VENEZUELA: IDENTIDAD Y RUPTURA
Angel Bernardo Viso, 1983
La crisis
Si analizamos de nuevo nuestra
conciencia a propósito del proceso que llevó (o más bien nos trajo) a la
Independencia de España, nos daremos cuenta de que ese proceso nunca ha sido
cuestionado, pues forma parte de una verdad transmitida a nosotros con carácter
sagrado, no menos categórico que el atribuido por la doctrina cristiana al
Nuevo y al Antiguo Testamento. Con una diferencia, por cierto muy importante
para quienes tenemos corrosivas tendencias heréticas: mientras los dogmas
cristianos están limitados en su formulación y en su número, los guardianes del
templo republicano mantienen intacta su ciudadela y ésta pretende regir todos
los aspectos de nuestra vida. Por cierto, ese carácter sagrado de su sistema
contrasta con la libertad que se tomaba el inca Garcilaso desde su monasterio
cordobés para dejar constancia del injusto proceder de muchos conquistadores; e
igualmente contrasta con el universo crítico de los teólogos españoles, que
todo lo cuestionaron a propósito de la Colonización y de la Conquista.
No es nuestra intención asediar
esa ciudadela, sino situarla en relación con nuestra vida, tratar de comprender
por qué las verdades republicanas tienen un carácter militante y guerrero, un
espíritu de cruzada. Por eso interesa antes de nada indagar en la memoria cómo
se nos presenta la Independencia.
Si al comienzo decíamos que el
hecho inicial de nuestra historia era la tierra precolombina y su raza
desconocida, la Independencia indudablemente es el hecho central de esa misma
historia, no sólo porque todas las instituciones venezolanas están referidas a
ella, sino porque, a los ojos de nuestros políticos y escritores,
valorativamente todo palidece en comparación suya.
Que la Independencia sólo
hubiera tenido sentido inicialmente para un cierto grupo social fue, no
obstante, señalado en tiempo oportuno y por voces autorizadas. El propio
Miranda, ya preso, calificaba la contienda de guerra civil. Sarmiento nos decía
que en Argentina la revolución sólo había sido interesante e inteligible para
las ciudades, mientras permanecía extraña y sin prestigio para los campos. Por
su parte, Laureano Vallenilla Lanz hizo una demostración definitiva del
carácter civil de la guerra, lo cual, como bien expresó dicho autor, en nada
disminuye el mérito de los libertadores.
Las circunstancias anotadas, sin
embargo, en modo alguno entran en el culto de la "iglesia"
republicana, cuyo enfoque de aquel dramático proceso pretende es negar en la
práctica las escisiones surgidas en nuestro propio seno, creando la imagen
de un país ya existente y unido que alcanza mayoría de edad en una lucha
coherente y racional contra un poder extranjero, tal como Grecia hubo de luchar
para independizarse de Turquía, o Italia de Austria, o como, siglos antes, los
rusos habían logrado liberarse de la Horda de Oro.
Dentro de ese enfoque, en primer
término la Independencia es un movimiento de liberación contra la Opresión y la
tiranía (las "cadenas" y el "yugo" del himno nacional) en
el cual se quiere unir a todas las clases (el señor con el pobre que pide libertad
desde su choza, en la letra del mismo himno) con un vínculo fraternal.
La Independencia aparece luego
como una gesta heroica cumplida durante un tiempo prolongado por un grupo de
hombres excepcionales, con caracteres parecidos a los de los semidioses de la
antigüedad clásica, pues su conducta se proclama ejemplar y sus despojos
mortales reposan en un panteón ("templo
de todos los dioses").
En tercer lugar, la
Independencia es una escuela para el porvenir ("seguid el ejemplo que
Caracas dio" finaliza diciendo la letra del himno), en la cual el hombre
al fin liberado predica la virtud y los consejos llenos de sabiduría de los
libertadores.
Finalmente, la Independencia se
nos propone como la fundación misma de la patria, siendo los libertadores
justamente nuestros padres. Y junto con la patria, tiene su fundación nuestro
propio ser, puesto que a partir de ese momento la identidad venezolana cambia
radicalmente.
Así, la creación de Venezuela el
8 de septiembre de 1777, fecha en la cual la Corona sometió nuestras ciudades y
territorios a una sola autoridad, hecho que nos recuerda Mario Briceño Iragorry
pasa desapercibido para la mayoría, pues el pasado anterior al 19 de abril de
1810 sólo es considerado importante en la medida en la cual sea una preparación
directa de lo ocurrido durante la Independencia, especialmente si se refiere a
los caciques, considerados lejanos precursores. El resto de ese pasado pierde
valor en sí mismo y palidece.
En cuanto al porvenir, el tiempo
se encuentra detenido, ya que sólo consiste en ser fieles a los principios de
la Independencia, como si hubiéramos perdido para siempre toda capacidad
creadora. De manera tal que, si nos abandonamos, alguien resucita el espectro
de los héroes y nos sobresalta, prometiéndonos una segunda Independencia.
Al considerar la Independencia
como liberación de un yugo, aunque nuestro ardor patriótico pueda tener
temperaturas muy elevadas, debemos hacer un esfuerzo mental muy grande para
comprender la situación en la cual se hallaban los autores del movimiento
independentista en Venezuela. En ningún otro país de América se pintó el pasado
con colores más negros; y aunque entendemos la necesidad de hacerlo así si se
pretendía reaccionar contra España, no es menos cierto que nuestra medida
desbordó todo sentido de las proporciones, hasta el punto de oscurecer la
visión de nuestra historia.
España, todos lo sabemos, vivía
en aquel momento una de las circunstancias más trágicas de su accidentada
historia, pues la abdicación de Bayona no fue sino una de las traiciones más
grandes que ha habido jamás: el traicionado era todo el pueblo español y los
traidores eran precisamente sus soberanos. Y la guerra popular española contra
los franceses, también lo sabemos, fue una de las más atroces de la historia.
Basta evocar, si hubiera dadas al respecto, "Los Desastres de la
Guerra" del aragonés genial.
Ese estado de cosas era
favorable para despertar un eco patriótico en los españoles de América, y de
hecho así ocurrió. Sin embargo, debemos recordar que había un importante sector
afrancesado en la sociedad española, para el cual los principios
revolucionarios contaban más que su propia tradición. Y ese sector, que pudo
ser calificado de traidor, es el antecesor directo del liberalismo español del
siglo XIX, y de la República en el presente siglo.
En Venezuela, bien lo sabemos,
el afrancesamiento alcanzó a esos espíritus inquietos que pronto se
convertirían en nuestros libertadores Y ese hecho y otras razones a las cuales
luego nos referiremos, llevaron a convertir en movimiento independentista lo
que al inicio pretendía ser una manifestación de apoyo al legitimo soberano, el
indigno Fernando VII.
Aunque lo sabemos hasta la
saciedad, consideramos indispensable recordarlo porque sin duda en ese momento
de oscilación en él alma de los criollos, entre mantener su lealtad a la corona
o hacer camino aparte, si les hubiéramos preguntado por aquel pasado que hoy no
cuenta para nosotros, hubieran seguramente respondido algo muy distinto de lo
que luego pasaría a integrar la verdad oficial de la Venezuela independiente.
Esos hombres, a quienes hemos
enterrado en el panteón de los héroes, tenían obviamente un pasado del cual,
hasta ese momento, se habían sentido solidarios. Su pasado pudo ser bueno o
malo (o probablemente ambas cosas a la vez), no importa; en cambio lo
importante es señalar que a los ojos de la tradición republicana viva en
nosotros, ellos nacen en cierto modo de sí mismos, como verdaderos seres
sobrenaturales (como Manco Capac, enviado por el sol) y se levantan tantos
codos por encima de sus antepasados que no podemos ver a éstos, ni queremos
verlos, por la marcada desvalorización del pasado impuesta cuando triunfaron
los partidarios de separarnos de España.
El triunfo de los patriotas no
se alcanzó sino después de una contienda larga y sangrienta, en la cual ambos
bandos no sólo recurrieron a las armas, sino a una lucha que sacudió las
fuerzas sociales. Y ante los furiosos ataques de los partidarios de la unión
con España, los republicanos, con una ferocidad no menos típicamente española,
optaron por renegar de su propio pasado. Actitud en la cual convergían, a la
vez los requerimientos dialécticos de la lucha, una ideología sinceramente
impregnada del iluminismo francés, el interés de granjearse el apoyo de los
ingleses y, sobre todo, la necesidad indispensable de solicitar la ayuda de las
clases populares para que los sostuvieran en sus combates contra los realistas.
