Páez y Zamora, dos traicionados por su gente
La ignorancia es
temeraria
Jose Antonio Páez, entrevista imaginaria. (Fragmento)
RAMÓN HERNANDEZ
En el patio hay granadas y un cafeto; un chorro de
agua que refresca las tardes de sopor; muchos helechos colgantes a la sombra
del alero; y una silla de cuero desde donde escucho sus quejas y lamentos, en
dolor pausado, en penosa agonía. El corazón atento, arrugado el espíritu,
reacio el entendimiento: lloro y velo. Ha iniciado la partida y no hay remedios
ni gestos que la calmen. Apenas duerme, apenas sonríe para cubrir el
padecimiento. Pálida y ojerosa, su piel ha perdido el brillo, sus labios se han
descolorido y su cuerpo carece de vitalidad. Quieta. Su existencia es
sufrimiento; su partida, el comienzo de la nada. Choroní tiene una iglesia y
sus santos son sordos a mis plegarias. Ni la virgen del Carmen se compadece de
mis ruegos. Bárbara se agrava y Bonifacio Umanés le prepara pociones y caldos,
y se queda conmigo con el oído atento al otro lado de la puerta, en el cuerpo
cubierto de sábanas blancas enjuagadas en añil. Larga noche, medida del pesar.
La política era un eco lejano, un ruido. La sordina de una trompeta. El
chisporroteo de un incendio en la lejanía. Un vocerío apagado.
—¿Por qué
no asistió a la entrevista con Antonio Leocadio Guzmán?
—Estaba enfermo. Las fiebres palúdicas me repetían.
No me negué. Mi casa siempre estuvo abierta a quien quisiera venir a ella y
siempre me mostré dispuesto a contribuir en cuanto me fuese posible al
bienestar de los venezolanos, a la paz.
—Pero...
—Guzmán, quien tenía intereses muy distintos,
construyó con la presunta entrevista una excusa para crear confusión y soliviantar
desprevenidos. Su verdadera intención era forzarme a que apoyara su
candidatura, pero más como un chantaje que como un entendimiento. Los ánimos
estaban bastante caldeados.
—¿Por la
recluta?
—Por leguyerismos de la mayoría liberal del Concejo
Municipal de Caracas y el poco tino del ministro del Interior Francisco Cobos
Fuertes. Para colmo, cuando el Ayuntamiento pasa a manos de gente no liberal,
Antonio Leocadio Guzmán es borrado de la lista de electores por tener deudas
con un tribunal. Acción que protestan los liberales, argumentando que la
aceptación o no de candidatos no era su incumbencia sino del colegio electoral.
Guzmán, quien ya había lanzado su candidatura a la presidencia, se hace eco de
los rumores infundados de que yo estaría sopesando la posibilidad de competir y
encuentra en el ofrecimiento del general Santiago Mariño, de servir como
intermediario para una entrevista conmigo, otra manera de alterar más los
ánimos.
—Era una
entrevista de entendimiento...
—En la teoría, no en los procedimientos. Era un
pretexto para coordinar el levantamiento. Liberales de menor jerarquía habían
estado en contacto en el interior con grupos de bandoleros. Guzmán salió de
Caracas rumbo al encuentro acompañado de un nutrido séquito armado de trabucos,
enarbolando banderolas amarillas y gritando «Abajo la oligarquía», que se fue
incrementando por el camino. En La Victoria, Guzmán no aceptó llegar hasta mi
casa en Maracay para conversar. Mientras tanto, en la madrugada del 2 de
septiembre, se alzaba Francisco Rangel a nombre del candidato liberal. Sus
hombres, después de saquear varias casas en Güigüe, se dirigieron a la hacienda
de Angel Quintero en Yuma, asesinaron al mayordomo, golpearon al suegro de
Quintero y amenazaron con matar a su esposa e hijos si no daban vivas a Guzmán.
