, sino que siguió funcionado sobre la mitología del héroe
militar, del autoritarismo pragmático. Creo que debió construir una simbología
política distinta, que no fuese monumental, que no fuese tan heróica, que no
fuese toda esa paturrada, y que se conectara con la cultura popular de otra
forma.
Ante la cara de
asombro de Ramón Hernández, explica y vuelve a disparar.
—De los padres de la democracia y de los padres de la
inteligencia venezolana moderna heredamos una gran facilidad para hablar el
país, para creer que el país es “verbalizable”, “hablable” y “resolvible” en
tres platos. Gracias a Dios, es más complejo y se resiste a que alguien crea
que lo entiende.
—Sin embargo, una
sola persona lo tiene en su mano...
—Tiene en su mano el país oficial, y en este momento. Hay
una conexión evidente con lo que llama el pueblo, pero se le va a enajenar.
—¿Es una profecía?
—La esclerosis se produjo en el país de las instituciones y,
como quienes las manejaban tenían alzheimer, fue fácil coparlas. Había una
esquizofrenia absoluta entre el país institucional y el real, pero la
sustitución de las instituciones no significa generar cambios en el país real;
que alguien logre apropiarse de todas las instituciones no significa que va
modificar el país real.
—Cambió la
Constitución...
—Yo leí con paciencia la Constitución bolivariana. Lo mejor
es lo que tenía la otra y esta lo desarrolla. Lo peor es la improvisación, el
aluvión. Se le nota el descosido. En esa constitución no hay un cambio
fundamental. En verdad, el cambio fundamental consistiría en que, por una vez
en la vida, la constitución se cumpliera. La otra no se cumplió y esta menos.
Está clarito que la hicieron para no cumplirla. Esta es una revolución muy
nominal, pero evidentemente la función autoritaria está por ahí.
—Después de 40 años
de libertad, de discusión y de retrechería para defender el derecho de hablar y
de protestar, pasamos a admirar al gran líder, a la adulancia...
—Las libertades y derechos pudieran borrarse si empieza a
funcionar un mecanismo que consiste en decir que esos derechos se tienen porque
yo, jefe del Estado, lo permito.
—¿Nadie le va a decir
que no es porque él lo permita, sino porque es mío?
—Cuando somos ciudadanos de conciencia, sabemos que nadie
nos da la libertad, que la libertad nos pertenece. Los derechos humanos no me
los da el gobierno, son míos. Fue una bobería de la democracia decirle a la
gente que le estaba dando derechos, bastaba con decir que eran suyos por ser
ciudadanos. Ahora llega uno que dice que no nos los da el sistema sino él, con
su nombre y apellido. Y que, además, él encarna al pueblo.
—Con Chávez manda el
pueblo...
—Es una fantasía que, como toda ficción, tiene consecuencias
en la realidad.
—La elite también lo
respalda, ¿cómo lo explica?
—Alienación. Las élites lo financiaron porque para ellos el
país es una reducción política. La esperanza y la tragedia es que el país es
algo más que un reducto político y mucho más que la relación con un líder,
aunque sea el Presidente.
—Hemos entrado a un
nuevo tiempo. Ya la meta no es el desarrollo, sino la felicidad...
—El discurso de los teóricos del régimen es una ficción y,
quizás, quienes lo están escuchando, por estar obnibulados, no se percatan de
que no hay revolución, que las prácticas no han cambiado, que siguen siendo las
mismas, escleróticas, y esclerosadas. El drama del régimen es que cuando dice
que la V república es totalmente nueva, se trata de una denegación. Es lo mismo
que ocurre cuando el carajito tumba el pote de las galletas y asegura que él no
fue. La V república, quiéralo o no, tiene detrás otra cosa, una tradición y una
historia, una serie de resistencias, que van a hacer imposible que sea algo más
que un discurso.
—En Cuba, frente al
socialismo fidelista se impuso el sociolismo del cubano, ¿se impondrá en
Venezuela la viveza criolla?
—Lo que hay es una inmensa mediocridad, no veo inteligencia
política. La astucia no es inteligencia. Las circunstancias del mundo hoy y la
mediocridad de quienes gobiernan llevan a decir que esto no va a durar mucho.