Pero, más allá de las causas de
la Independencia estudiadas por la historia objetiva, suelen quedar en la
sombra las fuerzas que trabajaban soterradamente el alma de los criollos. Es
muy significativo que Miranda, en su hora decisiva nos recuerde con palabras
fácilmente achacables a Lope de Aguirre, Gonzalo Pizarro o Francisco de
Carvajal, lo poco que hicieron los soberanos españoles para merecer sus
dominios americanos, ganados por los esfuerzos de los conquistadores. Más
significativo aún, que el propio Bolívar alegue que los reyes españoles habían
roto el pacto celebrado con los descubridores, pobladores y conquistadores, al
no haber permitido a sus descendientes conservar las manos libres en los
asuntos domésticos de América.
De esa manera, se asoma de nuevo
el tema del resentimiento, esbozado en páginas anteriores. Ya Mariano Picón
Salas había escrito que más de un aspecto de nuestra historia se aclaraba al
recurrir a las teorías de Max Scheler. El bueno de don Mariano pensaba en
Miranda y en Antonio Leocadio Guzmán, pero se quedaba corto, pues a la luz de
esa lectura lo que está en juego es todo el proceso emancipador y no ciertas
figuras, por importantes que sean. En efecto, sólo ese proceso de autointoxicación psíquica contribuye a
explicar la posible envidia de muchos criollos en relación con el ser y existir
de los peninsulares; esa envidia que acaso les hacía repetir en su interior la
frase escrita por el filósofo germano: "Puedo perdonártelo todo, menos que
seas y seas el ser que eres, menos que no sea lo que tú eres, que yo no sea
tú". Ese antes llamado fuego larvado puede hacer inteligible la súbita
explosión de odio contra lo español ocurrida durante nuestra revolución;
mientras inexplicablemente, en ningún otro país de América, como antes dijimos,
esa explosión tuvo los caracteres de prolongada violencia caracterizadores de
la revolución venezolana. En principio, esa explicación debería ser dada por
los sociólogos, a menos que pueda ser lograda por los historiadores, pues no
deja de impresionarnos que en Argentina, donde la revolución de Buenos Aires no
estuvo en ningún momento en peligro, haya habido una cierta tolerancia hacia
los españoles mientras en Venezuela la situación fue justamente la contraria,
la de una gran inestabilidad de la República y una enorme intolerancia
recíproca entre patriotas y realistas. Así, el éxito obtenido entre nosotros
por la España de la Colonia, al conquistar el alma de los pardos, parece haber
contribuido a exasperar a nuestros patriotas, hasta el punto de llevarlos a
condenar lo español con una vehemencia que a la larga sólo ha obrado contra sus
descendientes.
Toynbee nos cuenta cómo los
revolucionarios franceses, en su necesidad de combatir la aristocracia,
recurrieron, como arma de guerra, al alegato de que esa aristocracia había
tenido un origen germánico, mientras ellos, de origen burgués, representaban en
su pureza al pueblo galorromano, de cultura superior a la de sus bárbaros
invasores. Y nos cuenta también cómo uno de los nobles aludidos, el Conde de
Gobineau, recogió el guante lanzado y, tomándolo al pie de la letra, demostró
la superioridad de los germanos y se convirtió así en el primer expositor de la
teoría que luego tendría menos inocentes adeptos.
Por desgracia, los patriotas no
tenían a su alcance la dura lección de la historia; y si la hubieran tenido
tampoco la habrían aprovechado, ya que en las situaciones revolucionarias no
predomina la razón. Así, las admoniciones del Regente Heredia a la Junta de
Caracas, fundadas en su intuición certera y en la experiencia de Haití, fueron
desatendidas por los patriotas de la Primera República; éstos no podían entender
que el desafío lanzado a los españoles corría el riesgo de ser recogido por los
pardos y utilizado contra los mismos criollos, pues no era muy difícil que, con
el correr del tiempo, los pardos descubrieran la identidad de intereses entre
los criollos y sus ascendientes, los conquistadores culpables.
En el accidentado curso de
aquella guerra, también los realistas utilizaron a las clases populares con
eficacia, y la historia de las hazañas de Boves así lo demuestra. Sin embargo,
a la larga, los republicanos resultaron mejores propagandistas, porque
probablemente tocaron resortes más secretos del alma popular. En esa guerra
psicológica, los realistas no tuvieron verdadero genio y los republicanos sí lo
tuvieron. Y fue justamente en el terreno de la psiquis y no en el campo militar
donde se ganó la guerra a favor de la República, por muy gloriosas que hayan
sido aquellas batallas. El resultado fuera otro si las almas de los soldados
republicanos (muchos de los cuales habían sido realistas en un comienzo) no
hubieran sido ganadas de antemano y si las almas de los realistas no hubieran
sido convencidas de estar luchando por una causa perdida.
El verdadero genio de aquella
guerra fue precisamente Bolívar, quien en el terreno militar hizo grandes
hazañas, cantadas, más que narradas por nuestros historiadores, poco atentos a
otros aspectos de su talento. Después de todo el aspecto militar de la guerra
pudo ser confiado oportunamente por Bolívar a sus lugartenientes, y éstos
supieron cumplir sus tareas en forma admirable, pero en cambio el Libertador no
encontró émulos en otros aspectos de su actividad. Por ejemplo desde el punto
de vista de la psicología de la guerra, su aporte fue insustituible y muy
superior al de cualquier otro republicano dentro y fuera del ámbito geográfico
en el cual le tocó actuar. Y ello fue así porque comprendió, antes y mejor que
nadie, el secreto del éxito de su causa: tomar una actitud de ruptura radical
con el pasado.
Por eso, el llamado Decreto de
Guerra a Muerte, tan defendido por unos y criticado por otros (aunque
pudorosamente, pues lo que atañe a Bolívar es materia no opinable, como dirían los teólogos a propósito de las verdades
fundamentales de la fe), debe considerarse, desde un punto de vista de realismo
político, una obra maestra de psicología guerrera, sin que valga la pena
detenerse a examinar en esta instancia los aspectos morales del problema, ya
analizados de una manera favorable o desfavorable, según la inclinación natural
de los autores.
Debemos, sí, aclarar que somos conscientes
de que la responsabilidad del famoso Decreto, sea cual fuere el juicio que nos
merezca, no corresponde sólo a Bolívar, pues éste al promulgarlo tomó en cuenta
una opinión generalizada en un numeroso grupo de patriotas, cayo más siniestro
exponente fue Antonio Nicolás Briceño, quien clamaba venganza contra las
represalias de Monteverde y quien más de una vez habló de exterminar la
"maldita raza de los españoles".
Sin embargo, siendo fruto de un
estado de ánimo colectivo, el Decreto de Guerra a Muerte, en su formulación
concreta, es solo la obra del genio bolivariano, que se propuso, como dice
Rufino Blanco Fombona siguiendo a Schryver, ahondar el abismo que separaba
americanos de españoles, lo cual logró de manera magistral, aunque ahora
podamos deplorar sus consecuencias. Si bien el período conocido como de la
Guerra a Muerte terminó pocos años después con la llamada Regularización de la
Guerra, la fórmula escogida por Bolívar es la condensación perfecta de un
pensamiento suyo reiterado y desborda por completo el estrecho marco histórico
en la cual suele ser estudiada para convertirse en una de la fases capitales de
nuestro proceso emancipador.
En efecto, el llamado a la
colaboración activa hecho a españoles
y canarios para salvarse de la condena a muerte parte de dos supuestos,
convertidos con el tiempo en dos postulados de nuestra vida republicana.
El primer supuesto: los
españoles y canarios son culpables antes
del llamado de Bolívar. Desde luego, alguien podría pretender que esa
culpabilidad estaba limitada a la actitud tomada en la guerra, pero la brevedad
de la fórmula no permite esa interpretación atenuada, ni se corresponde con el
pensamiento de Bolívar de que habíamos padecido trescientos años de feroz
tiranía. Lo que se considera culpable es un ser en su esencia, en su
españolidad, tal como un cristiano cree en la falta cometida en el paraíso y en
su propia solidaridad con esa falta.
En otras palabras: así como un
cristiano nace pecador, para el autor del Decreto un español nace políticamente
culpable. Las connotaciones de esa premisa así establecida son terribles. En
efecto, aunque hubiera sido posible la redención de ese pasado (si los
españoles hubieran obrado activamente...)
éste último es en si mismo malo en sus distintas fases de Descubrimiento,
Colonia y Conquista, pues la redención consiste justamente en renegar de ese
pasado y combatirlo ("...Por el contrario, se concede un indulto general y
absoluto a los que pasen a nuestro ejército"), ya que aún la indiferencia
merece la muerte. Por eso antes hemos hablado de ruptura y de amnesia.
Por cierto, esa fórmula de
Bolívar recuerda las utilizadas por Saint Just. En el debate sobre el destino
de Luis XVI en el seno de la Convención, de conformidad con las cuales su
pensamiento podría resumirse así: "El es rey, luego es culpable".
