Herejía patriótica

VENEZUELA: IDENTIDAD Y RUPTURA


Angel Bernardo Viso, 1983

La crisis

Es necesario detenernos ahora ante un hecho determinante de la forma de nuestra vida actual y al cual hemos calificado de cataclismo. Nos referimos, por supuesto, a la Independencia.
Si analizamos de nuevo nuestra conciencia a propósito del proceso que llevó (o más bien nos trajo) a la Independencia de España, nos daremos cuenta de que ese proceso nunca ha sido cuestionado, pues forma parte de una verdad transmitida a nosotros con carácter sagrado, no menos categórico que el atribuido por la doctrina cristiana al Nuevo y al Antiguo Testamento. Con una diferencia, por cierto muy importante para quienes tenemos corrosivas tendencias heréticas: mientras los dogmas cristianos están limitados en su formulación y en su número, los guardianes del templo republicano mantienen intacta su ciudadela y ésta pretende regir todos los aspectos de nuestra vida. Por cierto, ese carácter sagrado de su sistema contrasta con la libertad que se tomaba el inca Garcilaso desde su monasterio cordobés para dejar constancia del injusto proceder de muchos conquistadores; e igualmente contrasta con el universo crítico de los teólogos españoles, que todo lo cuestionaron a propósito de la Colonización y de la Conquista.
No es nuestra intención asediar esa ciudadela, sino situarla en relación con nuestra vida, tratar de comprender por qué las verdades republicanas tienen un carácter militante y guerrero, un espíritu de cruzada. Por eso interesa antes de nada indagar en la memoria cómo se nos presenta la Independencia.
Si al comienzo decíamos que el hecho inicial de nuestra historia era la tierra precolombina y su raza desconocida, la Independencia indudablemente es el hecho central de esa misma historia, no sólo porque todas las instituciones venezolanas están referidas a ella, sino porque, a los ojos de nuestros políticos y escritores, valorativamente todo palidece en comparación suya.
Que la Independencia sólo hubiera tenido sentido inicialmente para un cierto grupo social fue, no obstante, señalado en tiempo oportuno y por voces autorizadas. El propio Miranda, ya preso, calificaba la contienda de guerra civil. Sarmiento nos decía que en Argentina la revolución sólo había sido interesante e inteligible para las ciudades, mientras permanecía extraña y sin prestigio para los campos. Por su parte, Laureano Vallenilla Lanz hizo una demostración definitiva del carácter civil de la guerra, lo cual, como bien expresó dicho autor, en nada disminuye el mérito de los libertadores.
Las circunstancias anotadas, sin embargo, en modo alguno entran en el culto de la "iglesia" republicana, cuyo enfoque de aquel dramático proceso pretende es negar en la práctica las escisiones surgidas en nuestro propio seno, creando la imagen de un país ya existente y unido que alcanza mayoría de edad en una lucha coherente y racional contra un poder extranjero, tal como Grecia hubo de luchar para independizarse de Turquía, o Italia de Austria, o como, siglos antes, los rusos habían logrado liberarse de la Horda de Oro.
Dentro de ese enfoque, en primer término la Independencia es un movimiento de liberación contra la Opresión y la tiranía (las "cadenas" y el "yugo" del himno nacional) en el cual se quiere unir a todas las clases (el señor con el pobre que pide libertad desde su choza, en la letra del mismo himno) con un vínculo fraternal.
La Independencia aparece luego como una gesta heroica cumplida durante un tiempo prolongado por un grupo de hombres excepcionales, con caracteres parecidos a los de los semidioses de la antigüedad clásica, pues su conducta se proclama ejemplar y sus despojos mortales reposan en un panteón ("templo de todos los dioses").
En tercer lugar, la Independencia es una escuela para el porvenir ("seguid el ejemplo que Caracas dio" finaliza diciendo la letra del himno), en la cual el hombre al fin liberado predica la virtud y los consejos llenos de sabiduría de los libertadores.
Finalmente, la Independencia se nos propone como la fundación misma de la patria, siendo los libertadores justamente nuestros padres. Y junto con la patria, tiene su fundación nuestro propio ser, puesto que a partir de ese momento la identidad venezolana cambia radicalmente.
Así, la creación de Venezuela el 8 de septiembre de 1777, fecha en la cual la Corona sometió nuestras ciudades y territorios a una sola autoridad, hecho que nos recuerda Mario Briceño Iragorry pasa desapercibido para la mayoría, pues el pasado anterior al 19 de abril de 1810 sólo es considerado importante en la medida en la cual sea una preparación directa de lo ocurrido durante la Independencia, especialmente si se refiere a los caciques, considerados lejanos precursores. El resto de ese pasado pierde valor en sí mismo y palidece.