Antes de incendiar la casa, la saquearon y se llevaron las bestias. El indio
Rangel era un beodo desalmado que iba dejando tragedia y sangre por donde
pasaba. Cuando quienes acompañaban a Guzmán se enteraron de estas tropelías,
corrieron a incorporarse a la sublevación. Ezequiel Zamora va a los llanos de
Cura, Larrazábal huye al extranjero y el Calvareño, Rafael Flores, a los valles
del Tuy. La situación del país no podía ser más peligrosa. Se corrió la voz de
que bajo la presidencia de Guzmán se repartirían los bienes y las tierras de
los ricos entre los pobres, que se libertarían los esclavos, se regalaría el
dinero del Banco y se acabarían los impuestos nacionales y municipales. Muchos
incautos se figuraron que esos derechos debían conquistarse sin dilación
alguna. Deseoso siempre de prestar mis servicios a la patria, acepté el
nombramiento de general en jefe del ejército y, a pesar del mal estado de mi
salud, reuní a mis peones y salí en persecución de los malhechores. En
Magdaleno, casi me matan de un trabucazo que me dispararon a boca de jarro
desde una ventana.
—¿Y Guzmán?
—Regresó a Caracas. Fue detenido en Antímano, pero
luego de escuchadas sus explicaciones lo dejaron ir. Decía que sus intenciones
era formar ciudadanos, no soldados, pero como después se ocultó, hizo pública
su culpabilidad en los acontecimientos. Fue decretado su encarcelamiento. El
periodista Juan Vicente González, jefe político del cantón, encontró a Guzmán
escondido detrás de un fogón de la casa de unos amigos. Acobardado, suplicó a
sus captores que no lo mataran. Fue detenido y sometido a juicio, pero no se le
impidió participar como candidato en las elecciones presidenciales. Llegó de
tercero.
Bajo una pertinaz llovizna salimos de Choroní. Yo
iba en la grupa de la mula para sostenerla. Apenas sentía su respiración y su
cuerpo; aunque envuelto en todas las frazadas que encontré, seguía entumecido y
tembloroso. Su piel se volvió casi transparente, sus manos se tornaron
azuláceas; su bello pelo, un manojo de hilachas. No se quejó en todo el
trayecto, ni quiso reposar a la vera del camino. Era carne inerte, apenas un
resuello. Derrota
—¿Sopesó
su propia candidatura?
—Cuando se aproximaba el término de la presidencia
del general Soublette, muchos ciudadanos respetables creyeron que lo más
conveniente para el país era que yo ascendiera por tercera vez al gobierno. Por
supuesto, tal deferencia no se debía a que ellos tuvieran en alto mis dotes
gubernamentales sino que apreciaban el conocimiento que yo tenía de muchos
hombres llamados a ejercer sus buenos y malos influjos sobre el país; y mi
capacidad militar para contener alzamientos y rebeliones. Como yo había visto a
mis enemigos alegar el pretexto de mi influencia para apoyar sus miras, quise alejar
sospechas que pudieran servir para alentar nuevos desórdenes. De una manera
clara e irrevocable hice público que no aceptaría la presidencia aunque se me
eligiera por unanimidad de votos.
—Usted
tenía un candidato en la manga...
—Yo no era el gran elector insisto, ni aproveché mi
presunta influencia para promover ningún nombre. Más bien guardé la mayor
reserva. Era lo que convenía al país y a mi persona. No recomendé ni excluí
candidatos. La oposición pretendía hacer creer que los actos del gobierno de
Soublette no eran el resultado de sus propias ideas y convicciones sino el de
mis indicaciones y recomendaciones. Si me presentaba promoviendo un candidato
y éste obtenía la mayoría, añadirían que yo continuaba virtualmente en el mando
supremo, como una forma de desacreditar las instituciones. Insisto, de ninguna
manera convengo en responder por hechos ajenos: responda cada uno por los
suyos, sea para recoger lauros o para sufrir vituperios.
—¿Niega
que apoyó a Monagas?
—Varios amigos del general José Tadeo Monagas me
solicitaron que lo apoyara para candidato presidencial. Les contesté «que me
sería muy satisfactorio ver a aquel jefe sirviendo a su patria a la cabeza del
gobierno».
—¿Una
salida diplomática nada más?