Fórmulas igualmente magistrales, utilizadas por alguien que tampoco quería
matizar su condena al pasado.
El segundo supuesto, no menos
importante que el primero y que le complementa: los americanos son inocentes aunque se comporten de manera culpable ("...Y
vosotros Americanos, que el error o la perfidia os ha extraviado... Sabed que
vuestros hermanos os perdonan y lamentan sinceramente vuestros descarríos, con
la íntima persuasión de que vosotros no podéis ser culpables") ante la
guerra que se desenvolvía, pues aun en ese caso se les promete la vida.
Como toda la maldad venia de
España, desde el inicio de la historia, los indios y luego los negros no
hicieron sino padecer injusticias. De
la culpa de los españoles nace la inocencia de aquellos y de los pardos que, a
pesar de una conducta objetivamente culpable, sirve para absolver a quien
incurre en ella. Esa absolución, por cierto, ha tenido una influencia negativa
en nuestra vida y continuará teniéndola hasta que podamos a nuestra vez
liberarnos de ese perdón tan generoso y extensivo
La fórmula utilizada nos permite
ser indiferentes, no participar en la elaboración de nuestro propio destino,
aceptar que éste último nos sea impuesto por otros, tal como en efecto ha ocurrido.
Y aún no hemos despertado de ese hechizo. Pero, más grave aún nos tolera hasta
el crimen, pues ser americanos es suficiente para redimirnos, ya que nuestra
esencia, esa americanidad, es asimismo garantía de inocencia.
La fórmula del perdón incluye,
finalmente, un elemento capital, aunque no sea nuevo en el lenguaje de los
patriotas, y es la utilización de la palabra americanos, en la cual están incluidos los blancos criollos al lado
de los otros elementos étnicos de la Colonia. Esta inclusión consuma la ruptura
y tiene consecuencias de extrema importancia. La más importante de todas
consiste en que ese blanco criollo, descendiente directo de aquellos españoles
que habían creado ese injusto orden
de cosas, se absolvía a sí mismo por boca de Bolívar de toda culpa pasada, aún
con una conducta opuesta a la causa de la República durante la guerra, mientras
toda la culpabilidad se arrojaba a su primo el peninsular, quien parecería
tener menos responsabilidad directa en la creación y disfrute del estado social
reprobado.
Esa probable injusticia en el
terreno de la ética tiene, no obstante, en el campo de la psicología de la
guerra, una lógica plena, pues lo que se propone al blanco criollo es nada
menos romper mental y afectivamente los lazos de su herencia. Hubiera sido
chocante, aún en aquellos tiempos turbios, decirle a alguien que recogiera la
herencia de sus padres, pero al mismo tiempo entrara en el grupo de los
privilegiados que eran absueltos, aunque no hiciera nada para merecérselo.
El mensaje de Bolívar, en
cambio, es mucho más sutil y dice algo así como: "Al nacer en América,
aunque seas hijo de españoles, has adquirido la condición virginal de
americano, e iguales condiciones a las de las otras razas que habitan esta
tierra. Ese español que condeno no ha perdido aún la culpabilidad propia de su
origen". La consecuencia del mensaje es igualmente clara: el blanco
criollo debe en lo adelante ver (o declarar que ve) a sus ascendientes como
algo ajeno. Está constreñido a la ruptura con tanta más fuerza cuanto que, para
pertenecer al paraíso, al grupo de los que están libres de falta, basta no
hacer nada. Esa promesa debió ser tentadora, especialmente para quienes,
habiendo tenido algún comportamiento culpable, gozaron de la magnanimidad del
genio.
La inclusión de los blancos
criollos al lado de indios, negros y pardos tuvo muy a la larga otra
consecuencia de gran importancia en el campo cultural, pues, al condenarse el
pasado, y al perderse o atenuarse grandemente la vinculación con él, la condena
que sólo pretendía ser social y política, se extendió por contaminación natural
a otros campos y así, faltos de trato con la cultura de origen, vinimos a caer
en un raquitismo espiritual que ha dado ese tono característico de pobreza a
nuestra vida.
Por eso, y por las otras
consecuencias negativas de esa ruptura radical con el pasado, no podemos dejar
de transcribir el siguiente párrafo de Juan Vicente González que en gran medida
aprobamos: “EI hecho es que el General Miranda trajo de Francia la chispa
revolucionaria, que inoculada en la Junta Patriótica, prendió rápidamente en el
cuerpo social. Bolívar la recogió en su corazón, la amó como la virtud, porque
nada se parece tanto a ésta como un gran crimen; creyendo imposible la
independencia si no cambiaba radicalmente los hábitos, las costumbres y los
hombres, y hasta el principio de autoridad, y hasta las bases conservadoras de
las naciones, se precipitó sobre todo con la rabia de una tempestad. Era el
amor de la patria agriado en el fondo de su alma, extraviado por la pasión.
Vendrán sus consecuencias, que querrá detener vanamente, y que le arrastrarán a
la tumba”.
Hemos dicho que la Independencia
se nos presentaba con los caracteres de una gesta heroica y que sus actores
eran considerados semidioses. No creemos exagerar al decirlo, pues basta
recorrer nuestras ciudades, pueblos y aldeas, para comprender que los nombres
de esos héroes sirven para bautizar sus avenidas, calles y callejuelas, así
como para designar los municipios, los distritos y aun las ciudades y los estados.
Vivimos saturados de esa gesta y sus héroes tienen para nosotros una presencia
mucho más obsesiva que la de los personajes de la Ilíada y de la Odisea para
los griegos del siglo v antes de Cristo.
Detrás de ellos, en un discreto
segundo lugar, existe el universo de los caciques, cuyos huesos, para su
ventura o desventura (pues no estamos seguros de que hubiera tenido sentido
colocarlos al lado de los herederos de sus conquistadores) no han podido ser
encontrados para ser enterrados en el panteón de los héroes. Los otros
libertadores de América, gracias a su parentesco con nuestros héroes, también
sirven para bautizar algunas avenidas y plazas carentes de nombre y disponibles
para la gloria, aunque siempre ocupan un modesto tercer lugar.
Esa presencia en la calle de los
nombres de los héroes es pálida en comparación con la que tienen en los bancos
escolares, en los cuales una historia patria hinchada y presuntuosa oscurece no
sólo la historia de España, lo cual es natural, sino la historia universal, así
como el estudio de nuestra literatura nacional y de algo de literatura
americana opaca totalmente el análisis de las grandes obras de la literatura
universal, hasta producir en los
alumnos la impresión de que cualquiera de nuestros escritores conocidos tuvo
talento igual a Cervantes o Shakespeare. El motivo de esa actitud cultural no
es sino el culto a los héroes que, de puro exclusivo, empobrece al irradiarse.
Por supuesto, hay que decirlo
con cautela, el primero de los héroes es Bolívar, a quien hemos colocado más
allá de toda critica, pues lo hemos identificado con la Independencia misma, de
la cual fue el principal actor. El encarna más que nadie la noción de la
Independencia como base de nuestra vida, y aparentemente no se puede disentir
de ninguna de sus ideas o de sus actitudes sin sacudir las bases de la
República.
Bolívar constituye uno de esos modelos estudiados por Max Scheler, que
la tradición y la "iglesia" republicana nos proponen, exigiendo de
nosotros un modo de ser, un estado de alma de tal naturaleza que nuestra vida y
nuestros actos se regulen sobre la historia personal del héroe. Y conviene
recordar que, para el maestro alemán, el destino de los pueblos está ordenado
por el mito propio de cada uno de ellos y sobre todo por el mito del cual las
personas modelos son la expresión, de manera que esa historia personal de
Bolívar se ha convertido en el "centro del alma de nuestra historia".
No obstante, es bueno tener
presente que si Bolívar reúne todos los caracteres requeridos para ser calificado
como un gran héroe, no solamente en razón de sus triunfos militares, también es
cierto que su vida fue desgraciada y concluyó con un fracaso político de
dimensiones gigantescas, hasta el punto de decir uno de nuestros mejores
historiadores, Caracciolo Parra Pérez, que al final de su vida era un verdadero
personaje de Esquilo. Y en vista de que su trayectoria vital es un arquetipo
que se nos propone para ser imitado íntegramente, también el fracaso de esa
vida continúa gravitando sobre nuestro destino, como podría hacerlo un
maleficio esterilizador.
Desde luego, no se trata de
negar que Bolívar fue un héroe, ni nuestro primer héroe (también esa palabra en
griego significa semidiós), aunque puede afirmarse que su heroísmo era trágico.
Nadie discute ni se enfrenta a una fuerza de esa magnitud, como no se discute
con un terremoto, ni con el Etna o el Vesubio en erupción. Bolívar tenía un
talento indudable, una voluntad y un coraje más allá de toda ponderación y,
desde luego, paso toda su fuerza en la balanza para lograr la ruptura con
España y hacer nuestro propio destino, de manera que es el primero de nuestros
hombres públicos hasta la fecha y el que más ha influido para crear el estado
de cosas del cual gozamos o padecemos.