En cuanto al porvenir, el tiempo se encuentra detenido, ya que sólo consiste en ser fieles a los principios de la Independencia, como si hubiéramos perdido para siempre toda capacidad creadora. De manera tal que, si nos abandonamos, alguien resucita el espectro de los héroes y nos sobresalta, prometiéndonos una segunda Independencia.
Al considerar la Independencia como liberación de un yugo, aunque nuestro ardor patriótico pueda tener temperaturas muy elevadas, debemos hacer un esfuerzo mental muy grande para comprender la situación en la cual se hallaban los autores del movimiento independentista en Venezuela. En ningún otro país de América se pintó el pasado con colores más negros; y aunque entendemos la necesidad de hacerlo así si se pretendía reaccionar contra España, no es menos cierto que nuestra medida desbordó todo sentido de las proporciones, hasta el punto de oscurecer la visión de nuestra historia.
España, todos lo sabemos, vivía en aquel momento una de las circunstancias más trágicas de su accidentada historia, pues la abdicación de Bayona no fue sino una de las traiciones más grandes que ha habido jamás: el traicionado era todo el pueblo español y los traidores eran precisamente sus soberanos. Y la guerra popular española contra los franceses, también lo sabemos, fue una de las más atroces de la historia. Basta evocar, si hubiera dadas al respecto, "Los Desastres de la Guerra" del aragonés genial.
Ese estado de cosas era favorable para despertar un eco patriótico en los españoles de América, y de hecho así ocurrió. Sin embargo, debemos recordar que había un importante sector afrancesado en la sociedad española, para el cual los principios revolucionarios contaban más que su propia tradición. Y ese sector, que pudo ser calificado de traidor, es el antecesor directo del liberalismo español del siglo XIX, y de la República en el presente siglo.
En Venezuela, bien lo sabemos, el afrancesamiento alcanzó a esos espíritus inquietos que pronto se convertirían en nuestros libertadores Y ese hecho y otras razones a las cuales luego nos referiremos, llevaron a convertir en movimiento independentista lo que al inicio pretendía ser una manifestación de apoyo al legitimo soberano, el indigno Fernando VII.
Aunque lo sabemos hasta la saciedad, consideramos indispensable recordarlo porque sin duda en ese momento de oscilación en él alma de los criollos, entre mantener su lealtad a la corona o hacer camino aparte, si les hubiéramos preguntado por aquel pasado que hoy no cuenta para nosotros, hubieran seguramente respondido algo muy distinto de lo que luego pasaría a integrar la verdad oficial de la Venezuela independiente.
Esos hombres, a quienes hemos enterrado en el panteón de los héroes, tenían obviamente un pasado del cual, hasta ese momento, se habían sentido solidarios. Su pasado pudo ser bueno o malo (o probablemente ambas cosas a la vez), no importa; en cambio lo importante es señalar que a los ojos de la tradición republicana viva en nosotros, ellos nacen en cierto modo de sí mismos, como verdaderos seres sobrenaturales (como Manco Capac, enviado por el sol) y se levantan tantos codos por encima de sus antepasados que no podemos ver a éstos, ni queremos verlos, por la marcada desvalorización del pasado impuesta cuando triunfaron los partidarios de separarnos de España.
El triunfo de los patriotas no se alcanzó sino después de una contienda larga y sangrienta, en la cual ambos bandos no sólo recurrieron a las armas, sino a una lucha que sacudió las fuerzas sociales. Y ante los furiosos ataques de los partidarios de la unión con España, los republicanos, con una ferocidad no menos típicamente española, optaron por renegar de su propio pasado. Actitud en la cual convergían, a la vez los requerimientos dialécticos de la lucha, una ideología sinceramente impregnada del iluminismo francés, el interés de granjearse el apoyo de los ingleses y, sobre todo, la necesidad indispensable de solicitar la ayuda de las clases populares para que los sostuvieran en sus combates contra los realistas.
Pero, más allá de las causas de la Independencia estudiadas por la historia objetiva, suelen quedar en la sombra las fuerzas que trabajaban soterradamente el alma de los criollos. Es muy significativo que Miranda, en su hora decisiva nos recuerde con palabras fácilmente achacables a Lope de Aguirre, Gonzalo Pizarro o Francisco de Carvajal, lo poco que hicieron los soberanos españoles para merecer sus dominios americanos, ganados por los esfuerzos de los conquistadores. Más significativo aún, que el propio Bolívar alegue que los reyes españoles habían roto el pacto celebrado con los descubridores, pobladores y conquistadores, al no haber permitido a sus descendientes conservar las manos libres en los asuntos domésticos de América.