—Yo quise aprovechar la feliz ocasión para
manifestarle deferencia y amortiguar una ojeriza cuya causa nunca he podido
averiguar, pues jamás le hice mal alguno y siempre lo traté con mucha
generosidad. Si bien Monagas en más de una ocasión se había manifestado enemigo
del partido que llamaban oligarca, era de esperarse que al ocupar la
Presidencia de la república se mostrara consecuente con su carácter personal.
Sus servicios prestados a la causa del orden lo hacían merecedor de una
recompensa que debía colmar su ambición, si la tenía, y reconciliarlo para
siempre con los hombres que lucharon con los mismos inconvenientes que él
habría de encontrar.
—Su amigo
Quintero dio una versión muy distinta...
—No promoví la candidatura de Monagas.
—La carta
reservada que le envió Soublette a Monagas...
—Fue, como claramente lo expresó, algo muy personal.
—La
respuesta de Monagas indica que había un acuerdo y que estaba poniendo
condiciones: «Yo nunca admitiría una Presidencia en que me viera obligado a
proceder al beneplácito de un corto número, desatendiendo los intereses de
todos, que es el deber primordial de un magistrado».
—No. No. No.
—¿Y cómo
justifica la presencia de Ángel Quintero como ministro de Interior y Justicia
de Monagas?
—Quintero tenía su propio proyecto político. Era el
promotor de la candidatura del general Salom, quien sacó 97 votos, diez menos
que Monagas. Si mi palabra era incontestable y si yo en esa ficticia reunión,
narrada por Quintero y repetida de manera insidiosa por el nieto de Miguel
Peña, Francisco González Guinán, hubiera dicho que si el general Salom
resultaba Presidente al otro día tomaría yo el camino del destierro, Salom no
habría obtenido los votos que obtuvo.
—Pero el
Congreso perfeccionó la elección obviando a Antonio Leocadio Guzmán que había
llegado de tercero...
—Guzmán era prisionero de la ley que el mismo firmó
en 1831 y que castigaba con la pena de muerte a los insurrectos. Era necesario
hacer un escarmiento con los conspiradores. El señor Antonio Leocadio Guzmán,
con sus sediciosas prédicas y manejos ocultos, había puesto la República en un
estado de lamentable anarquía.
—¿Por
escribir?
—Había puesto la tea en manos del incendiario.
Ezequiel Zamora, aprehendido y sometido a juicio, confesó que los artículos
insertos en los periódicos que salían de la imprenta de Guzmán lo habían
excitado a armas contra el gobierno, que creía a sus redactores individuos de
bastante ilustración como para saber lo que publicaban.
—También
dijo que lo quería emular a usted...
—En los procedimientos para obtener recursos, pero
no en los objetivos. Zamora dijo: «Habiendo leído en la Historia de Venezuela
que el general Páez con sólo su valor y asido de la bandera tricolor, había
triunfado de líneas enteras de enemigos de la patria, yo me propuse imitarle
exhortando a mis compañeros con estas mismas expresiones de las cuales creía
sacar los medios necesarios para mi objeto». Zamora fue engañado por el doctor
Manuel María Echeandía, socio de Guzmán, quien le dijo que la justicia debía
buscarse en una revolución, porque las quejas y los clamores eran generales.
—Pero
Zamora...
—Se ha hecho una leyenda, quizás aprovechando la
sonoridad de su nombre y la ventaja de que no dejó nada escrito, Todas sus
ideas son obras de la suposición. El llamado jefe del pueblo soberano, en la
proclama dirigida a Segundo Martínez y Evangelista Cabeza, decía que su causa
era sacar la patria de la salvaje y brutal dominación en que la tenían los
godos oligarcas, por el gobierno faccioso y ladrón de Soublette. Y para ello
iba a utilizar medios no muy civilizados: «Desgraciado del godo que se oponga,
porque allí mismo pagará con su vida la infamia; allí mismo se le cortará la
cabeza para que sirva de escarmiento a los traidores y tiranos».
—Del otro
bando no disparaban rosas. Mientras a Guzmán se le enjuicia para condenarlo a
muerte, los constitucionalistas le mandan a Monagas la cabeza salada del indio
Rangel...