—¿No habrá 200 años
de chavismo?
—En el poco tiempo que este régimen revolucionario lleva
instalado, se ha canibalizado. No le auguro mucha duración. Siento que Chávez
debió tomar el poder por la vía del golpe; que haber llegado por la vía
democrática es cuchillo para su garganta. Haber simulado que entraba en diálogo
con el país, ese engaño, es su mayor debilidad. ¿Dónde está el pueblo, y dónde
los apoyos políticos? Los ha quemado en seis meses. El drama es que no hay
modalidades de liderazgo alternativo, aunque parece que hay líderes alternativos.
—Pareciera que el
chavismo sí supo encontrar la vena de la tradición política venezolana: el
autoritarismo y el líder fuerte, el caudillo...
—Si es así, estamos fregados.
—¿Por qué? Al fin
empezaríamos a ser lo que realmente somos...
—Yo creo que hacer aparecer esto como una revolución,
cambiarle el nombre al país, creer que la realidad permite ocuparse primero de
lo político y después de lo económico y de lo social, y que después todos
seremos felices, todas esas necedades, son signos claros de un voluntarismo
esclerotizado, que disfruta de una circunstancia aluvional por el cansancio y
el hartazgo de lo que había. Son esquemáticos quienes sostienen la tesis de que
el autoritarismo es la tradición real nuestra. Lo propio de la tradición es ser
mixta, híbrida. Hay una tradición venezolana que tiene que ver con el
igualitarismo y con una incapacidad, a veces virtud, para aceptar modelos
jerárquicos. Si analizamos con atención nuestras prácticas cotidianas, veremos
que no se puede decir fácilmente que lo nuestro es el autoritarismo y el hombre
fuerte.
—La gente está
contenta con el líder supremo... (¿Por
qué me viene a la mente Kim Il Sung y la madre Korea?)
—La actual relación entre el liderazgo y el pueblo es
patética, pasa por el pathos. Quien
ha estudiado las estrategias de identificación patética saben que sirven para
evitar que la gente piense. Si se piensa, aquello no resiste tres minutos de
reflexión. La exacerbación que existe del vínculo entre el poder y el pueblo
demuestra, además del hartazgo, el cansancio, el resentimiento y el descontento,
que la relación entre el poder y el pueblo es cada vez menos inteligente.
—Mientras menos
inteligente, más fuerte.
—Fue el caso de la reforma y la contrarreforma, a finales
del siglo XVI. Si la gente se ponía a pensar tres minutos, se derrumbaba todo
el sistema de poder que la Iglesia Católica había establecido. Como salida, se
propuso un arte patético, el arte barroco. “No importa que piensen que la
Inmaculada Concepción es esto u aquello, lo que interesa es que se queden con
la boca abierta cuando vean la virgen de Caraballo; si piensan, nos fuñimos”. Chávez tuvo la astucia
de conectarse con todos los modos de resentimiento patético, que podían
fortalecerlo como líder, y lo sigue haciendo.
—La nueva
constitución no me asombra, tampoco se han emprendido obras públicas que
desconcierten y no me entusiasman las tarifas planas de Internet que prometen...
—Me refiero a que todo depende de la imagen del Presidente y
de cómo su imagen conecta con el pueblo. No hay más nada. El único fusible que
mantiene la luz prendida es Chávez. Si se quema Chávez, adiós luz que te
apagaste. Esa necesidad de presencia absoluta que tiene Chávez es letal.
—¿Cuál ha sido la
responsabilidad de los intelectuales?
—Ha habido una falta de inteligencia muy grande. Ese
discurso que se fue generando y que llegó hasta las telenovelas, que aquí el
único que había entendido el país era Juan Vicente Gómez, que Gómez había
construido el país moderno, aunque es falso, tuvo consecuencias políticas. No
es que Chávez sea consecuencia de una telenovela de Cabrujas, pero le preparó
el terreno. Yo me emperro en creer que las articulaciones sobre las que está
montada esta república son muy frágiles.
—¿Qué pasa en el
mundo cultural que guarda silencio?