De esa manera, se asoma de nuevo el tema del resentimiento, esbozado en páginas anteriores. Ya Mariano Picón Salas había escrito que más de un aspecto de nuestra historia se aclaraba al recurrir a las teorías de Max Scheler. El bueno de don Mariano pensaba en Miranda y en Antonio Leocadio Guzmán, pero se quedaba corto, pues a la luz de esa lectura lo que está en juego es todo el proceso emancipador y no ciertas figuras, por importantes que sean. En efecto, sólo ese proceso de autointoxicación psíquica contribuye a explicar la posible envidia de muchos criollos en relación con el ser y existir de los peninsulares; esa envidia que acaso les hacía repetir en su interior la frase escrita por el filósofo germano: "Puedo perdonártelo todo, menos que seas y seas el ser que eres, menos que no sea lo que tú eres, que yo no sea tú". Ese antes llamado fuego larvado puede hacer inteligible la súbita explosión de odio contra lo español ocurrida durante nuestra revolución; mientras inexplicablemente, en ningún otro país de América, como antes dijimos, esa explosión tuvo los caracteres de prolongada violencia caracterizadores de la revolución venezolana. En principio, esa explicación debería ser dada por los sociólogos, a menos que pueda ser lograda por los historiadores, pues no deja de impresionarnos que en Argentina, donde la revolución de Buenos Aires no estuvo en ningún momento en peligro, haya habido una cierta tolerancia hacia los españoles mientras en Venezuela la situación fue justamente la contraria, la de una gran inestabilidad de la República y una enorme intolerancia recíproca entre patriotas y realistas. Así, el éxito obtenido entre nosotros por la España de la Colonia, al conquistar el alma de los pardos, parece haber contribuido a exasperar a nuestros patriotas, hasta el punto de llevarlos a condenar lo español con una vehemencia que a la larga sólo ha obrado contra sus descendientes.
Toynbee nos cuenta cómo los revolucionarios franceses, en su necesidad de combatir la aristocracia, recurrieron, como arma de guerra, al alegato de que esa aristocracia había tenido un origen germánico, mientras ellos, de origen burgués, representaban en su pureza al pueblo galorromano, de cultura superior a la de sus bárbaros invasores. Y nos cuenta también cómo uno de los nobles aludidos, el Conde de Gobineau, recogió el guante lanzado y, tomándolo al pie de la letra, demostró la superioridad de los germanos y se convirtió así en el primer expositor de la teoría que luego tendría menos inocentes adeptos.
Por desgracia, los patriotas no tenían a su alcance la dura lección de la historia; y si la hubieran tenido tampoco la habrían aprovechado, ya que en las situaciones revolucionarias no predomina la razón. Así, las admoniciones del Regente Heredia a la Junta de Caracas, fundadas en su intuición certera y en la experiencia de Haití, fueron desatendidas por los patriotas de la Primera República; éstos no podían entender que el desafío lanzado a los españoles corría el riesgo de ser recogido por los pardos y utilizado contra los mismos criollos, pues no era muy difícil que, con el correr del tiempo, los pardos descubrieran la identidad de intereses entre los criollos y sus ascendientes, los conquistadores culpables.
En el accidentado curso de aquella guerra, también los realistas utilizaron a las clases populares con eficacia, y la historia de las hazañas de Boves así lo demuestra. Sin embargo, a la larga, los republicanos resultaron mejores propagandistas, porque probablemente tocaron resortes más secretos del alma popular. En esa guerra psicológica, los realistas no tuvieron verdadero genio y los republicanos sí lo tuvieron. Y fue justamente en el terreno de la psiquis y no en el campo militar donde se ganó la guerra a favor de la República, por muy gloriosas que hayan sido aquellas batallas. El resultado fuera otro si las almas de los soldados republicanos (muchos de los cuales habían sido realistas en un comienzo) no hubieran sido ganadas de antemano y si las almas de los realistas no hubieran sido convencidas de estar luchando por una causa perdida.
El verdadero genio de aquella guerra fue precisamente Bolívar, quien en el terreno militar hizo grandes hazañas, cantadas, más que narradas por nuestros historiadores, poco atentos a otros aspectos de su talento. Después de todo el aspecto militar de la guerra pudo ser confiado oportunamente por Bolívar a sus lugartenientes, y éstos supieron cumplir sus tareas en forma admirable, pero en cambio el Libertador no encontró émulos en otros aspectos de su actividad. Por ejemplo desde el punto de vista de la psicología de la guerra, su aporte fue insustituible y muy superior al de cualquier otro republicano dentro y fuera del ámbito geográfico en el cual le tocó actuar. Y ello fue así porque comprendió, antes y mejor que nadie, el secreto del éxito de su causa: tomar una actitud de ruptura radical con el pasado.
Por eso, el llamado Decreto de Guerra a Muerte, tan defendido por unos y criticado por otros (aunque pudorosamente, pues lo que atañe a Bolívar es materia no opinable, como dirían los teólogos a propósito de las verdades fundamentales de la fe), debe considerarse, desde un punto de vista de realismo político, una obra maestra de psicología guerrera, sin que valga la pena detenerse a examinar en esta instancia los aspectos morales del problema, ya analizados de una manera favorable o desfavorable, según la inclinación natural de los autores.