—Por partes. Rangel, desprovisto de todo sentimiento
debido a sus borracheras, iba dejando lágrimas y muertos por donde pasaba. La
descripción que hace Laureano Villanueva es muy sugerente de su personalidad:
«Un indio como de cincuenta años, chato, de manos y pies grandes y gruesos, muy
empulpado, lampiño, de estatura mediana; solía andar desnudo de la cintura para
arriba, y usaba un trabuco enorme que cargaba con cuarenta, cincuenta y aún
sesenta guáimaros». No es la descripción de un angelito. En el caso de Guzmán,
no se trataba de un asesino sino de un instigador al crimen, a la insurrección.
Por medio de sus periódicos había logrado persuadir, especialmente a la parte
más sencilla de los pueblos, que estaba establecida una oligarquía, una
aristocracia, con la que estaba unido el gobierno y formaba una facción
dominante que tenía todo en sus manos y que quería perpetuarse por medios
corrompidos y criminales; que el más imperioso deber de pueblo ultrajado era
derrocarla; que la administración no tenía un origen legítimo y excitaba a la
masa del pueblo, aludiendo claramente los medios de fuerza, a colocarlo a él
en la Presidencia de la República. No había ningún ánimo de venganza y menos
parcialidad de la justicia, pues los tribunales todos estaban formados por
jurisconsultos graduados, algunos de ellos muy eminentes. No creo que nunca, en
verdad, se le quisiera condenar sino darle una buena sacudida. Conociéndolo
como se le conocía, por su carácter intemperante y asustadizo, se consideraba
que se iba a aplacar, como en efecto se aplacó.
—Zamora no
se aplacó.
—La ignorancia es temeraria.
—No es
justo...
—El cuñado de Juan Crisóstomo Falcón, si me permite
repetir lo que ya ha dicho Gil Fortoul, tuvo todas las cualidades, buenas y
malas, de héroe popular: bravura, fanatismo, militancia, constancia indomable,
odio sincero, o como él decía «horror a la oligarquía», lo que no le impidió,
sin embargo, sobrellevar durante diez años el régimen oligárquico de José
Tadeo Monagas, quien lo colmó de ascensos y de puestos importantes. Perseverante
en organizar tropas y en convertir bandas desorganizadas en batallones
homogéneos y fuertes; hábil en sus marchas y maniobras, prudente en preparar el
combate; impetuoso en la lucha, rápido y arrollador en la táctica, era poco lo
que entendía de doctrinas constitucionales, menos aún de filosofía política.
Su credo se resumía en dos términos: Partido Liberal, Federación, sin detenerse
a ahondar y sin reflexionar sobre la significación del sistema federativo, no
obstante su amistad con hombres instruidos; ni en mejorar la situación social
del país. La luz que penetraba en su cerebro era el reflejo remiso de un ideal
democrático entrevisto en alguna que otra lectura de panfletos. Definir el
ideal, ponerlo en contacto con la realidad, hubiese sido un esfuerzo superior a
su carácter impulsivo e impaciente. Nació para la acción; luchó en sus mejores
años por derrocar el predominio de una clase social que juzgaba usurpadora.
Una requisitoria de 1847 lo describía así: «Pelo rubio pazudo y bastante
poblado, color blanco y algo catire, frente pequeña, ojos azules y unidos,
nariz larga perfilada, boca pequeña y algo sumida, labios delgados, barba roja
y escasa, estatura regular, cuerpo delgado, muy junto en los muslos y piernas
manetas; tiene manos largas, descarnadas y cubiertas de vello áspero, los pies
también largos y flacos; es de un andar resuelto y tendrá como treinta años de
edad».
—Era un
defensor del pueblo...
