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El cielo por asalto (fragmento) Los días duros de la UCV



II
En una asamblea las mayorías deciden, las mayorías se equivocan, pero es el pueblo quien habla. La masa manipulada. En una asamblea se dicen cosas que llegan al corazón, se apela a los sentimientos, se engola la voz y se hilvanan ideas aparentemente lógicas que excitan a los espectadores y envalentonan a los cobardes. A las masas se les enamora con palabras bonitas, a veces susurradas, a veces a gritos y con procacidad. A las masas se les cautiva por dos frentes: los que gritan púyalo desde el público, aplauden y pitan; y el orador, que dice lo que todos quieren oír, y lo repite una y otra vez. Este pueblo valeroso y sacrificado, que ha entendido este momento de su historia, ha dicho basta. Ha dado un paso al frente. Que retumbe en los campamentos de la lucha cotidiana el claro y limpio llamado de los clarines de la libertad. Libertad. Libertad. Este pueblo que ha tomado conciencia no necesita líderes. Piensa con cabeza propia y, otra vez, reclama lo suyo, lo que por derecho le pertenece y le corresponde. Como en los momentos más ejemplares de sus combates cívicos, con el mismo heroísmo que lo acompañó en las grandes jornadas de la historia, la comunidad estudiantil levanta su voz y exige libertad. Abajo cadenas, rompamos el yugo. Esta comunidad estudiantil, combativa y justa, y sabia, congregada en el Aula Magna de la Ciudad Universitaria, quiere cuentas claras. Está dispuesta a acabar con el desorden administrativo que utiliza la Dirección de Cultura como una agencia de festejos y tiene el comedor universitario como centro de abastecimiento, mientras los estudiantes, todos lo sabemos, comemos mal y poco. Las naranjas no alcanzan y el mondongo siempre está desabrido, las tajadas grasosas y quemadas, las caraotas duras. Ayer me partí un diente. Las autoridades de esta universidad, que debe ser ejemplo, usan los dineros del comedor para sus francachelas de los viernes. Compañeros, hemos tomado la Dirección de Cultura para acabar con estos vicios, estas irregularidades, esta corrupción administrativa; y para que este sagrado recinto, el Aula Magna, no sea la sede, el centro de operaciones, el escenario, la guarida de una cultura burguesa, que no nos apetece ni nos pertenece. Debe ser, sí, el centro propulsor de una cultura nacida del corazón del pueblo, de sus sentimientos más genuinos, no del gusto de unos farsantes que disfrazados de artistas quieren imponernos los valores estéticos de Walt Disney y el Pato Donald. La toma continúa. Hemos dicho basta, ahora debemos echar a andar.
Colina, sentado en la primera fila, con la barbilla apoyada en la mano y un par de libros sobre las piernas, sigue el desarrollo de la asamblea. Ahora hablará Rojitas, desde atrás, con su megáfono. Primero criticará la acción, por inconsulta. La asamblea debió ser llamada para ser consultada no para informarle sobre hechos cumplidos por una espuria vanguardia que se cree predestinada. Pero poco a poco acabará aceptando el hecho y dándole razón a los tomistas. Critico el procedimiento, critico las acciones vanguardistas, pero tenemos que unir nuestras fuerzas en este combate desigual contra los ejércitos culturales de la burguesía. Invito a los compañeros aquí presentes a tomar la calle, que salgamos a la calle a decirle al pueblo que sus estudiantes están al lado de los obreros y de los desposeídos en su lucha por una sociedad justa y verdaderamente democrática; esta farsa de democracia se mantiene por la fuerza de los aparatos represivos del Estado. A la calle. A la calle. Colina se levanta de su asiento y empieza a pitar a Rojitas. Más allá el gocho Felipe se apodera del micrófono e impone la calma. Compañeros, por favor, no caigamos en provocaciones. No podemos permitir que nos manipulen para que hagamos lo que precisamente criticamos. Se dice y se repite que la toma de la Dirección de Cultura fue una acción vanguardista, y efectivamente lo es, pero por eso no vamos a arriesgarnos en una lucha desigual con las fuerzas del orden. Mantengamos la calma. No nos desesperemos. Rojitas se puede ir con su megáfono a las Tres Gracias a repeler con consignas los plomazos de la policía, pero la asamblea no debe disolverse, debe continuar. Tenemos que nombrar las comisiones que se encargarán de mantener la toma de la Dirección de Cultura. Los compañeros que la iniciaron tienen más de 48 horas sin dormir y es necesario establecer un plan de acción coherente, para demostrarles a las autoridades que no estamos jugando, que podemos producir una cultura con los valores que identifican al pueblo y que el pueblo reconoce como suya. Es más, el pueblo es la cultura.