Debemos, sí, aclarar que somos conscientes de que la responsabilidad del famoso Decreto, sea cual fuere el juicio que nos merezca, no corresponde sólo a Bolívar, pues éste al promulgarlo tomó en cuenta una opinión generalizada en un numeroso grupo de patriotas, cayo más siniestro exponente fue Antonio Nicolás Briceño, quien clamaba venganza contra las represalias de Monteverde y quien más de una vez habló de exterminar la "maldita raza de los españoles".
Sin embargo, siendo fruto de un estado de ánimo colectivo, el Decreto de Guerra a Muerte, en su formulación concreta, es solo la obra del genio bolivariano, que se propuso, como dice Rufino Blanco Fombona siguiendo a Schryver, ahondar el abismo que separaba americanos de españoles, lo cual logró de manera magistral, aunque ahora podamos deplorar sus consecuencias. Si bien el período conocido como de la Guerra a Muerte terminó pocos años después con la llamada Regularización de la Guerra, la fórmula escogida por Bolívar es la condensación perfecta de un pensamiento suyo reiterado y desborda por completo el estrecho marco histórico en la cual suele ser estudiada para convertirse en una de la fases capitales de nuestro proceso emancipador.
En efecto, el llamado a la colaboración activa hecho a españoles y canarios para salvarse de la condena a muerte parte de dos supuestos, convertidos con el tiempo en dos postulados de nuestra vida republicana.
El primer supuesto: los españoles y canarios son culpables antes del llamado de Bolívar. Desde luego, alguien podría pretender que esa culpabilidad estaba limitada a la actitud tomada en la guerra, pero la brevedad de la fórmula no permite esa interpretación atenuada, ni se corresponde con el pensamiento de Bolívar de que habíamos padecido trescientos años de feroz tiranía. Lo que se considera culpable es un ser en su esencia, en su españolidad, tal como un cristiano cree en la falta cometida en el paraíso y en su propia solidaridad con esa falta.
En otras palabras: así como un cristiano nace pecador, para el autor del Decreto un español nace políticamente culpable. Las connotaciones de esa premisa así establecida son terribles. En efecto, aunque hubiera sido posible la redención de ese pasado (si los españoles hubieran obrado activamente...) éste último es en si mismo malo en sus distintas fases de Descubrimiento, Colonia y Conquista, pues la redención consiste justamente en renegar de ese pasado y combatirlo ("...Por el contrario, se concede un indulto general y absoluto a los que pasen a nuestro ejército"), ya que aún la indiferencia merece la muerte. Por eso antes hemos hablado de ruptura y de amnesia.
Por cierto, esa fórmula de Bolívar recuerda las utilizadas por Saint Just. En el debate sobre el destino de Luis XVI en el seno de la Convención, de conformidad con las cuales su pensamiento podría resumirse así: "El es rey, luego es culpable". Fórmulas igualmente magistrales, utilizadas por alguien que tampoco quería matizar su condena al pasado.
El segundo supuesto, no menos importante que el primero y que le complementa: los americanos son inocentes aunque se comporten de manera culpable ("...Y vosotros Americanos, que el error o la perfidia os ha extraviado... Sabed que vuestros hermanos os perdonan y lamentan sinceramente vuestros descarríos, con la íntima persuasión de que vosotros no podéis ser culpables") ante la guerra que se desenvolvía, pues aun en ese caso se les promete la vida.
Como toda la maldad venia de España, desde el inicio de la historia, los indios y luego los negros no hicieron sino padecer injusticias. De la culpa de los españoles nace la inocencia de aquellos y de los pardos que, a pesar de una conducta objetivamente culpable, sirve para absolver a quien incurre en ella. Esa absolución, por cierto, ha tenido una influencia negativa en nuestra vida y continuará teniéndola hasta que podamos a nuestra vez liberarnos de ese perdón tan generoso y extensivo
La fórmula utilizada nos permite ser indiferentes, no participar en la elaboración de nuestro propio destino, aceptar que éste último nos sea impuesto por otros, tal como en efecto ha ocurrido. Y aún no hemos despertado de ese hechizo. Pero, más grave aún nos tolera hasta el crimen, pues ser americanos es suficiente para redimirnos, ya que nuestra esencia, esa americanidad, es asimismo garantía de inocencia.