—Cuando son pocos los que saben, los que han tenido
acceso a la educación y a la cultura tienden a considerarse seres superiores,
para quienes todos los privilegios que disfrutan son pocos, y sobre quienes es
casi imposible ejercer algún control. Conforman una cofradía que se protege los
errores y encubre sus delitos contra el bien común. Lo fácil, lo inmediato, es
asaltar el poder y fusilar a esos malos ciudadanos. Pero si las escuelas no han
formado sustitutos y el conocimiento sigue en manos de unos pocos, los nuevos
gobernantes, aunque digan que son los defensores de los humildes y los
propulsores de las mejores doctrinas, al poco tiempo, al ver que no hay quien
los controles, que es fácil engañar a los semejantes, cometen los mismos o
peores delitos que aquellos que desalojaron. Esa ha sido nuestra historia, y
seguirá siendo mientras la educación no ensanche la democracia y seamos menos
los débiles y proclives a ser engañados. No basta con las buenas intenciones.
La soledad llega como un estampido y aturde. Se fue
de madrugada con dos violetas húmedas aprisionadas en su pecho. Caminé despacio
hasta el patio y con rabia increpé al cielo y a la noche. Desecho y apagado,
recé por su alma.
—Usted
compartió el gobierno con Monagas...
—Lo apoyé al principio. Yo era el jefe supremo del
ejército y como un gesto de cordialidad le ofrecí mi casa para que se alojara
cuando llegó a Caracas para encargarse de la Presidencia. A La Viñeta
trajeron la cabeza de Rangel en una jaula, y lo rodearon los adulantes. Pronto
me percaté de que Monagas, pese a nombrar un gabinete ajeno a las consignas del
guzmancismo, volvía por sus fueros autoritarios. Asentado en el poder conmutó
la sentencia de Guzmán por extrañamiento a Curazao y me destituyó como jefe
supremo del ejército.
—El perdón
de Guzmán fue un acto humanitario...
—De acuerdo, pero no su inclinación a los aplausos
del partido que había conmovido la República. Se peleó con su ministerio,
tanto que Angel Quintero renunció. Además removió todos los oficiales de la
milicia y los reemplazó con sus propias criaturas, aunque mucho de ellos
carecían de los requisitos legales; rehusó nombrar gobernadores de provincia a
las personas designadas por la ley y confirió estos empleos a oficiales que lo
habían acompañado en las revoluciones de 1831 y 1835. Además, recogió y se
apoderó de las armas y pertrechos de guerra pertenecientes al Estado y las puso
en manos de sus partidarios; desarmó la milicia activa y llamó al servicio la
reserva, sin la autorización que exigía la ley. Y para colmo, solicitó al
Congreso la creación de una partida secreta por un máximo de 10.000 pesos. Algo
oscuro presagiaba tal comportamiento y los rumores no se dejaron esperar.
—¿Resurgía
el militarismo?
—Yo creo que sea cual sea su profesión, civil o
militar, un presidente debe comportarse como un civil en la magistratura, que
debe actuar de acuerdo a las leyes y no a sus caprichos e intemperancias. Con
los años, Monagas no limó sus asperezas, útiles en los campamentos pero que
llegan a ser un fardo demasiado pesado para los pueblos en la vida civilizada.
Seguía siendo un ser rudo, ignorante, tosco y lleno de ambición personal. José
Tadeo Monagas, tiene dos historias y no se sabe cuál es la verdadera. Para
unos, su vida es un rosario de alevosías y de trucos. Hijo de un jefe de
bandoleros en Macapo, en 1810 capitaneaba una banda de malhechores que encontró
su impunidad en las filas de la revolución y se enfrentó con éxito a las
hordas de Boves y Antoñanzas. En la Guerra a Muerte, la ferocidad era una
virtud y no se prescindió de nada ni de nadie. Para otros, fue bautizado como
Judas Tadeo Monagas y apenas aprendió a leer y a escribir, y medianamente a
sumar y restar. Estando dedicado a las labores de campo, le llegaron los
primeros ecos de la guerra y de las palabras Independencia y Patria. Entonces,
alistó su mejor caballo y empuñó una lanza.
—La pasión
ciega...