El gocho saca un papel del bolsillo y empieza a decir los nombres de los estudiantes que integrarían las comisiones. Nadie los conoce, pero todos son aplaudidos como héroes. Colina levanta la mano para intervenir. Felipe teme que empiece sus disertaciones sociológicas y espante a los pocos estudiantes que quedan. Hora de almuerzo. Colina sólo agrega otros dos nombres a los integrantes de la comisión de propaganda. El loco Chirinos, en el otro extremo, hace retumbar un tambor barloventeño. Se acaba la asamblea. Empieza un improvisado baile de tambor que pronto se termina. Se reventó el cuero. El Aula Magna se vació.
Colina se va al piso nueve, a la toma de la Dirección de Cultura. Las paredes del estrecho ascensor están llenas de consignas escritas con marcador negro y grueso. Ninguna brillante, ninguna con vocación de ser inmortalizada en los muros de París. Atada de extremo a extremo de los ventanales del piso nueve de la Dirección de Cultura y sobre la Ciudad Universitaria se despliega la gran pancarta, en letras rojas y bien dibujadas: Quién estará pintando ahora pajaritos en el aire.
Todas las oficinas son un rebullicio. Reuniones, discusiones, gente pintando cartelones, fumando, comiendo empanadas y tomando café en vasitos plásticos, tan caliente que quema la lengua. En el estudio de radio, Patricia, solitaria, escribe con su bolígrafo de tinta roja. Tiene los ojos enrojecidos y una lágrima se mantiene desafiante a mitad de cachete. Peleó con un hermano que vino de La Grita a buscarla. Mi papá tiene lepra. Mi papá es zapatero y no le quedan manos. A mi papá se lo van a llevar para la isla de La Providencia, en Maracaibo. Mi mamá quiere que regrese a La Grita. No puede mandarme más dinero. Yo no quiero irme. Abraza a Colina y llora desconsolada. Colina no sabe qué decir ni qué hacer. Tranquila, tranquila, ya va a pasar. Qué vaina. Vamos a la piscina. La toma de la cintura y la ayuda a colgarse el macuto. Todas las muchachas de la renovación tienen un macuto con su cepillo de dientes, pintura de labios, una toalla sanitaria envuelta en papel, una novela de Cortázar y un poemario de Mario Benedetti. Los cuadernos y los otros libros los llevan apretados al pecho, como queriendo ocultar la voluptuosidad de los senos. Caminan despacio. Colina le cuenta los resultados de la asamblea del Aula Magna y cómo planean una huelga de hambre para hacer más dramática la situación, el combate, la crisis. La gente del teatro universitario quiere montar una pantomima en la Plaza del Rectorado. Dos de ellos van a incorporarse a la huelga al final del espectáculo. Todavía no sabemos cómo la vamos a justificar, pero es una manera de aglutinar fuerzas y ganarse la solidaridad del estudiantado. Ahora no te puedes ir para La Grita. Patricia se limpia la nariz. Le dice a Colina que su hermano la va a esperar a las cuatro de la tarde en el Nuevo Circo, que se le acabó el dinero. No me ha salido la beca, pero ese dinero tampoco me alcanza. Tranquila, la muchacha de OBE me aseguró que va a pasar tu planilla y que no te preocupes por las notas, que con el certificado médico de tu papá es suficiente, que no importa que estés empezando una segunda carrera.