—Lo que llaman el sector cultura es algo patético. Me
impresiona que gente inteligente, intelectuales y pensadores, no se haya dado
cuenta de que algo no estaba funcionando bien cuando Chávez les decía lo mismo
a los empresarios de Fedecámaras que a los habitantes del barrio de San Agustín
del Norte, a los profesores de la Universidad Católica y a los obispos. No
había variación del discurso en función de la audiencia. El tipo era incapaz de
construir en función de quien lo escuchaba. El mundo intelectual venezolano se
ha contaminado con la incapacidad de las élites para resistir con una visión
crítica y con esa cosa somera, que a veces es muy buena, del venezolano de no
pensar mucho, de no enredarse mucho, porque a lo mejor el resultado va a ser
peor, porque me voy a dar cuenta de que estoy metido en un paquete horroroso.
Suspira, como quien se
ha quitado un peso de encima o ha llegado al final de un largo camino, pero no
baja la guardia ni aminora la contundencia del verbo..
—Aquí hay una ideología de la urgencia. Todo concurre para
que nadie se pare a pensar un instante a pensar. Si alguien lo hace se derrumba
todo. El sistema institucional del mundo cultural venezolano concurre en el
vacío de las agendas propias, sus conciertos o sus exposiciones, pero nadie se
detiene a pensar qué sentido tiene esto y qué relación tiene con el país.
—Antes los
intelectuales eran más echados palante. ¿Hay un decaimiento o los echados
palante tiene ahora un cargo en el Gobierno?
—Eran más echados palante, pero se produjo un desencanto
sobre la posibilidad de que pudiera ser fructífera la relación del intelectual
con la política. Pero es sano no esperar
nada de la política. La política no tiene que darme nada ni tengo por qué
esperar de ella el paraíso.
—En los países donde
la vida es cómoda esa es la posición normal de los intelectuales, pero en
América latina y en Venezuela, después de tanta teorización sobre su
responsabilidad social, los artistas no pueden encerrarse en una torre de
marfil...
—En la base de todo hay un asunto que es estrictamente
cultural: que no esperamos nada significativo de nosotros mismos. No pensamos
que en el sitio menos esperado puede haber una obra maestra. El sistema está
viciado porque en la base no hay expectativas. Nadie cree realmente que lo que
escribe el colega sea de calidad. No. Ese sistema de generosidad no existe. Y,
en verdad, hay que creer que se pueden
producir cosas muy significativa en cualquier momento y que uno no tiene que
estar ungido. Un estudioso de la obra de Picasso decía que sin una atención
llena de misericordia no hay obra maestra. ¿Por qué todo en este país es un
campo de ruinas? ¿Por qué se está cayendo la UCV? ¿Por qué se están desplomando
los edificios modernos y las obras de los cinéticos? ¿Por qué no hay un sistema
para conservar la memoria de la producción de los artistas del país? Porque en
la base no hay ninguna expectativa de que eso tenga algún sentido.
—¿A dónde vamos tan
apurados?
—La gran pregunta sería ¿hacia dónde coño vamos tan
apurados? Hemos querido siempre esa cosa que, en 1936, Mariano Picón llamaba el
mensaje de celeridad. Hay una incapacidad, muchas veces ficticia, para leer
nuestro tiempo anacrónico y aceptarlo, asumirlo y reivindicarlo, sin dejar de
querer progresar. Tenemos un problema con el tiempo. Una especie de culpa: “Hemos
perdido tanto tiempo, ahora tenemos que apurarnos”. El síndrome de la urgencia
impide el ejercicio más lúcido, que es pensar. Ahorita, en Venezuela, la mejor
forma de desobediencia civil, equivalente a irse a las guerrillas en los años
60, es perder tiempo pensando. Frente al mensaje de celeridad debemos proponer
un mensaje de retardo. Meter el freno y ver qué fue lo que pasó. En los retardos
y en los retrasos hay grandes cosas, quizás los modelos de resistencia contra voluntarismos
y desmesuras.
—Como diría Chávez,
¿no le da dolor en el alma saber que mientras se piensa mejor el país, en lugar
de actuar, morirán de hambre cientos de niños?
—El problema es que todos esos niños se están muriendo de
hambre porque el apuro no supo darles el alimento. Quizás lo que necesitan es
un poquito de tiempo para nunca morir de hambre.
Comentarios