La fórmula del perdón incluye, finalmente, un elemento capital, aunque no sea nuevo en el lenguaje de los patriotas, y es la utilización de la palabra americanos, en la cual están incluidos los blancos criollos al lado de los otros elementos étnicos de la Colonia. Esta inclusión consuma la ruptura y tiene consecuencias de extrema importancia. La más importante de todas consiste en que ese blanco criollo, descendiente directo de aquellos españoles que habían creado ese injusto orden de cosas, se absolvía a sí mismo por boca de Bolívar de toda culpa pasada, aún con una conducta opuesta a la causa de la República durante la guerra, mientras toda la culpabilidad se arrojaba a su primo el peninsular, quien parecería tener menos responsabilidad directa en la creación y disfrute del estado social reprobado.
Esa probable injusticia en el terreno de la ética tiene, no obstante, en el campo de la psicología de la guerra, una lógica plena, pues lo que se propone al blanco criollo es nada menos romper mental y afectivamente los lazos de su herencia. Hubiera sido chocante, aún en aquellos tiempos turbios, decirle a alguien que recogiera la herencia de sus padres, pero al mismo tiempo entrara en el grupo de los privilegiados que eran absueltos, aunque no hiciera nada para merecérselo.
El mensaje de Bolívar, en cambio, es mucho más sutil y dice algo así como: "Al nacer en América, aunque seas hijo de españoles, has adquirido la condición virginal de americano, e iguales condiciones a las de las otras razas que habitan esta tierra. Ese español que condeno no ha perdido aún la culpabilidad propia de su origen". La consecuencia del mensaje es igualmente clara: el blanco criollo debe en lo adelante ver (o declarar que ve) a sus ascendientes como algo ajeno. Está constreñido a la ruptura con tanta más fuerza cuanto que, para pertenecer al paraíso, al grupo de los que están libres de falta, basta no hacer nada. Esa promesa debió ser tentadora, especialmente para quienes, habiendo tenido algún comportamiento culpable, gozaron de la magnanimidad del genio.
La inclusión de los blancos criollos al lado de indios, negros y pardos tuvo muy a la larga otra consecuencia de gran importancia en el campo cultural, pues, al condenarse el pasado, y al perderse o atenuarse grandemente la vinculación con él, la condena que sólo pretendía ser social y política, se extendió por contaminación natural a otros campos y así, faltos de trato con la cultura de origen, vinimos a caer en un raquitismo espiritual que ha dado ese tono característico de pobreza a nuestra vida.
Por eso, y por las otras consecuencias negativas de esa ruptura radical con el pasado, no podemos dejar de transcribir el siguiente párrafo de Juan Vicente González que en gran medida aprobamos: “EI hecho es que el General Miranda trajo de Francia la chispa revolucionaria, que inoculada en la Junta Patriótica, prendió rápidamente en el cuerpo social. Bolívar la recogió en su corazón, la amó como la virtud, porque nada se parece tanto a ésta como un gran crimen; creyendo imposible la independencia si no cambiaba radicalmente los hábitos, las costumbres y los hombres, y hasta el principio de autoridad, y hasta las bases conservadoras de las naciones, se precipitó sobre todo con la rabia de una tempestad. Era el amor de la patria agriado en el fondo de su alma, extraviado por la pasión. Vendrán sus consecuencias, que querrá detener vanamente, y que le arrastrarán a la tumba”.
Hemos dicho que la Independencia se nos presentaba con los caracteres de una gesta heroica y que sus actores eran considerados semidioses. No creemos exagerar al decirlo, pues basta recorrer nuestras ciudades, pueblos y aldeas, para comprender que los nombres de esos héroes sirven para bautizar sus avenidas, calles y callejuelas, así como para designar los municipios, los distritos y aun las ciudades y los estados. Vivimos saturados de esa gesta y sus héroes tienen para nosotros una presencia mucho más obsesiva que la de los personajes de la Ilíada y de la Odisea para los griegos del siglo v antes de Cristo.
Detrás de ellos, en un discreto segundo lugar, existe el universo de los caciques, cuyos huesos, para su ventura o desventura (pues no estamos seguros de que hubiera tenido sentido colocarlos al lado de los herederos de sus conquistadores) no han podido ser encontrados para ser enterrados en el panteón de los héroes. Los otros libertadores de América, gracias a su parentesco con nuestros héroes, también sirven para bautizar algunas avenidas y plazas carentes de nombre y disponibles para la gloria, aunque siempre ocupan un modesto tercer lugar.
Esa presencia en la calle de los nombres de los héroes es pálida en comparación con la que tienen en los bancos escolares, en los cuales una historia patria hinchada y presuntuosa oscurece no sólo la historia de España, lo cual es natural, sino la historia universal, así como el estudio de nuestra literatura nacional y de algo de literatura americana opaca totalmente el análisis de las grandes obras de la literatura universal, hasta producir en los alumnos la impresión de que cualquiera de nuestros escritores conocidos tuvo talento igual a Cervantes o Shakespeare. El motivo de esa actitud cultural no es sino el culto a los héroes que, de puro exclusivo, empobrece al irradiarse.