La jauría se espanta con las voces, disfraza categorías, niega verdades y se acomoda bajo cualquier facha. Espesamente oportunista, persigue al vencido y sólo sacia sus apetitos con más víctimas y más desollados. Artera y taimada, aplaude derrotas, identifica a sus padres y a otra cosa. No da la cara ni tiene cara. Se adueña de frases y convierte en sueños vacíos anhelos y sacrificios. Todo tiene su valor de cambio, todo puede ser transado. La poesía también. Hipócrita, desconoce los saltos trascendentales y también las inmolaciones. La jauría escribe la historia; y la tuerce, para que se le parezca, y nada cambie. En la medianía cotidiana se revuelca. Auxilio. No hay vías de luz. La virtud es otra manera de fingir, una trampa, una forma de suplicar compasión, la más fácil. El firmamento se llena de trenes artillados. A mentir llaman. La revuelta es creadora de luz. Desabróchate la mente. La universidad se declara en rebeldía y saca sus mejores y más certeros tirapiedras que enarbolan las banderas de la libertad en las calles que son del pueblo y no de la policía. Imbatibles, seguros de que el cielo les pertenece y son dueños del destino y de la verdad, los estudiantes, azuzados por quienes se abstienen de suscribir el anónimo manifiesto, no dudan de que la clase obrera unida jamás será vencida. La rima lo ratifica. Arriba, abajo, la poesía para el carajo. Ilusos y soñadores. El futuro les pertenece y van rumbo al paraíso. Construiremos el paraíso en la tierra, nos sobra buena voluntad, y no nos faltan ganas. Unos se desangran y exponen su vida; los otros hacen cola para cobrar sueldos inflados con huelgas y chantajes, no con credenciales académicas. El pantaleteo vino después, al final de la primera jornada. El futuro es neblinoso, huidizo: una sucesión de trampas, de zancadillas, de puñaladas por mampuesto. El gordo Colina piensa huir, esfumarse. Divisa la derrota. Los manuales no aciertan. El guión parece ser de otra película. La realidad es inasible. No se le quita el temblor de las rodillas. La voz se le quiebra y olvida los conceptos. Repite frases, repite consignas, pero no avanza. El discurso se le convierte en una madeja de inescrutables y también de impronunciables. Un revoltijo. La lengua se le vuelve pesada. Inmanejable. Patricia está inconsolable. Fastidiosa. Exigente. Se ha revelado posesiva, celosa y bastante ignorante. Confunde conceptos y extrapola hipótesis. La vaciedad es una virtud que sólo vale para los santos. Esta es una generación predestinada para tomar el poder, y no habrá poder, ni cambio ni nada si los valores existentes, los valores del capitalismo, no son extirpados de raíz. La voy a acompañar hasta el autobús, pero ahí le digo adiós. No me puedo complicar. Ahora viene una larga jornada. Con la toma de Cultura y las escaramuzas de Ingeniería, el panorama es distinto. Raúl Díaz dice que hay que destruir la universidad porque su única función es formar los agentes del sistema, que ser estudiante es apenas una etapa en la vida de un servidor del status, de los integrados y de los apocalípticos. Le niega al pueblo la oportunidad de redimirse. La universidad puede formar profesionales críticos que aliados con el pueblo construirán una sociedad más justa y más igualitaria, sin explotados ni explotadores. La lucha continúa, adelante. Venceremos.