No obstante, el objeto confesado
e inconfesado del culto bolivariano es que hagamos de él nuestro único Dios.
Los otros libertadores tienen medida su heroicidad en comparación con Bolívar y
especialmente son apreciados por el grado de su fidelidad para con él. De ahí
la incomodidad de nuestros historiadores cuando tratan de Miranda y de su
vergonzosa entrega, del fusilamiento de Piar, o de la actitud de Mariño, altiva
y distante.
Los griegos, tan inteligentes en
todas las manifestaciones de su vida, como creían en el politeísmo, se dieron pronto
cuenta de que a veces unos dioses perseguían fines distintos a los de otros y
aún se combatían entre ellos con ferocidad. Pero no lo ocultaron sino que lo
asumieron con un coraje no menor a su inteligencia. Por eso sabemos que Cronos
combatió a Uranos, y Zeus a Cronos y a los titanes. Por eso conocemos y
agradecemos las hazañas de Prometeo, tan irritantes para Zeus. Y Ulises, el
astuto Ulises, conocía perfectamente esos conflictos del Olimpo, y habiendo
sido víctima de ellos, sacó al final el mejor partido apoyándose en la más
fuerte de las diosas.
Nuestros historiadores, aún los
descreídos, por el contrario han heredado el monoteísmo judaico y cristiano y
quieren construir la Independencia como un sistema coherente y sin
contradicciones, en torno a un solo astro solar. Por eso se muestran irritados
contra San Martín e incluso contra Washington con quienes se complacen en
comparar favorablemente a nuestro héroe. Por otra parte, habiendo heredado
también el pudor y el orgullo típicos de la raza colonialista repudiada,
quieren ocultar los defectos de los héroes y particularmente los de Bolívar, a
quien han convertido en un ser irreal y poco atractivo para un espíritu critico
parecido al suyo, formado como estaba en la lectura de los enciclopedistas Podemos
imaginar a un Bolívar a quien, después de haber leído Cándido, vinieran a narrarle lo que sus adoradores escriben de él.
Prueba de ese espíritu critico conservado por el Libertador hasta el final de
su vida puede encontrarse en el Diario de
Bucaramanga, cuando juzga al historiador Restrepo y justamente le reprocha
no tener suficiente independencia de espíritu y querer halagarlo.
Después de escribir los párrafos
antecedentes, nos llegaron a las manos dos de los libros más inteligentes y
lúcidos que jamás hayamos leído sobre temas de nuestra historia. Nos referimos
a Validación del Pasado y a El Culto a Bolívar de Germán Carrera
Damas, en los cuales el autor analiza el origen y las manifestaciones del culto
bolivariano, esa "desorbitada expiación impuesta a un pueblo y que ciento
cincuenta años de ejercicio no bastan a pagar".
Sin embargo, sin negar validez a
la tesis de que el culto de un pueblo ha
sido transformado en culto para un pueblo
por la clase dominante que busca disimular un fracaso y retardar un desengaño
(el provocado por las esperanzas populares fallidas después de la consolidación
de la Independencia y de la separación de Colombia), creemos que más allá de
las posibles manipulaciones de la clase dominante, el culto a Bolívar tiene su
origen en la necesidad histórica de proveerse de un nuevo padre en el preciso
instante en el cual se derrumbaba el prestigio de los otros mitos
fundacionales.
Como bien dice el autor antes
citado, el carácter de fundador de la patria acordado a Bolívar difiere del otorgado
a otros fundadores o padres de nacionalidades, en que éstos simplemente asocian
sus nombres a los actos iniciales de las nuevas estructuras que surgen, pero no
tienen la connotación de creadores o
de hacedores supremos, caracteres éstos atribuidos generalmente a Bolívar.
Ahora bien, esa condición de demiurgo concedida al Libertador está
estrechamente asociada a la muerte previa del padre español. Recordemos que
después de los sucesos de Bayona nuestros patriotas se sentían literalmente
huérfanos y así tuvieron cuidado de expresarlo numerosas veces. Pero más que
con la muerte del padre, la asociación se verifica con su ejecución al cabo de un proceso histórico en el cual se terminó
encontrándolo reo de todos los delitos. De esta manera, por una paradoja, el
máximo ejecutor del padre español es luego adoptado como padre por nuestro
pueblo, de igual manera que Edipo fue venerado en su condición de rey después
de matar a su padre Layo.
Haciendo abstracción de nuestro
juicio personal sobre los héroes de la Independencia y particularmente sobre
Bolívar, es indudable que su culto, al oscurecer y negar el pasado, constituye
una base insuficiente para construir el destino de un pueblo, por la sencilla
razón de que nunca en la historia ha habido un hombre, ni un grupo
contemporáneo de hombres, con tanta fuerza y genio como para fundar la historia
de un pueblo: el acontecer histórico es siempre una larga cadena de sucesos.
Los grandes ríos no se forman
por un solo afluente, ni los pueblos por la aportación de un solo hombre. Un
estudio somero de la historia nos hace ver que todos los pueblos tienen sus
héroes, pero ninguno es tan insensato, como la Cirene de Enrique Bernardo
Núñez, para condicionar su propia existencia a la grandeza de uno sólo de esos
héroes y ni siquiera a la existencia de un sólo período glorioso. ¡Qué pobre
sería la historia romana si se basara únicamente en Rómulo o en Eneas, los
héroes fundadores! Pero también seria muy pobre esa historia si, por amor a la
República, ignorara lo ocurrido durante la Monarquía y peor aún si, a partir de
Augusto, borrara la memoria de la República.
No obstante, se nos dirá, es
bueno exaltar ese hecho central de nuestra historia y a esos libertadores
vueltos semidioses, para edificar con su ejemplo, pues no tenemos otro periodo
comparable de nuestra vida pública susceptible de ser elevado a la admiración
colectiva, ni un grupo de hombres tan notables.
Esa objeción es atendible.
Excesivamente, para nuestro gusto, pues siempre hemos preferido una verdad
desoladora a una mentira edificante. ("Pido se me deje con mi tumor de
conciencia, con mi irritada lepra sensitiva, ocurra lo que ocurra, aunque me
muera", dijo Vallejo en algún poema). Sin embargo, carece de validez
porque parte del falso supuesto de que nuestra historia comienza en el momento
en el cual nos separamos de España.
Pero, independientemente de
otras razones expuestas o insinuadas en el curso del presente ensayo, el mayor de todos los motivos
para rechazar el culto de los libertadores y el de Bolívar consiste en
comprender que, al hipertrofiar la memoria de nuestros héroes hemos inculcado a
nuestro pueblo la idea de ser un conjunto de seres pasivos sin nada que buscar
en el terreno de lo histórico, pues el período de creación ha transcurrido ya y
es monopolio del grupo de hombres que vivió en ese pequeño segmento de nuestro
pasado que constituye la Independencia. Así, un ilustre bolivariano, José Luis
Salcedo Bastardo nos dice literalmente que para salir del circulo vicioso de la
revolución americana "no existían y no existen sino dos elementos: un plan
de acción y una voluntad de acción. El plan ha sido hecho por Bolívar; la
acción incumbe a América". Por lo visto, para el autor, nuestro continente
debe estar en minoría de edad permanente y obedecer siempre a un pensamiento
apagado" desde el 17 de diciembre de 1830...
El suicidio español
La España de la cual nos
independizamos no puede compararse con la que existía en su etapa de mayor
esplendor. Sin embargo, aunque Ortega nos diga que todo lo acontecido después
de 1580 era decadencia, el imperio español había continuado construyéndose
durante los siglos XVII y XVIII (este último siglo fue el más importante para
el desarrollo de la riqueza de nuestro país) y ese imperio, construido y
conservado durante siglos, a principios del siglo XIX era todavía algo
imponente.
Pertenecer al imperio significó
para nuestros abuelos españoles estar asociados a un proyecto vital de gran
amplitud, con una literatura rica y una lengua madura, con raíces históricas en
el pasado romano y una tradición medieval de cultura, toda impregnada de un
esfuerzo bélico prolongado contra los moros, con la satisfacción de haber
realizado obras a escala planetaria y de haber difundido su cultura por tierras
extrañas.
Mientras más injustamente sometido
supongamos al indio y al negro, más orgulloso debemos suponer al español, al
ejercer su oficio de señor pues el dominio de la vida produce una sensación de
plenitud, contrapartida de la minusvalía que sienten los vencidos. Y América
había servido no sólo para triunfar de la naturaleza y del indio, sino para
resistir victoriosamente al inglés (limitado a algunos avances antillanos)
quien se acababa nuevamente de vencer en Buenos Aires, en vísperas de la
revolución.