Por supuesto, hay que decirlo con cautela, el primero de los héroes es Bolívar, a quien hemos colocado más allá de toda critica, pues lo hemos identificado con la Independencia misma, de la cual fue el principal actor. El encarna más que nadie la noción de la Independencia como base de nuestra vida, y aparentemente no se puede disentir de ninguna de sus ideas o de sus actitudes sin sacudir las bases de la República.
Bolívar constituye uno de esos modelos estudiados por Max Scheler, que la tradición y la "iglesia" republicana nos proponen, exigiendo de nosotros un modo de ser, un estado de alma de tal naturaleza que nuestra vida y nuestros actos se regulen sobre la historia personal del héroe. Y conviene recordar que, para el maestro alemán, el destino de los pueblos está ordenado por el mito propio de cada uno de ellos y sobre todo por el mito del cual las personas modelos son la expresión, de manera que esa historia personal de Bolívar se ha convertido en el "centro del alma de nuestra historia".
No obstante, es bueno tener presente que si Bolívar reúne todos los caracteres requeridos para ser calificado como un gran héroe, no solamente en razón de sus triunfos militares, también es cierto que su vida fue desgraciada y concluyó con un fracaso político de dimensiones gigantescas, hasta el punto de decir uno de nuestros mejores historiadores, Caracciolo Parra Pérez, que al final de su vida era un verdadero personaje de Esquilo. Y en vista de que su trayectoria vital es un arquetipo que se nos propone para ser imitado íntegramente, también el fracaso de esa vida continúa gravitando sobre nuestro destino, como podría hacerlo un maleficio esterilizador.
Desde luego, no se trata de negar que Bolívar fue un héroe, ni nuestro primer héroe (también esa palabra en griego significa semidiós), aunque puede afirmarse que su heroísmo era trágico. Nadie discute ni se enfrenta a una fuerza de esa magnitud, como no se discute con un terremoto, ni con el Etna o el Vesubio en erupción. Bolívar tenía un talento indudable, una voluntad y un coraje más allá de toda ponderación y, desde luego, paso toda su fuerza en la balanza para lograr la ruptura con España y hacer nuestro propio destino, de manera que es el primero de nuestros hombres públicos hasta la fecha y el que más ha influido para crear el estado de cosas del cual gozamos o padecemos.
No obstante, el objeto confesado e inconfesado del culto bolivariano es que hagamos de él nuestro único Dios. Los otros libertadores tienen medida su heroicidad en comparación con Bolívar y especialmente son apreciados por el grado de su fidelidad para con él. De ahí la incomodidad de nuestros historiadores cuando tratan de Miranda y de su vergonzosa entrega, del fusilamiento de Piar, o de la actitud de Mariño, altiva y distante.
Los griegos, tan inteligentes en todas las manifestaciones de su vida, como creían en el politeísmo, se dieron pronto cuenta de que a veces unos dioses perseguían fines distintos a los de otros y aún se combatían entre ellos con ferocidad. Pero no lo ocultaron sino que lo asumieron con un coraje no menor a su inteligencia. Por eso sabemos que Cronos combatió a Uranos, y Zeus a Cronos y a los titanes. Por eso conocemos y agradecemos las hazañas de Prometeo, tan irritantes para Zeus. Y Ulises, el astuto Ulises, conocía perfectamente esos conflictos del Olimpo, y habiendo sido víctima de ellos, sacó al final el mejor partido apoyándose en la más fuerte de las diosas.
Nuestros historiadores, aún los descreídos, por el contrario han heredado el monoteísmo judaico y cristiano y quieren construir la Independencia como un sistema coherente y sin contradicciones, en torno a un solo astro solar. Por eso se muestran irritados contra San Martín e incluso contra Washington con quienes se complacen en comparar favorablemente a nuestro héroe. Por otra parte, habiendo heredado también el pudor y el orgullo típicos de la raza colonialista repudiada, quieren ocultar los defectos de los héroes y particularmente los de Bolívar, a quien han convertido en un ser irreal y poco atractivo para un espíritu critico parecido al suyo, formado como estaba en la lectura de los enciclopedistas Podemos imaginar a un Bolívar a quien, después de haber leído Cándido, vinieran a narrarle lo que sus adoradores escriben de él. Prueba de ese espíritu critico conservado por el Libertador hasta el final de su vida puede encontrarse en el Diario de Bucaramanga, cuando juzga al historiador Restrepo y justamente le reprocha no tener suficiente independencia de espíritu y querer halagarlo.
Después de escribir los párrafos antecedentes, nos llegaron a las manos dos de los libros más inteligentes y lúcidos que jamás hayamos leído sobre temas de nuestra historia. Nos referimos a Validación del Pasado y a El Culto a Bolívar de Germán Carrera Damas, en los cuales el autor analiza el origen y las manifestaciones del culto bolivariano, esa "desorbitada expiación impuesta a un pueblo y que ciento cincuenta años de ejercicio no bastan a pagar".