Cinco estudiantes se reúnen en un cubículo estrecho y maloliente de la Facultad de Humanidades. Uno, moreno y desdentado, con un grueso anillo en el meñique, barba espesa y olor insoportable, pretende escribir en una desbarajustada máquina eléctrica. Se equivoca y corrige. Se equivoca y corrige. Se equivoca y corrige. Los otros le dictan frases hechas y consignas revolucionarias. Patria o muerte, venceremos. Les quedan pocas hojas del paquete que trajeron de la Dirección de Cultura. Las otras están en la papelera después de un irrepetible y tortuoso proceso de errores, correcciones y omisiones. Llega Clo con una muchacha rubia, que viste pantalones negros y lleva en la cabeza un pañuelo de seda de vistosos colores. Laura Garibaldi. Ella se queda callada mientras Clo aparenta dar instrucciones y los otros sonríen incrédulos. Este documento debemos repartirlo ahora mismo, pero no es lo suficientemente fuerte. La vanguardia se acaba se reunir y me mandó para que también fijemos posición sobre lo ocurrido en la asamblea de la Escuela de Medicina. Los nuestros fueron sacados del auditorio a carajazo limpio. Tenemos que ser más agresivos y rigurosos frente a las posiciones blandengues y oportunistas. Presentó a Laura con orgullo y la llevó a sentarse al lado de un escritorio metálico lleno de manchas de pintura y con rastros dle engrudo que utilizaron días atrás en la pega de afiches del guerrillero heroico. Clo le habla en voz baja y Laura asiente con la cabeza. Después llegó Vladimira; más tarde, el gordo Colina, quien con su paciencia le hace las últimas correcciones al documento, al manifiesto. Roncolo se pone su sombrero de cogollo y se va. Al rato aparece con dos resmas de papel y se pone a reproducir el documento. Los demás van doblando las hojas, sintiendo el calor, el encierro y el ruido de las páginas saliendo con la tinta fresca. Callados. Colina está apagado. No parece el triunfador de hace dos días, cuando luego de la refriega de Ingeniería, sacó su candado y se encerró con Clo y Roncolo en la Escuela de Historia. Esta escuela está tomada. Inmediatamente fue a cada una de las oficinas, registró las gavetas, los armarios y, con Roncolo, como lugarteniente, y Clo, como testigo de excepción, hizo un arqueo en el centro de publicaciones. Encontró resmas de papel suficientes como para hacer una revolución. Podemos montar una editorial, pero no veo la tinta. Colina siguió registrando. Se detenía a leer y a separar los documentos que podrían servirle después. Es inconcebible, la Escuela de Historia lo menos que tiene es historia. Ahora saldrá del anonimato. Las masas no apoyaron la aventura. Al otro día, cuando empezaban a pintar una batería de pancartas y cartelones en los pasillos, una horda de mujeres gritonas y a punto de graduarse, sacó a los tres intrusos a empellones. No queremos tomas ni tomistas. Fuera. Llegaron cabizbajos y molestos a la Tierra de Nadie. Colina la emprendió contra Clo, que le había asegurado que en Historia estaban dadas las condiciones para la toma, que allí podrían establecer un centro de operaciones seguro y estratégicamente bien situado, en el corazón geográfico de la Facultad de Humanidades. Se fue a la asamblea de Ingeniería y repartió con Roncolo los panfletos a las puertas del auditorio. Los estudiantes con su reglas de cálculo y sus libros bajo el brazo aceptaban el documento con fastidio, pero se les alegró la cara cuando descubrieron que era buen material para hacer veloces aviones de papel que se estrellaban en picada contra los de la primera fila y contra los líderes, quienes celebraron la ocurrencia al principio, al rato les reclamaron a los compañeros que están tirando avioncitos. Hacemos un llamado para que mantengan un comportamiento a la altura de las circunstancias. Mudo y malhumorado, Colina presenció la algarabía y aplaudió por solidaridad la intervención del gocho Felipe, que empezaba a perder seriedad y decía que los burguesitos caraqueños eran obstinadamente pendejos. Lo que quieren es una excusa para no presentar los exámenes, quieren pasar por asistencia, por calentar los pupitres. Ingeniería confunde todo con bochinche. Rojitas que es un perverso y todo lo quiere aprovechar, porque el fin justifica los medios, acaba de decir una frase que ya hubiera querido el Che Guevara: Entre bonche y revolución no hay contradicción. No me gusta. El movimiento ha perdido el rumbo. Tenemos que rescatar su espíritu renovador.