—La ceguera fue general. Nos faltó sensatez. Si unos
y otros en lugar de darle rienda suelta a las pasiones, hubiéramos dedicado el
dinero que se gastó en revoluciones en educar y en levantar el nivel del
pueblo, se habría libertado buena parte de esas masas de sus verdaderos
enemigos: el analfabetismo y la miseria. Entre 1840 y 1847, sólo el gobierno
gastó más de cuatro millones de pesos combatiendo revoluciones, con lo cual se
hubiera rescatado más del sesenta por ciento de la deuda externa y habríamos
aliviado recursos necesitados para escuela, maestros y carreteras. Si a esa
cifra sumamos las pérdidas de los particulares, los dineros que no se
invirtieron debido a la inseguridad general y las vidas valiosas que se
perdieron, no hay manera de sentirse orgullosos. Monagas con su mutismo y sus
medidas no iba por camino diferente. Su intención era crear un tercer partido
con los desafectos de uno y otro bando y manejar el país a su antojo, sin
importarle la institucionalidad. Cándidos e ingenuos, y sin contar con el apoyo
de la opinión pública, pues ya se inclinaba a favorecer a los liberales que le
hacían la corte a Monagas, los representantes llamados oligarcas intentaron
enjuiciar al Presidente. Nada extraordinario en un país democrático, pero de
vasta consecuencias para una nación que todavía no aprendía a disfrutar la
libertad.
—Usted
conocía de la conspiración...
—No era una conspiración. Era una salida legítima
para evitar males mayores. Me gustaría decir algo. Como la historia la escriben
los vencedores, y en apariencia han sido los liberales, mis actuaciones han
sido relatadas y enjuiciadas por mis adversarios, quizás ello explica que todo
lo que dejé escrito en mi Autobiografía sea sometido al escarpelo de la
duda, de las presuntas segundas intenciones, y que sea tomado más como verdad
lo que no dije que lo que dije. Admito que es mi versión, pero no por ello
menos verdadera, ni menos válida. Cuando me consultaron sobre la existencia de
un expediente de reclamación de la Casa Mier y Terán contra Monagas por un
asunto de ganado y su utilidad para enjuiciarlo y destituirlo, aconsejé
sensatez. Pero los rumores y los chismes decían una cosa hoy y otra mañana. Las
pasiones exaltadas en el Congreso podían acelerar hechos no deseados. Para que
no se dijera que yo estaba influenciando a los legítimos representantes del
pueblo, decidí ausentarme del país y aprovechar para visitar a unos amigos en
la Nueva Granada, acompañado por Angel Quintero y el general Carlos Soublette.
Salí de Maracay dominado por un sentimiento mixto de pena y esperanzas
burladas, más fácil de concebir que de explicar.
—Tomó el
camino más largo...
—Tampoco tenía que escoger el más corto. Fuimos por
el aquel nos provocó, con la mayor inocencia del mundo. No estábamos esperando
noticias de los acontecimientos de Caracas para sublevarnos.
—Pero dejó
a su familia alojada en la Legación de Francia...
—Le dije que estaba preocupado por lo que pudiera
ocurrir. Cuando se trata de salvaguardar a la familia ninguna medida es poca.
—¿Qué
ocurría en Caracas?
—Enterado Monagas que la acusación contra él
equivalía a una revolución incruenta que lo iba a derrocar, le dio rienda
suelta a todos los sentimientos ocultos que agitaban su ánimo y a todos los
elementos fanáticos de su intuición política. Así, aprovechando el odio
iracundo que la prensa irresponsable había sembrado contra los conservadores, a
quienes se les consideraba como monstruos abominables, cuando la Diputación
Provincial de Caracas leía la acusación contra Monagas y éste quedaba de hecho
suspenso de su empleo, una turba de exaltados y milicianos asaltó la Cámara. A
tiros y puñaladas, entre insultos y bestialidades, se impuso la barbarie. Allí
fueron muertos los representantes José Antonio Salas y Juan García Argote, y
los ciudadanos Julián García y Manuel María Alemán. Santo Michelena quedó
herido de una puñalada que le provocará la muerte y una bayoneta atravesó el
pecho del valiente Guillermo Smith. Los demás se salvaron como pudieron de
aquella muchedumbre salvaje. Monagas confiaba más en el golpe de su espada que
en intuiciones de filosofía política.
—¿También
sus asesores?