Cualquiera fuera el lugar de
España como potencia mundial en aquel tiempo, y por disminuidas que estuvieran
sus fuerzas, jugaba todavía Un papel importante en el permanente equilibrio
entre naciones. Cuando salió de la pesadilla de la guerra contra los franceses,
desangrada y menos fuerte se encontró también sin colonias, salvo algunos
despojos del Imperio que perdería a finales de siglo en su desafortunada guerra
contra los Estados Unidos.
¿Y América? Nuestros países se
independizaron separadamente, o por grupos relacionados entre ellos. Pero la
guerra además de costar la vida a un porcentaje muy alto de la población
provocó otra consecuencia mucho más importante: de ahí en adelante cada país
tuvo su propio destino, pues no sólo se separó del poder colonizador, sino
también de las otras colonias, de las cuales pasó a estar receloso en lo
adelante. Al día siguiente de la Independencia sólo percibimos soledad y
aislamiento.
A la solidaridad existente,
antes de que se hablara de una causa americana, en virtud de la unión política
con España, se sucede una larga cadena de fragmentamientos, dando lugar a
nuestras repúblicas, en desmedro de las unidades virreinales. Y como nos señala
Gil Fortoul en su Historia
Constitucional, al poco tiempo Buenos Aires disputa con el Brasil a causa
del actual Uruguay, El Salvador se pelea con Guatemala, Bolivia obliga a Sucre
a abandonar el poder, Perú promueve la guerra a Colombia, Venezuela desconoce el gobierno de Bogotá,
fracasa la Convención de Ocaña. Poco después se desmembrará Colombia, que era
la orgullosa creación de Bolívar.
Sin embargo, en lugar de buscar
los motivos para reforzar los vínculos entre americanos, se buscan afanosamente
las razones que justifiquen los particularismos. Así, lo mismo que harían los
habitantes de la Banda Oriental y del Alto Perú frente a Buenos Aires, Páez
hurga el pasado para fundamentar su separatismo, hasta osar esgrimir el
testimonio de los griegos para demostrar cómo “pueblos separados políticamente
no se amalgaman en una sola y común nacionalidad” y analiza en detalle las cuestiones
planteadas por la defensa militar para concluir que en caso de agresión ninguna
ayuda nos podía venir de Nueva Granada.
Justamente esos problemas de
defensa frente la posible —y real— agresión extranjera puso a prueba e hizo
fracasar todo intento de acción solidaria entre nuestros países, al prevalecer
un torpe egoísmo en las nuevas nacionalidades surgidas. Así, Fermín Toro,
después de examinar la guerra de Francia contra Méjico y Buenos Aires, y de
considerar que Venezuela, Nueva Granada, Ecuador y Perú no podían auxiliar a
ninguno de esos países, concluía desilusionado: “Conozca cada estado americano
su posición y sepa sacar de ella buen partido. Orden interior; término a los
disturbios y revueltas; recta justicia con el nacional y el extranjero; firme
el gobierno contra toda pretensión injusta y vejatoria; clamorosa la imprenta
cada vez que una potencia europea intente emplear la violencia contra un estado
americano; y alerta siempre para salvar los principios de moral, religión y
libertad; pero nada de liga, nada que dé pretextos para atacar a muchos de un
sólo golpe”.
De hecho, esa posición de
extrema debilidad o de egoísmo a veces ocultaba una manifestación de hostilidad
hacia otros países americanos, en provecho de alguna potencia extranjera. De esa
manera, con ocasión de la guerra española contra Chile, mientras los buques
españoles podían abastecerse en Buenos Aires, Mitre rehusaba ayudar al país
vecino, alegando que “el gobierno argentino tiene como base de su política
internacional el no ligarse con alianza de ningún género con otros países”.
Los movimientos unificadores, o
reunificadores, no faltaron en América, pero no tuvieron fuerza para imponerse
frente a las tendencias centrífugas. Es sabido que Miranda propuso la creación
de un solo estado americano, al cual llamó Colombia. El mismo Congreso de 1811
declaró estar dispuesto a modificar la constitución en la medida en la cual
otros pueblos de América quisieran unirse con nosotros en alguna forma de
asociación política. Bolívar, por su parte, hecho para las grandes empresas,
sentía que Venezuela le había quedado pequeña como campo de acción—prueba
evidente de su auténtica descendencia de conquistadores— y por esa razón quiso
unir los destinos de Ecuador, Nueva Granada y Venezuela, aunque sabemos que eso
no fue posible.
Quiso también ir más allá y
crear un vinculo entre todos los países de América, lo cual le hizo convocar el
Congreso de Panamá, pero esas iniciativas suyas eran contrarias a los
pronósticos por él mismo hechos, cuando escribió en Jamaica: “Yo considero el
estado actual de la América como cuando desplomado el imperio romano cada
desmembración formó un sistema político conforme a sus intereses y situación o
siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones...
Es una idea grandiosa pretender formar de todo el nuevo mundo una sola nación
con un solo vinculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tienen
un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería por consiguiente
tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de
formarse: mas esto no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas,
intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a la América”.
No obstante, cualquiera haya
sido el resultado concreto esperado de las numerosas iniciativas bolivarianas,
y especialmente de la relativa al Congreso de Panamá, es lo cierto, y parece
mentira que nadie lo haya señalado, que la política de Bolívar no era
propiamente creadora, sino una desesperada búsqueda de la unidad perdida o, en
el lenguaje de Toynbee, una evocación del fantasma del imperio español que él
había ayudado a sepultar. Evocación mucho más débil, por cierto, de la
posiblemente significada por el imperio carolingio, o por el romano‑germánico, en
relación con el imperio romano.
En efecto, es una tendencia
histórica permanente el tratar de revivir ciertas instituciones que han calado
hondamente en épocas precedentes, a las cuales consciente o inconscientemente
se admira, de manera que no se concibe la vida misma sin un continuo evocar esa
forma perdida. Basta dar un vistazo al mundo árabe, disperso y dividido, para
percibir una voluntad tendida y frustrada hacia una unidad que ya no es más que
un mito. Y en la obra del historiador inglés antes referido pueden leerse todos
los ejemplos posibles de "renacimientos" y de evocaciones de las
sombras de civilizaciones desaparecidas.
De igual manera, el sueño de
Bolívar de reconstruir la unidad americana perdida, ha sido a su vez revivido
en varios de nuestros países, bajo circunstancias diversas, pero aun los
movimientos tendientes a crear una comunidad económica, inspirados en razones
políticas, han fracasado en lo fundamental. Es más, la insistencia misma en
lograr alguna forma de unidad americana, presente en diversas épocas, es la
confesión misma del fracaso de los movimientos unitarios, por muy pomposas que
sean las declaraciones de nuestros políticos y por muchas citas que contengan
de Bolívar o de Martí.
La razón de ser de esa unidad
añorada, querámoslo o no, era la propia España, pues fue ésta quien creó, para
bien o para mal, la idea del Nuevo Mundo como algo orgánico. En efecto, el
mundo indio no tenía cohesión alguna, especialmente entre nosotros, y aunque
hubiera poderosos polos de atracción en la era precolombina, no había
conciencia alguna de unidad continental. Condenada España a muerte por las
almas demasiado incandescentes de los libertadores, el Nuevo Mundo careció de
centro de gravedad y estalló hacia los cuatro puntos cardinales, sin que ninguno
de los países nacidos a la vida independiente fuera lo bastante prestigioso o
fuerte para servir de elemento catalizador de la unión.
Cuando varios años después de la
Independencia reanudamos relaciones con España, estaban demasiado frescas las
heridas y había demasiado recelo para que pudiera jugar ningún papel de vínculo
entre nuestros países. Y luego, la propia decadencia española, unida al ascenso
vertiginoso de los Estados Unidos, con su irresistible atracción para todas las
clases sociales, hace pensar que los lazos rotos en 1810 ya no podrán atarse de
igual manera, pues pesan más los particularismos que la tendencia a restablecer
la unidad perdida
Mirando más hondamente hacia
atrás, nos damos cuenta de la soledad que debieron sentir los venezolanos
conscientes, triunfadores o derrotados con ocasión de la Independencia, soledad
aún más radical en la medida en la cual estuvieran plenamente seguros no sólo
de la ruptura de los vínculos con la metrópoli, y de la unidad entre los
diversos virreinatos y capitanías del antiguo imperio español, sino además, en
razón de la existencia de los estratos raciales formados en la Colonia, de
estar socialmente solos, en el
sentido de que pasaban a ser una minoría empobrecida por la guerra en una
tierra sobre la cual su dominio se había hecho más precario.