Clo sacó el libro rojo de Mao del sobaco y empezó a leer: Hacer la revolución no es un desayuno en el campo ni hacer un bordado, es un acto de violencia por medio del cual una clase derroca a otra. Colina se quejó de dolor de cabeza y se fue a comer detrás del Hospital Clínico. Un local con techo de zinc, vestido con tela metálica y piso de cemento áspero, con mesas desiguales y manteles de hule con flores multicolores sobre fondo negro, que tienen al centro las botellas de refresco llenas de aceite, vinagre y un picante que el mesonero asegura que se lo traen de Trujillo. Son chirelitos de verdad, no el pimentón dulce con el que engañan a los caraqueños, sino un líquido cremoso que pica como el carajo. Es un restaurant de provincia en el centro del saber, dice su dueño. Aquí se comen las caraotas negras más blanditas y el mejor queso llanero. Los plátanos mejor fritos y la cerveza más fría acompañan una vianda que no incomoda el estómago ni amodorra al empleado que tiene que seguir una dura jornada en la tarde. Colina pide espaguetis con queso y papelón con limón. Está preocupado. Patricia no ha llamado y el movimiento está en crisis. La toma de la Dirección de Cultura ha sido desvirtuada por los intelectuales, por los poetas. La huelga de hambre fue pospuesta. Los del Teatro Universitario no terminan de montar la pantomima. La muchacha que iba a cantar se enfermó de la garganta. Además, han surgido diferencias musicales e ideológicas. Unos quieren interpretar corridos tipo Juan Charrasqueado y los otros, una opera rock con arpa, cuatro y maraca y batería de fondo. En Ingeniería, el grupo que lidera el movimiento se ha radicalizado, sólo proponen actos de violencia, simple terrorismo, aun cuando las masas los han abandonado, no quieren seguir perdiendo clases. En Humanidades, salvo en Letras, todo ha vuelto a la normalidad. En Ciencias, la toma fue entregada, pero unos cuantos mantienen la carpa y la parranda en la Tierra de Nadie. El inventario es desalentador, y Patricia sigue en La Grita. Devoró los espaguetis y pidió un café negro. Hay que inventar algo. Se necesita un golpe propagandístico, una acción audaz. Tomar el Rectorado y secuestrar a las autoridades. Caminó un rato por los jardines de Medicina, pasó de largo por la Federación de Centros Universitarios. Se tomó otro café con leche en el cafetín de Medicina Tropical. Conversó con Vladimira hasta la Plaza Venezuela y se fue para Sabana Grande. Entró en una tienda y preguntó el precio de una cámara fotográfica. Se sentó en el Gran Café. El sol de la tarde le molestaba. Siguió sin rumbo. Se montó en el primer autobús y se bajó en la plaza Catia. Subió hasta la Segunda Calle de los Magallanes y en una casa con el friso cariado y techo de tejas preguntó por Fabián. No estaba. En el autobús de Vista al Mar llegó hasta Las Torres y bajó unas escalinatas que le parecieron interminables. Tocó en un rancho con tiestos de flores al lado de la puerta. Salió Pía, todavía en dormilona y con los rollos en la cabeza. Morena. Sonrió. Gordo, qué sorpresa. Bajó el volumen del radio. No, yo no bailo con Juana, porque Juana tiene juanete. Se sentó en una silla de mimbre plástico y soltó un suspiro. Pía volvió poniéndose una franela. Se abrochó los pantalones y se sentó enfrente. Empezó a quitarse los rollos. Sostenía los ganchos entre los dientes mientras explicaba porqué no había vuelto a la universidad. No me he sentido bien. Mi familia tuvo que ir a El Tigre por el lío de mi ex cuñado. Todavía está echando vaina ese hijo de puta. Mi hermana está muerta, mi mamá no se ha repuesto y parece que por una ley rara lo van a soltar. Tanto que se le dijo que no se empatara con ese motorizado, tanto que mi mamá la aconsejó y tanto llevarnos la contraria para que le pasara lo que le pasó. Ariana no había cumplido 18 años cuando empezó a trabajar en la zapatería de un turco en la plaza Catia. No quiso terminar el bachillerato. Era buena vendedora. Convencía a los clientes para que se llevaran otro modelo cuando no encontraba el número del que les