—Algunos aconsejaron a Monagas que saliera de
inmediato a buscarme en los llanos, donde me podría sublevar a nombre de la
legalidad, pero Diego Bautista Urbaneja, más sensato, aconsejó que volviera a
reunir el Congreso para que en apariencia se reanudara la constitucionalidad.
Monagas procedió a hacerlo. Esa misma noche del 24 de enero de 1848, cuando sus
adulantes le recordaban las frases de Carujo, me escribió atribuyendo aquel
horroroso hecho al pueblo enardecido y pidiéndome consejos con el mayor
desparpajo.
—¿Por qué
perdió la paciencia y se alzó?
—¿Cuál debía ser mi actitud? No podía permanecer
impasible cuando veía conculcados los derechos del pueblo y en peligro las
instituciones que siempre fueron objeto de mi veneración y respeto. Quien
había contribuido a que Monagas fuese elevado a la presidencia tenía cierta
responsabilidad en sus actos, y la indiferencia en aquellas circunstancias
hubiera sido, más que la aprobación del crimen, indiscutible connivencia.
—Se
contradice, hace rato dijo que no apoyó la candidatura de Monagas ni la de
nadie...
—Dije que no había impuesto su nombre. El atentado
me llenó de horror y no vacilé en adoptar la conducta que imperiosamente me
señalaba el deber. Seguido de un puñado de hombres, me trasladé al Rastro.
—¿A
revivir proezas y hazañas?
—A lamentar, por primera vez, haber nacido en una
tierra donde a nombre de la libertad se cometían abominables atrocidades, donde
el gobierno había cometido tan bárbaro e inmoral irrespeto a la soberanía de la
nación. Yo no podía contribuir a que se afirmara el imperio del terrorismo. No,
mil veces no. No. Debía perecer antes que presenciar la muerte ignominiosa de
la República. Estaba roto el pacto fundamental.
—¿Que le
contestó a Monagas?
—Aunque sabía que no iba a atender mis indicaciones,
le propuse que para restablecer la vida institucional conviniera a someterse a
juicio por sus actos contrarios a la Constitución; que retirara todas las
fuerzas de la capital; y que ayudara al Congreso a trasladarse a un lugar donde
pudiera deliberar en calma. De lo contrario nadie podría evitar la guerra.
—Ni su
fracaso.
—No me percaté del profundo cambio que se había
verificado en el país. No me siguió la población ni me respondieron los amigos.
Las deserciones entre mis hombres eran espantosas. En cambio, el gobierno
levantó sin esfuerzo un ejército formidable. No exageró quien escribió que
Mariño, Castelli, Silva, Bruzual, Carabaño, Briceño, Carmona y Acevedo no
tuvieron necesidad de combatir, que todo el tiempo se les iba en recibir los
grupos que me abandonaban. Como no pudimos recoger el triunfo de Los Araguatos
por nuestra propia confusión, el encuentro se trocó en derrota militar y
política. El Congreso, institución en cuya defensa había salido a ofrendar mi
vida si era necesario, publicó un oficio donde me llamaba faccioso y felicitaba
al gobierno por haber cimentado los principios y las instituciones. Al propio
tiempo, los defensores del 24 de enero urdieron cuantas mentiras puede inventar
el odio y concebir la maldad para desacreditarme, y tales improperios eran
repetidos por hombres que habían participado en todas las revueltas contra la
constitucionalidad, y a quienes yo les había perdonado la vida. No bastando las
injurias ni las odiosas calificaciones, se acudió a una calumnia encaminada a
seducir la ignorancia de las masas. Se me atribuyó el proyecto de querer
revivir a Colombia bajo la forma monárquica y se repitió como una verdad que
mis tropas me habían aclamado rey. Después los periódicos me ridiculizaron
llamándome el Rey de los Araguatos.
—¿Por qué
no retrocedió para después volver a cargar?
—No me percaté de que había perdido las batalla de
la opinión pública, que el país quería un cambio, que deseaba ver si era verdad
todo lo que pregonaban los liberales sobre tierras y libertad. Me quedé solo.