Toynbee atribuye la falta de
envergadura cultural de los turcos, esa especie de atrofia espiritual de ese
pueblo que, en otros terrenos y especialmente en su vocación militar de
dominio, tuvo sus prolongados momentos de grandeza, al hecho de haber cortado
sus vínculos con la vecina Persia. Ello ocurrió en virtud de la división
surgida entre musulmanes sanitas y shiitas, en una coyuntura en la cual Persia
había alcanzado una cima de su desarrollo cultural y Turquía era todavía un
pueblo iniciándose apenas en la práctica de la religión musulmana y en el
conocimiento de su universo cultural.
Nos explica el gran historiador
inglés que los numerosos territorios conquistados a la cristiandad ortodoxa por
los selyúcidas primero y luego por los osmanlíes eran una especie de extensión
cultural del mundo
Los representantes de la sociedad iránica o
persa en esas tierras infieles dependían, para el mantenimiento de su cultura,
de una corriente constante de artes e ideas, y de inmigrantes que las
importasen de las tierras originarias de la civilización iránica, en la misma
Persia, cosa imposible después de la carrera fulgurante y funesta de Shah
Ismail. Hasta el punto de que durante cuatro siglos los osmanlíes vivieron en
medio de los despojos de la civilización iránica, que sólo arrojaron lejos de
sí en este siglo, en tiempos de Mustafá Kemal, cuando intentaron adoptar los
ideales de la cultura occidental, en un intento desesperado de salvación
Siempre hemos pensado que parte
de la pobreza espiritual de nuestros países en el curso del siglo pasado se
debe fundamentalmente a esa brusca separación de la fuente original de la
cultura hispánica, aunque esta última estuviera de suyo empobrecida por razones
que nada tienen que ver con América
Sin embargo, por menguadas que
estuvieran las fuerzas de la cultura paterna, la generación realizadora de la
Independencia, esa misma que renegó de España, se había nutrido de la savia de
esa cultura. Y si no nos equivocamos, es casi unánime el juicio que se hace de
esa generación —la de nuestros libertadores— como la más brillante en nuestra
historia y la que sirve de base y de sustento a las generaciones posteriores.
No ignoramos la influencia de la
cultura francesa sobre esa generación, aunque luego trataremos de definir qué
significó Francia para los hispanoamericanos durante un largo período. Sin
embargo, notamos que la influencia francesa del Siglo de las Luces se ejerció
sobre un grupo social
suficientemente evolucionado en lo cultural para recibirla, ya que si en esa
época enciclopedistas hubieran sido leídos en Polinesia o en Mozambique
seguramente el resultado no hubiera sido el mismo
No obstante su relativo
afrancesamiento, quienes más tarde serían libertadores nuestros no ignoraban
que esas luces que recibían no eran
compartidas por la totalidad de la clase social a la cual pertenecían, pues la
mayor parte estaba impregnada de la concepción española de la vida.
Fue precisamente de la fuente
misma de esa concepción, y de su influencia sobre la mayoría de su misma clase,
de donde quisieron apartarse, aunque no constituían sino una capa relativamente
delgada de la población, con una fuerza en gran parte derivada de la
vinculación que rompían.
Como en el caso ya descrito de
los turcos después de la terrible división del mundo musulmán, los blancos
criollos que realizaron la Independencia en gran medida tenían conciencia de
estar cortando el cordón umbilical que los unía no sólo a un poder político,
sino a una cierta manera de ver la vida, a un mundo de cultura.
Aquellos de los nuestros que
durante el proceso de la Independencia se habían opuesto a la separación de
España, debieron sentir el aislamiento cultural de una manera más aguda después
de la derrota, cuando muchos, como dice Laureano Vallenilla Lanz, regresaron a
su país de origen desde las Antillas o aun desde España para reclamar sus
bienes, valiéndose de las leyes de indulto y de las normas constitucionales que
reconocían la igualdad de derechos independientemente de la postura adoptada en
la lucha. Por cierto, fueron esos antiguos realistas quienes, resentidos aún
más que los patriotas después de su propio fracaso político y militar, formaron
un poderoso partido que se opuso victoriosamente a la vinculación con Colombia
y que, unido con Páez, fundó la República de 1830 sobre bases opuestas a las
ideas bolivarianas.
Cuando Hernán Cortés, en los
albores de la Conquista, quiso obligarse a sí mismo y obligar a sus compañeros
a conquistar el imperio azteca o a morir en la empresa, y destruyó las naves
que lo habían traído, hizo un gesto acaso de más profundas motivaciones que se
revelarían después; aunque el hombre Hernán Cortés volvió efectivamente
victorioso, sus parientes de una generación muy posterior, al quemar a su
manera sus naves, sabían —debían saber— que nunca volverían al mundo hasta
entonces considerado como patria.
En ese sentido, el aislamiento
voluntariamente creado por la generación que hizo la Independencia y su actitud
hacia lo español, cuya manifestación más radical es el Decreto de Guerra a
Muerte, tiene el significado simbólico de un suicidio.
La Independencia como suicidio
de una clase y de una raza no constituye un tema para entusiasmar a los
escolares venezolanos, ni para animar los discursos en las numerosas
festividades patrias, pero podría constituir una innegable realidad, en cuanto
se considere a nuestros próceres de esa época plenamente libres al ejecutar los
actos que prepararon y consumaron la separación de España.
Todo, puede decirse, se había
ido preparando para el holocausto voluntario, desde la elevación de lo indio a
un rango de grandeza (como en la elección de nombres de Incas por parte de
Miranda para los gobernantes propuestos en sus proyectos de reformas
políticas), hasta la proclamada culpabilidad española, la ruptura dolorosa y
sangrienta de los vínculos con España y, finalmente, el aislamiento de una
minoría abandonada a su suerte en un continente poblado por hombres que,
gracias a la prédica de esa minoría, llegarían con el tiempo a convencerse de
su derecho a un desquite no sólo frente a los españoles peninsulares, quienes
habían largado amarras, sino frente a esos descendientes americanos que
proclamaban su inocencia virginal.
En breve tiempo se harían sentir
las consecuencias de ese desquite, padecido en primer término por los patriotas
durante los años de 1813 y 1814, revestido luego de mil formas diversas,
prolongadas a lo largo del siglo XIX, hasta la Guerra Federal; y que en el
aspecto cultural se concretarían en esa inversión de valores que se vio
obligada a hacer la clase dominante al vender el alma, aceptando en adelante
los valores de las clases que le habían estado sujetas, para conservar el poder
social efectivo.
Anarquía fue
la palabra utilizada para calificar los efectos visibles del caos creado en los
espíritus al cortar los lazos cordiales que nos ataban a España. Esa palabra
fue pronunciada y escrita cientos de veces por Bolívar, quien poco antes de
morir, en su conocida carta a Juan José Flores de evidente tono trágico,
parecía resumir su experiencia política diciéndole a su antiguo subalterno que
América se había hecho ingobernable "para nosotros", es decir, para
los hombres que pertenecían a la misma clase del Libertador y de la mayoría de
los próceres de la Independencia.
La carta de Bolívar tenia un
tono trágico, y es justamente la visión de la Independencia como naufragio
involuntario de una clase social la única alternativa a la concepción según la
cual la ruptura con España debería considerarse un suicidio. En efecto, si nos
atenemos a la realidad y dejamos de considerar el movimiento iniciado el 19 de
abril de 1810 un glorioso resultado de planes largamente meditados, para
admitir que ese movimiento se produjo en gran medida por obra del azar, como
consecuencia de la orfandad a la cual nos redujo la política de Napoleón y de
la absoluta incapacidad de los gobernantes españoles, llegaremos a la
conclusión de que nuestros libertadores no son tan responsables por lo que
hicieron, pues buena parte de su conducta se originó en la desesperación.
En el momento en el cual ocurrió
la Independencia estaba en curso el proceso de españolización de toda nuestra
sociedad. Era España quien había inventado a América y los españoles
constituían la clase dominante, junto con sus descendientes, los criollos de
origen español. Eran esos elementos dominantes los únicos que podían dar forma
a aquella sociedad y estructurarla, aunque hubieran llegado a incorporar parte
de los elementos culturales de los indios y de los negros. Esa impregnación de
lo español, de arriba hacia abajo, era lógicamente un proceso lento que se
realizaba dentro del seno de las unidades sociales y económicas existentes,
llámense encomiendas, misiones o haciendas.
Al desatarse la guerra con la
ferocidad que conocemos, típicamente española, todos fueron llamados a
participar en ella; y los grandes movimientos de ejércitos de un lado a otro
del país y luego, más allá de sus fronteras, hasta las tierras que hoy
constituyen Bolivia, con el inevitable desarraigo de los sitios donde habían estado
anclados los ascendientes de esos hombres durante siglos, sumados a la muerte
de un número considerable de blancos y a la ruina de pueblos y haciendas,
tuvieron como consecuencia el que aquella sociedad quedara desarticulada y
conmovida, falta de una paz interna que tardaría tal vez un siglo en recobrar.