gustaba. El turco estaba tan contento que le ofreció trabajar por comisión. Ganaría un porcentaje por cada par que vendiera, además del sueldo base. Cuando conoció al motorizado, todo se echó a perder. El motorizado la llevaba al trabajo en la mañana y la buscaba en la tarde. Después se iban al cine y a las discotecas, a gastar el sueldo. Un día vino con el cuento de que se iba a casar. Mamá le dijo que lo pensara bien, que todavía era joven, que podía encontrar algo mejor. No era bonita, pero sabía arreglarse. Se casó sin avisar. Un día se presentó con el papel de la jefatura civil, recogió sus cosas y se fue. El motorizado dejó de trabajar y de llevarla al cine. Los viernes en la tarde se perdía y se aparecía el lunes o el martes todavía hediondo a caña, a berrinche. El turco empezó a enamorarla. Ella le aceptó una invitación a comer en un restaurant árabe de la calle Colombia. Nada más. Cuando ya se despedían, el turco propasado le dio un beso. El enredo duró largo rato. El motorizado empezó a desconfiar y a pegarle. Pero ella era así, mientras más le decían que no, más se empecinaba. Yo también tengo derecho a parrandear. Si él lo hace, yo también puedo. Las peleas, los gritos y la rompedera de platos eran diarias. Ella le pidió el divorcio, que la dejara tranquila. Eres mía y seguirás siendo mía. Ninguno entraba en razón. Una madrugada el turco la dejó en la calle de arriba. En ese momento regresaba el motorizado. Le dijo que se montara en la parrilla y arrancó la moto como si fuera un caballo salvaje. Estuvo asustándola, haciendo piruetas con ella en la parrilla. Cuando se cansó, la llevó halándola de un brazo hasta la casa. Le pegó y ella le dijo marico. Él se enfureció y sacó la pistola que escondía en el escaparate. Empezó a perseguirla. Ella se metió en el cuarto, a esperar que se calmara. Cuando ya el motorizado no le gritaba ni la insultaba, cuando parecía que se le había pasado la rabieta, abrió despacito la puerta. Y allí estaba él con su pistola apuntándola. Le disparó dos veces en la cara. Mamá sigue impresionada. El motorizado, no quiero ni decir su nombre, dice que la mató porque la encontró haciendo el amor con otro hombre.
Colina se quedó dormido en la silla de mimbre. Pía lo llevó a rastras hasta la cama. Una colchoneta desnuda en un cuarto forrado con papel periódico para que el viento no se metiera por las rendijas, con la imagen de José Gregorio Hernández alumbrada por una vela y una mata de sábila colgada detrás de la puerta. Cuando se levantó, olió arepas y carne mechada. Pía le sirvió y siguió hablando. Mañana vamos juntos a la universidad, pero llévame al cine esta noche. Todavía tenemos tiempo. Y no me digas que estás cansado; dormiste toda la tarde.

El día que Clo se incorporó al salón como oyente, el profesor se extendía en una anécdota personal para hacer tiempo mientras terminaban esos largos y tensos 45 minutos. El director entró con su habitual sonrisa y presentó a Clo. Va a acompañarlos como oyente. Un muchacho rubio de pelo largo y vestido con una camisa amarilla, desabotonada hasta más abajo del pecho, maltrechos blue jeans y zapatos llenos de rasponazos. Sonrió y mostró sus dientes manchados de nicotina. Se sentó casi al final y fingió prestar atención a lo que contaba el profesor. Fumaba cigarros negros. Apestosos. Siempre andaba fanfarroneando sobre el libro que estaba leyendo. Pronto encontró amigos y se hizo habitué de las tertulias del cafetín. Su fuerte era la literatura. Su autor preferido era Julio Cortázar, pero su ídolo era Mao Tse-tung. Decía que era francés, que su madre era una pintora que había acompañado a los surrealistas en la más escandalosa exposición de pintura que hubiese conocido París, que fue amiga de Pablo Neruda, de Jorge Amado y de Louis Aragon. Pronto encontró alumnas para enseñarles francés, que pronto también supieron que sus conocimientos eran escasos, que lo leía y entendía algo cuando le hablaban, pero más nada. Conversaba citando autores y fijando las posiciones correctas, como Sartre, como Mao y como el Che. De