Tenía la razón pero se percibía lo contrario. La institucionalidad, aunque
fuese un mamotreto, estaba en manos de Monagas, quien supo aprovechar la
coyuntura para su beneficio personal. Aquejado por problemas de salud, escaso
de recursos y sin apoyo significativo de mis copartidarios, después de haber
fracasado en el intento de llegar hasta Maracaibo, instalé en Curazao el centro
de operaciones. En la misma tierra donde estaba extrañado Antonio Leocadio
Guzmán, quien empezó a recibir un sueldo de Monagas por sus informes sobre mis
actividades. En junio de 1848, Antonio Leocadio Guzmán, fue nombrado agente
confidencial en las Antillas, con el encargo de solicitar elementos de guerra
y dar cuenta de los pasos revolucionarios. En octubre, ingresó al gabinete
como Secretario de Interior y Justicia, después asumió la Vicepresidencia. En
1849, trece provincias de las quince que formaban la República me invitaron a
desembarcar en Venezuela para que dirigiera las operaciones del plan de
restauración. Teníamos el vapor Scourge, comprado por José Hermenegildo
García a Vespassiano Ellis en 50.000 pesos, que se pagarían a plazos, y se
enviaron armas y elementos de boca y de guerra. En teoría, el partido constitucional,
contaba el apoyo de muchas personalidades importante y tenía profundas raíces
en toda Venezuela. Habiéndome ofrecido recursos y hombres, accedí. Ilusiones.
Ni armas, ni hombres ni recursos. Nada. Tuve que proponer la capitulación.
—Se
rindió.
—Luego que se me dieron seguridades personales,
entregué las armas y marché a Valencia, donde fuimos enterados de que el
gobierno desconocía la capitulación. A los jefes y oficiales nos quitaron las
espadas y a los soldados los distribuyeron en las haciendas como peones o lo
incorporaron a las tropas de Monagas. Bruzual describió con su ironía la
entrada de los derrotados a Valencia. Había un ambiente de fiesta y de
detonación de fuegos artificiales por nuestra captura. Decía que era la
celebración del triunfo de las armas de la república sobre el faccioso que
pretendía esclavizarla. Me describió de esta manera: «Venía en un caballo
castaño, traía un sombrero de hule amarillo y cubierto el cuerpo con una cobija
azul. A su la lado venían el fanfarrón Quintero, el pirata Celis, el vándalo
Domingo Hernández, el cruel Cordero, el maula de Hernáiz y los demás miembros
de la avergonzada cortezuela del pobre hombre que quería reconquistar el poder
de tiranizarnos». El gobernador de Carabobo nos hizo pasar bajo horcas caudinas
y nos puso a cargar pesados grillos en el calabozo donde nos encerró mientras
esperaba instrucciones del gobierno. Después se nos trasladó a Caracas
escoltados por la columna de Ezequiel Zamora, compuesta de hombres mal
intencionados. En el trayecto congregaron gente para que gritara «Muera Páez».
Zamora a nombre del pueblo soberano mandaba sus reclutas a que
repitieran aquel grito. Pese a que me hallaba enfermo, me resigné al insulto y
al maltrato que se me dio en las cárceles, entre los más insignes criminales.
—¿Por qué
Monagas no fue más gallardo con el vencido?
—Por miedo. Cuando yo venía preso por el camino de
La Victoria, Monagas tuvo una conferencia con Diego Bautista Urbaneja y Diego
Caballero y les solicitó opiniones sobre la conducta que debía observar a mi
llegada a Caracas. Caballero le sugirió que saliera a mi encuentro en su
caballo, me pusiera en libertad y me diera alojamiento en su casa. Monagas le
contestó que la idea era muy generosa, «pero temo que si llevo a mi casa al
general Páez, llevará a cabo la revolución hasta conmigo mismo». Despreció
Monagas un consejo dictado para arruinarme para siempre. Me metió en la cárcel,
donde recibí de mis compatriotas las más desinteresadas pruebas de afecto.
Acudían en tropel a visitarme. Las mujeres se mostraban ansiosas de verme un
momento por la ventana de mi calabozo.
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