Sin embargo, sin negar validez a la tesis de que el culto de un pueblo ha sido transformado en culto para un pueblo por la clase dominante que busca disimular un fracaso y retardar un desengaño (el provocado por las esperanzas populares fallidas después de la consolidación de la Independencia y de la separación de Colombia), creemos que más allá de las posibles manipulaciones de la clase dominante, el culto a Bolívar tiene su origen en la necesidad histórica de proveerse de un nuevo padre en el preciso instante en el cual se derrumbaba el prestigio de los otros mitos fundacionales.
Como bien dice el autor antes citado, el carácter de fundador de la patria acordado a Bolívar difiere del otorgado a otros fundadores o padres de nacionalidades, en que éstos simplemente asocian sus nombres a los actos iniciales de las nuevas estructuras que surgen, pero no tienen la connotación de creadores o de hacedores supremos, caracteres éstos atribuidos generalmente a Bolívar.
Ahora bien, esa condición de demiurgo concedida al Libertador está estrechamente asociada a la muerte previa del padre español. Recordemos que después de los sucesos de Bayona nuestros patriotas se sentían literalmente huérfanos y así tuvieron cuidado de expresarlo numerosas veces. Pero más que con la muerte del padre, la asociación se verifica con su ejecución al cabo de un proceso histórico en el cual se terminó encontrándolo reo de todos los delitos. De esta manera, por una paradoja, el máximo ejecutor del padre español es luego adoptado como padre por nuestro pueblo, de igual manera que Edipo fue venerado en su condición de rey después de matar a su padre Layo.
Haciendo abstracción de nuestro juicio personal sobre los héroes de la Independencia y particularmente sobre Bolívar, es indudable que su culto, al oscurecer y negar el pasado, constituye una base insuficiente para construir el destino de un pueblo, por la sencilla razón de que nunca en la historia ha habido un hombre, ni un grupo contemporáneo de hombres, con tanta fuerza y genio como para fundar la historia de un pueblo: el acontecer histórico es siempre una larga cadena de sucesos.
Los grandes ríos no se forman por un solo afluente, ni los pueblos por la aportación de un solo hombre. Un estudio somero de la historia nos hace ver que todos los pueblos tienen sus héroes, pero ninguno es tan insensato, como la Cirene de Enrique Bernardo Núñez, para condicionar su propia existencia a la grandeza de uno sólo de esos héroes y ni siquiera a la existencia de un sólo período glorioso. ¡Qué pobre sería la historia romana si se basara únicamente en Rómulo o en Eneas, los héroes fundadores! Pero también seria muy pobre esa historia si, por amor a la República, ignorara lo ocurrido durante la Monarquía y peor aún si, a partir de Augusto, borrara la memoria de la República.
No obstante, se nos dirá, es bueno exaltar ese hecho central de nuestra historia y a esos libertadores vueltos semidioses, para edificar con su ejemplo, pues no tenemos otro periodo comparable de nuestra vida pública susceptible de ser elevado a la admiración colectiva, ni un grupo de hombres tan notables.
Esa objeción es atendible. Excesivamente, para nuestro gusto, pues siempre hemos preferido una verdad desoladora a una mentira edificante. ("Pido se me deje con mi tumor de conciencia, con mi irritada lepra sensitiva, ocurra lo que ocurra, aunque me muera", dijo Vallejo en algún poema). Sin embargo, carece de validez porque parte del falso supuesto de que nuestra historia comienza en el momento en el cual nos separamos de España.
Pero, independientemente de otras razones expuestas o insinuadas en el curso del presente ensayo, el mayor de todos los motivos para rechazar el culto de los libertadores y el de Bolívar consiste en comprender que, al hipertrofiar la memoria de nuestros héroes hemos inculcado a nuestro pueblo la idea de ser un conjunto de seres pasivos sin nada que buscar en el terreno de lo histórico, pues el período de creación ha transcurrido ya y es monopolio del grupo de hombres que vivió en ese pequeño segmento de nuestro pasado que constituye la Independencia. Así, un ilustre bolivariano, José Luis Salcedo Bastardo nos dice literalmente que para salir del circulo vicioso de la revolución americana "no existían y no existen sino dos elementos: un plan de acción y una voluntad de acción. El plan ha sido hecho por Bolívar; la acción incumbe a América". Por lo visto, para el autor, nuestro continente debe estar en minoría de edad permanente y obedecer siempre a un pensamiento apagado" desde el 17 de diciembre de 1830...