memoria, repetía con puntos y comas sus citas. Nunca agregaba nada de su propia cosecha. Petulante y arrogante, era un radical, uno de la vanguardia. Probó que no era un valiente durante un conato de disturbios. Participaba en una manifestación gritando, dirigiendo, fanfarroneando, denunciando, gerundiando que el imperialismo había invadido Camboya en flagrante violación del derecho de los pueblos a la autodeterminación, cuando un corrientazo le recorrió el espinazo y se le alojó en la boca del estómago. Contó, su única osadía, doce policías de la Brigada Especial Antimotines, fue contarlos, que le interrumpían el paso. Se le congelaron los gritos al ver las peinillas, los lanzabombas y los fusiles automáticos. Corrió sin que hubiese empezado la refriega, sin que mediara la menor provocación, sin que ningún disparo cruzara la tarde lluviosa. Resbaló poco más allá. Se raspó una pierna, se le rompieron los pantalones y perdió dos botones de su camisa amarilla. Cojeando regresó a su puesto de combate, pero ya se había corrido la orden de dispersarse pacíficamente. Monserrat descubrió entonces que Clo no tenía pelos en el pecho. Y se lo dijo a Roncolo. Roncolo le contestó con un amago de sonrisa: Tiene remolino en el culo. No escuchó lo demás porque una bomba lacrimógena les pasó silbando entre las piernas.

Colina se reunió con la vanguardia. Expuso su plan, pero lo llamaron aventurero. No están dadas las condiciones para una acción de esa naturaleza. Secuestrar a las autoridades podría ser devastador. El rector ha enviado un emisario. Promete reorganizar la Dirección de Cultura y nombrar a quien queramos, pero que lo echemos el vainón de montarle una huelga de hambre en la Plaza del Rectorado. La toma de Cultura se desmorona. Después de quince días de discusiones, ninguno de los intelectuales ha podido presentar un proyecto cultural cónsono con los tiempos de cambio, de la revolución que reivindicará a la especie humana, a paso de vencedores. Discuten todo, sustantivos, verbos y artículos; sujetos y predicados, pero amanecen sin ponerse de acuerdo. Uno quiere ser más radical que el otro, y no hay manera de concretar nada, ni de avanzar. No tenemos gente para tomar el rectorado y arriesgaríamos un allanamiento. El Gobierno con la excusa de rescatar a las autoridades y poner orden, puede meter el Ejército en la universidad, y se acabó la guachafita. Necesitamos reagrupar fuerzas, ganar el apoyo de las masas, del pueblo. Tenemos que ir al pueblo, al estadio, al juego de pelota. Aprovechar las transmisiones por televisión, el rating, y hacer pública nuestra lucha, nuestras demandas. Necesitamos prensa, titulares. La idea ganó adeptos. Hicieron una gran pancarta y la amarraron a dos listones pequeños, casi anémicos, los que encontraron. Escoger la consigna fue otra discusión ideológica. Primero el color de las letras, azul es el color de la universidad, pero rojo el de la revolución. Una pradera de banderas rojas ondeando, que se pierden en el firmamento, acompañará las luchas del socialismo. La televisión es en blanco y negro, cualquier color se verá igual. Se llegó a un acuerdo cuando el gordo Colina aceptó que poner en grande Abajo el imperialismo y, en el espacio que quedara, Renovación ya.

III
Patricia se bajó en el Nuevo Circo con una muda de ropa, una botella de miche y seis alfandoques en una bolsa. Siempre es distinto, siempre son otras caras arreando las mismas miserias. Es un recinto hostil, impregnado de mil olores y muchas más desilusiones. Es el gran desencanto de la urbe. El desconcierto de la soledad y el ámbito de lo desconocido. Un cúmulo de ansiedades que desorientan, que no dejan respirar. El aire refresca cuando la trapisonda queda atrás y la gran ciudad entra en el alma como un indomable tumulto, como una sacudida. Camina hasta Santa Teresa. Obvia escalones encharcados de orines, negocios empobrecidos y puertas que ofrecen pecados venéreos a módicos precios. Empuja, cruza la calle como quien perdió una aventura, con los ojos oprimidos por los pensamientos. Desdichada.