Evidentemente ésas no eran las condiciones más propicias para que las capas
populares fueran penetradas por los mismos elementos culturales que venían
infiltrándose en ellas durante los tres siglos anteriores.
Además de los numerosos soldados
que nunca regresaron a sus sitios de origen y buscaron fortuna en otras partes,
desarraigados para siempre de sus lugares natales, los que regresaron
seguramente no estaban dispuestos a obedecer a sus antiguos señores. En caso de
encontrarlos, debían sorprenderse de hallarlos tan cambiados como ellos mismos,
contaminados de esa conciencia de culpabilidad proclamada durante la guerra. Si
mantenían su actitud señorial heredada y habían rechazado el mensaje culpabilizante,
estaban profundamente frustrados, no dispuestos a tener la misma relación con
quienes consideraban sus inferiores
De todas formas, después de la
Independencia y mucho antes de la Guerra Federal, las relaciones entre las
clases cambiaron radicalmente y ya no fue posible a los antiguos señores
continuar su obra de inculcar su manera de ser a sus antiguos sujetos, al menos
pacífica y naturalmente como antes lo hacían, pues en la medida en que lo
intentaron —y sin duda muchos lo hicieron— debieron encontrar una resistencia
antes inexistente. Dicho en otras palabras los restos de esa clase dominante se
han debido encontrar con que en la medida en la cual querían desempeñar su
viejo papel, se volvían una minoría opresora.
Pero nadie se atreverla a negar
un hecho: los antiguos dominados no estaban preparados para gobernarse a sí
mismos, pues su formación estaba a medio hacer, aun en el terreno religioso, ya
que la enseñanza del cristianismo era un elemento cohesionador de aquella
sociedad en formación, elemento, por otra parte, sin sustituto en ninguna
enseñanza filosófica, al menos al nivel social del cual hablamos
Si el 15 de marzo de 1981, en
que escribimos estas líneas, la prensa registra el hecho de que ha sido
ordenado el primer sacerdote nativo del Estado Apure parece evidente que en
1810 la evangelización no había dado aún sus frutos. Esto es: a pesar del
gigantesco esfuerzo hecho durante la Colonia, era tan vasto el territorio
americano y tan exiguas las fuerzas de los ordenado evangelizadores, en relación
con la masa a la cual trataban de formar, que el pueblo colonial no estaba del
todo convertido a la fe cristiana. Y siendo así en esa área, podemos estar
ciertos que esa formación incipiente era la regla en todos los otros aspectos
de la vida.
Las secuelas de la ruptura
Los hombres pertenecientes a la clase dominante no sólo cambiaron la
naturaleza de su vinculación con sus antiguos sujetos, sino que en su propio
seno se instaló la discordia. Destruido el poder español, ocurrió como si a un
cuerpo cuyos miembros estuvieran dotados de cierto vigor autónomo le hubieran
cortado súbitamente la cabeza y esos miembros hubieran seguido moviéndose, cada
uno de ellos por su cuenta.
Todos sabemos cómo, después de
la Independencia, en todos los países hispanoamericanos sobrevinieron el
caudillismo y una serie interminable de guerras civiles que, en Venezuela, no
terminaron sino a comienzos de este siglo. Por ese motivo, nuestra historia y
la de muchos otros países hispanoamericanos no es sino una sucesión indefinida
de golpes de fuerza, de pronunciamientos, de pretendidas revoluciones, en
realidad sólo luchas entre facciones y exasperado personalismo, del cual por
desgracia no hemos terminado de librarnos.
Desde el punto de vista de la
mayoría de los intelectuales y de las personas civilizadas, esa historia es una
manifestación de barbarie que debe ser corregida mediante la educación, la
práctica de las libertades públicas y la participación popular en la escogencia
de los gobernantes. El remedio es, en otras palabras, la creación de esa patria
de justicia a la cual se refiere el escritor Pedro Henríquez Ureña.
Sin embargo, frecuentemente se
olvida que detrás del caudillismo hay una actividad humana no sólo comprensible,
sino de una lógica vital implacable, pues el caudillo es consecuencia, al mismo
tiempo, de una fuerza desbordada y de una carencia. El caudillo no es sino un
señor sin reino, alguien que participó en la Independencia (o es heredero
directo o indirecto de alguien que lo hizo) con una energía digna de sus ancestros,
los conquistadores, sin comprender que al destruir el poder central de
entonces, el del rey indigno, ninguno de los gobiernos que le sucedieron
tendría a sus ojos prestigio alguno ni legitimidad capaz de imponerse por sí
misma
El hecho de que nosotros, desde
esta distancia, otorguemos grados de bondad a los libertadores y decidamos
quién era primero, quién segundo y así sucesivamente, no implica la corrección
de nuestro criterio, ni mucho menos que debiera ser aceptado entonces por
quienes figuraban en el medio o al final de la lista, pues si en general es
difícil que se imponga la excelencia, nunca lo es más que en tiempos turbios,
como eran aquellos.
El caudillismo ha sido comparado
por algunos autores con el régimen sobrevenido en Europa a la caída del imperio
romano. Como sabemos, el propio Bolívar se anticipó a esa concepción en su
famosa Carta de Jamaica, a la cual nos hemos referido. Por ese motivo y por la
fragmentación del poder en el espacio, podría afirmarse lo acertado del símil.
Sin embargo, si el feudalismo suponía un delicado equilibrio que, partiendo del
monarca, llegaba hasta el último vasallo, pasando por numerosas gradaciones,
entonces el estado de cosas surgido a raíz de la Independencia no merece ser
calificado de feudal, pues no responde a ningún esquema lógico, sino a la
trágica inexistencia del estado, ya que el de antes de la Independencia había
sido destruido y era objeto de odio, mientras el recién creado en el papel de
las constituciones no tenía ningún valor intrínseco y parecía obra de alquimia.
Si se recuerda el valor que
tenía Roma a los ojos de los invasores bárbaros, se comprende que en medio de
las ruinas de su imperio se preparara el "renacimiento carolingio. En
cambio, esa situación no tiene equivalente entre nosotros, pues el imperio
colonial se desmembró en medio de una guerra casi siempre a muerte. Por eso
parecería una ironía sangrienta buscar el origen del caudillismo en el evidente
personalismo de los conquistadores y no en la ruina de ese imperio español que había
sabido someter a los conquistadores y a sus hijos durante siglos
Por otra parte, no conviene
olvidar que el aspecto subjetivo del caudillismo, a saber, el personalismo, es
hijo también de la destrucción de un estado de derecho con raíces milenarias y
de la falta de prestigio de leyes promulgadas apresuradamente. En efecto, el
personalismo no es sino colocarse el hombre por encima de las normas que
deberían regirlo, y su causa manifiesta es la falta de respeto a ellas. Ese
desdén hacia el orden precariamente constituido se manifestó desde la primera
hora de nuestra historia republicana, ya que la separación de Colombia se
inició con la desobediencia de Páez al gobierno de Bogotá y continuó con la
posición comprensiva de Bolívar hacia el caudillo rebelde. Pareciera que todos
nuestros próceres merecerían haber pronunciado la frase de Tomás Lander de que
una constitución no valía el holocausto de una vida humana.
Si se considera el caos vivido
por nuestro país durante un siglo, la desarticulada manera de vivir que fue la
nuestra, la Independencia es no sólo un revés sufrido sino una verdadera
tragedia. Es más: que Bolívar no hubiera querido hacerse coronar y aún que no
se hubiera prolongado su dictadura, haciendo abstracción de su precaria salud
en aquellos años finales, debería considerarse como algo que agravó ese
fracaso, pues sólo del seno de la revolución podía superarse la crisis por ella
misma generada.
Es un gran fracaso de la
generación de nuestros libertadores no haber ofrecido salida viable a nuestros
países en el terreno esencial de la organización de la sociedad y del gobierno.
En efecto, al romperse los lazos con España se derrumbó también una jerarquía
social, un determinado orden de cosas que debía ser sustituido por otro, que
acaso podía ser más justo o más humano, pero un orden al fin y al cabo útil
para encauzar la vida, aquella agitada vida de unos pueblos sacudidos hasta sus
cimientos por nuestra revolución.
Desde el punto de vista
puramente teórico, para dar un paso de la magnitud de la Independencia hubiera
debido haber un proyecto realista de organización social previsto desde el
inicio, pues las fuerzas que se iban a desatar eran formidables. En la práctica
hubo esos proyectos pero eran utópicos y nadie en el momento del triunfo quiso o
pudo aplicarlos.