Caracas es una pesada carga, un azar inmóvil, detenido en la mala racha. Un eterno empezar. Una piedra de Sísifo. Una orquesta desafinada repitiendo una interminable y farragosa melodía. Hoy te quiero, mañana no te conozco ni te necesito. Caracas huele a sexo, a mujer preñada, a excusa, a chorizo vacío. A orines turbios. El autobús es un tembloroso silencio humano, un ligero compartir con desconocidos, con rostros ajenos. Gente que no mira, que voltea cuando encuentra unos ojos que no reconoce, aunque se muestren amigables y clamen un gesto afectuoso. Coincidencia. Somos dos anónimos, vamos a conocernos. Hagamos menos áspera tu presencia y la mía. Sofoquemos este infierno que son los otros. Confíame tus penas, cuéntame tus alegrías. Yo soy tú visto desde el otro lado del espejo. La caricia del habla es el principio de un amoroso compartir. La aborrecible soledad se muestra entera, cruel, entre la muchedumbre. Atraviesa la Plaza del Rectorado, los jardines llenos de maleza y de panfletos pisoteados. Pregunta por Colina. Nadie lo ha visto. Patricia viene dispuesta a enfrentar los cambios, a superar las desdichas con un compañero, con un amigo, con alguien que le dé calor a sus manos frías. Viene decidida a vencer. Bota la toalla sanitaria. Han sido nueve semanas de fracasada espera. Era una posibilidad siempre descartada, pero se ha cumplido. Estoy preñada. Me va a crecer la barriga y se me van a agrandar los senos. Voy a parir, a sufrir. Voy a estar amarrada a una barriga, a un llanto, a un tetero, a una montaña de pañales cagados.


Sobre tu mano temblorosa coloco mi diestra y ofrezco apoyo. Sobre esta mesa vacía y este lugar extraño, ahíto de sombras, hablo en primera persona y me confío. Mis temores, mis dudas y el miedo que anuda mi garganta no encuentran descanso. Los imponderables de la existencia, los imperativos categóricos, han fraguado un precipicio existencial. Auxilio. Un abismo insondable. Inconsolable yo. Las palabras no coinciden con los hechos y el devenir histórico ratifica una secuela de equivocaciones. La vida, la poesía, me repiten, me insisten, empieza en la Plaza Venezuela. Vemos el mundo desde una ventana y nos desesperamos para que cambie, como antes les ocurrió a otros y fracasaron, o se cansaron. Retomo las banderas que pasaron a otras manos. Manos, no rostros ni nombres. Paladines de proezas anónimas, desconocidas. Siluetas desdibujadas, leyendas mal contadas. No corra, no huya, no presienta. Yo sueño, los otros van tras las ganancias. Su mano se escapa, su mano se oculta bajo la mesa. Sus ojos brillan. Se desprende. Flota. No escucha. Ha encontrado una rendija, salta la tapia. Su voz es un murmullo. Quiero tu apoyo, quiero desandar la soledad y que tu resplandor me acompañe. Quiero compartir tu abrigo, quiero quererte. Mi abrigo es esta desazón que me desnuda y me ablanda. Rechazo la horizontalidad matemática de tu ausencia. Vamos a multiplicarnos, pero tu silencio es una resta, una sustracción que me disminuye la esencia. Colina pagó las cervezas con un billete arrugado. No le dijo adiós ni la besó como ella esperaba. Me vas a hablar de pañales, de talco y Baby Magic, de anticonceptivos olvidados cuando la Dirección de Cultura está a punto de caer, cuando en las trincheras los vietnamitas sufren todas las calamidades del mundo, cuando no encuentro quien se incorpore a la huelga de hambre y el estadio está lleno con el Magallanes y el Caracas en el mejor juego de campeonato. Me resisto a la cotidianidad estéril de pasar la noche preparando teteros o llamando a un médico amigo porque al carajito no se le baja la fiebre y no me deja dormir. Me niego a sacrificar mi puesto de combate, me niego a cambiar la vanguardia revolucionaria por un delantal.

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