Es sin embargo comprensible que
aquella generación se precipitara hacia una acción de tales consecuencias.
carencias sin tener claro cuál habría de ser la salida de la crisis, ya que eso
es lo típico de las situaciones revolucionarias, pero en cambio lo
incomprensible es que durante el desarrollo de esa crisis y más aún cuando era
evidente la proximidad del desenlace, no haya habido la lucidez suficiente para
adoptar un esquema acorde con la realidad y que diera al mismo tiempo cabida a
la parte de ilusión que los hombres necesitan para vivir.
Bolívar, es cierto, propuso
modalidades constitucionales de importancia, cuyas posibles bondades no pudimos
conocer en la realidad de los hechos, por haber sido rechazadas por sus
contemporáneos. Aunque la Constitución de Bolivia si llegó a aplicarse y no
pudo impedir el caos vivido por ese desgraciado país desde sus inicios. De ese
modo, Bolívar tuvo el mérito de haber tratado de dar estabilidad a la sociedad
a través de instituciones tales como la presidencia y el senado vitalicios,
instituciones, por otra parte, de imposible comprensión por quienes, como Páez,
partieron de la idea simplista de que los desórdenes sobrevenidos después de la
Independencia se debían sólo al “Egoísmo torpe” y a la “mala ambición”, como
dice en su Autobiografía.
Napoleón pudo ser juzgado muy
duramente desde muchos ángulos, pero sin duda alguna tuvo el mérito de
domesticar las energías desencadenadas por la Revolución Francesa y de
emplearlas en aquellas interminables campañas que dislocaron a Europa. No
defendemos esas guerras, pero fueron tal vez una salida necesaria para aquel
torbellino. Y al cabo, aunque después de Waterloo Francia fuera reducida a sus
antiguas fronteras, muchas de las instituciones creadas por aquel dios de la
guerra, como le llamó Clausewitz, todavía perduran.
En cambio, la totalidad de
nuestros historiadores se complacen en considerar un mérito particular de
Bolívar el rechazo de la corona ofrecida por algunos partidarios suyos, y si
algún historiador descarriado trata de demostrar que Bolívar si tenía
ambiciones de realeza, el templo republicano tiembla y se pronuncia el anatema
en contra del culpable de lesa patria.
No creemos, como solución de
aquellos males, en un reino a cuya cabeza estuviera Bolívar, pero si percibimos
en la manera de ser enfocado ese tema obsesivo de nuestra historia que se
considera algo lesivo al honor del máximo héroe el que hubiera podido abrigar
esa ambición, después de todo tan humana y tan conforme al modelo francés, el
cual había tenido oportunidad de conocer directamente en sus viajes.
En el fondo, parece que desde el
ángulo del interés público fuera más importante completar el proceso de
santificación de Bolívar que examinar fríamente si aquella posibilidad
entreabierta —su posible coronación— hubiera sido o no conveniente para nuestro
destino ulterior, pues tenemos la convicción profunda de que él tenia
cualidades de tal naturaleza que lo hacían particularmente apto, si no para el
papel de monarca, al menos para el de jefe de un gobierno presidencialista
parecido al que él proponía para Bolivia.
Si analizamos comparativamente
la historia—y el mito— referente a los fundadores de ciudades o de imperios,
rara vez descubriremos entre sus rasgos la infelicidad o la desgracia y mucho
menos encontraremos que los historiadores o poetas que se ocupan de ellos se
empeñen en destacar el que hayan renunciado a conducir las empresas iniciadas.
Porque las fundaciones están, como los nacimientos, llenas de senderos risueños y de promesas. La leyenda, el
aura que rodea esos alumbramientos, exige de los fundadores abundante y fuerte
descendencia, para que sus rasgos se trasmitan a través de las generaciones.
Prueba de ello es que al
narrarnos la primera de esas fundaciones, la de la sociedad constituida por la
primera pareja, dice el Génesis textualmente: “Creó, pues al hombre a imagen
suya: a imagen de Dios le creó; creólos varón y hembra. Y echóles su bendición,
y dijo: creced y multiplicaos, y henchid la tierra; enseñoreaos de ella, y dominad
a los peces del mar y a las aves del cielo y a todos los animales que se mueven
sobre la tierra” (versículos 27 y 28). Luego, al referirse a la vida de
Abraham, padre del pueblo judío, el libro sagrado nos explica que Dios le
ofreció una tierra que albergará su numerosa descendencia, lo que más tarde
repite a Isaac y a Jacob.
En cambio, el destino quiso que
los libertadores casi no tuvieran descendencia masculina, y que no prolongaran
su presencia terrestre sino a través de un mensaje espiritualizado. Tampoco
quiso que fueran felices, pues los mejores de entre ellos murieron triste o
trágicamente. Basta evocar a este respecto cuatro nombres: Bolívar, Sucre, San
Martín, Miranda... De paso, los historiadores agravan ese cuadro, de suyo
preocupante, explicando que nuestros héroes máximos no pecaron jamás de
ambiciosos. Al contrario, esa historia oficial se complace en destacar su
capacidad de renunciamiento, su quijotismo.
Con semejante nacimiento a la
vida, no es de extrañar que nuestra historia consista en una serie de fracasos
repetidos, con algunos paréntesis felices, dependiendo la apreciación de esa
felicidad de la familia liberal o conservadora de quien emite el juicio. Sin
embargo, contrastando con una apreciación cruda y realista de la realidad histórica
actual, la mayor parte de los hombres vuelve los ojos al pasado y lamenta las
más de las veces que sinceramente no sean letra viva las enseñanzas de los
libertadores, y en particular las de Bolívar, pues de haberse aplicado,
piensan, nuestro destino estaría asegurado.
Esa manera de ver las cosas
supone que hemos fallado en la práctica de la virtud, ya que no somos suficientemente generosos. En efecto, como
dice Germán Carrera Damas al lograr vincular su "proyecto nacional" a
la Independencia, la clase dominante nos ha hecho creer que todos los valores
sociales son realidades ya adquiridas, por las cuales no es necesario luchar en
un sentido estricto, sino trabajar por su restablecimiento, pues constituyen dones hechos a nosotros por los héroes,
y particularmente por Bolívar, por lo cual su falta de vigencia se atribuye a
eclipses transitorios, a "accidentes tiránicos personalistas" que
pueden y deber ser superados para que el pueblo goce plenamente de la herencia
recibida
No obstante, el restablecimiento
de los valores republicanos tarda en producirse, en razón de las numerosas
dictaduras padecidas y, es preciso decirlo, en virtud igualmente de las
desilusiones ocasionadas por la mayor parte de los presidentes v congresos que
son elegidos periódicamente. A pesar de ello, haciendo caso omiso del repetido
desengaño, surge la ilusión: alguien podrá remediar las cosas, viniendo de
afuera, como los libertadores, para escoger al fin a los mejores hombres
disponibles y siempre relegada.
La actitud del venezolano, y me
atrevería a decir, del hispanoamericano, hacia los asuntos públicos es la de
una gran desconfianza hacia sus dirigentes, que éstos buscan superar mediante
una demagogia monótona, tratando de convencer a las clases populares practicar
esa virtud republicana, inocentes como
los americanos de 1813 de ser explotadas por el partido de turno en el poder,
mientras la clase dominante piensa unánimemente, aunque con frecuencia no se
atreve a decirlo, en la imposibilidad de civilizar a las clases populares.
Con ese tono vital bajo, tampoco
son de extrañar ni los fracasos ni la corrupción generalizada de la vida
pública. Lo que la crítica no comprende es que ni nuestro pueblo es
esencialmente peor que otros pueblos, ni nuestra clase dominante más opresora,
ni nuestros políticos más corrompidos, sino que todos, ricos, pobres,
dirigentes, están inmersos sin saberlo en una desesperanzadora manera de vivir.
La única vida posible, de
acuerdo con el único modelo de desarrollo disponible a nuestro alcance, es la
que ha sido contrariada por nosotros mismos, a través del mensaje
culpabilizante transmitido por los libertadores en la hora decisiva de la
emancipación, y así hemos adoptado en forma permanente una concepción según la
cual vivimos fuera del estado de gracia, con esa "mala disposición hacia
la vida que hay que vivir" de la cual nos habla H. A. Murena.
Por lo demás, mientras más agudo
es el análisis de nuestra sociedad, como el de Carlos Rangel en su excelente
libro Del Buen Salvaje al Buen
Revolucionario, más concluyente es el estado de culpa, pues aunque dicho
autor no lo dice de manera expresa, la
salvación consistiría en no ser lo que somos, en cuanto esa sociedad
nuestra está situada en la confluencia de varias fuerzas nocivas, producidas al
unirse los españoles decadentes con
los indígenas atrasados, a quienes
enseñaron una religión católica que, a diferencia del credo protestante
practicado en el Norte de América, no permitía el desarrollo. Así, a pesar de
la lucidez del autor, la culpa pasa a ser ontológica, esencial, propia de los
elementos que se unieron para integrar nuestro ser.
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