El suicidio español

La España de la cual nos independizamos no puede compararse con la que existía en su etapa de mayor esplendor. Sin embargo, aunque Ortega nos diga que todo lo acontecido después de 1580 era decadencia, el imperio español había continuado construyéndose durante los siglos XVII y XVIII (este último siglo fue el más importante para el desarrollo de la riqueza de nuestro país) y ese imperio, construido y conservado durante siglos, a principios del siglo XIX era todavía algo imponente.
Pertenecer al imperio significó para nuestros abuelos españoles estar asociados a un proyecto vital de gran amplitud, con una literatura rica y una lengua madura, con raíces históricas en el pasado romano y una tradición medieval de cultura, toda impregnada de un esfuerzo bélico prolongado contra los moros, con la satisfacción de haber realizado obras a escala planetaria y de haber difundido su cultura por tierras extrañas.
Mientras más injustamente sometido supongamos al indio y al negro, más orgulloso debemos suponer al español, al ejercer su oficio de señor pues el dominio de la vida produce una sensación de plenitud, contrapartida de la minusvalía que sienten los vencidos. Y América había servido no sólo para triunfar de la naturaleza y del indio, sino para resistir victoriosamente al inglés (limitado a algunos avances antillanos) quien se acababa nuevamente de vencer en Buenos Aires, en vísperas de la revolución.
Cualquiera fuera el lugar de España como potencia mundial en aquel tiempo, y por disminuidas que estuvieran sus fuerzas, jugaba todavía Un papel importante en el permanente equilibrio entre naciones. Cuando salió de la pesadilla de la guerra contra los franceses, desangrada y menos fuerte se encontró también sin colonias, salvo algunos despojos del Imperio que perdería a finales de siglo en su desafortunada guerra contra los Estados Unidos.
¿Y América? Nuestros países se independizaron separadamente, o por grupos relacionados entre ellos. Pero la guerra además de costar la vida a un porcentaje muy alto de la población provocó otra consecuencia mucho más importante: de ahí en adelante cada país tuvo su propio destino, pues no sólo se separó del poder colonizador, sino también de las otras colonias, de las cuales pasó a estar receloso en lo adelante. Al día siguiente de la Independencia sólo percibimos soledad y aislamiento.
A la solidaridad existente, antes de que se hablara de una causa americana, en virtud de la unión política con España, se sucede una larga cadena de fragmentamientos, dando lugar a nuestras repúblicas, en desmedro de las unidades virreinales. Y como nos señala Gil Fortoul en su Historia Constitucional, al poco tiempo Buenos Aires disputa con el Brasil a causa del actual Uruguay, El Salvador se pelea con Guatemala, Bolivia obliga a Sucre a abandonar el poder, Perú promueve la guerra a Colombia, Venezuela desconoce el gobierno de Bogotá, fracasa la Convención de Ocaña. Poco después se desmembrará Colombia, que era la orgullosa creación de Bolívar.
Sin embargo, en lugar de buscar los motivos para reforzar los vínculos entre americanos, se buscan afanosamente las razones que justifiquen los particularismos. Así, lo mismo que harían los habitantes de la Banda Oriental y del Alto Perú frente a Buenos Aires, Páez hurga el pasado para fundamentar su separatismo, hasta osar esgrimir el testimonio de los griegos para demostrar cómo “pueblos separados políticamente no se amalgaman en una sola y común nacionalidad” y analiza en detalle las cuestiones planteadas por la defensa militar para concluir que en caso de agresión ninguna ayuda nos podía venir de Nueva Granada.
Justamente esos problemas de defensa frente la posible —y real— agresión extranjera puso a prueba e hizo fracasar todo intento de acción solidaria entre nuestros países, al prevalecer un torpe egoísmo en las nuevas nacionalidades surgidas. Así, Fermín Toro, después de examinar la guerra de Francia contra Méjico y Buenos Aires, y de considerar que Venezuela, Nueva Granada, Ecuador y Perú no podían auxiliar a ninguno de esos países, concluía desilusionado: “Conozca cada estado americano su posición y sepa sacar de ella buen partido. Orden interior; término a los disturbios y revueltas; recta justicia con el nacional y el extranjero; firme el gobierno contra toda pretensión injusta y vejatoria; clamorosa la imprenta cada vez que una potencia europea intente emplear la violencia contra un estado americano; y alerta siempre para salvar los principios de moral, religión y libertad; pero nada de liga, nada que dé pretextos para atacar a muchos de un sólo golpe”.
De hecho, esa posición de extrema debilidad o de egoísmo a veces ocultaba una manifestación de hostilidad hacia otros países americanos, en provecho de alguna potencia extranjera. De esa manera, con ocasión de la guerra española contra Chile, mientras los buques españoles podían abastecerse en Buenos Aires, Mitre rehusaba ayudar al país vecino, alegando que “el gobierno argentino tiene como base de su política internacional el no ligarse con alianza de ningún género con otros países”.
Los movimientos unificadores, o reunificadores, no faltaron en América, pero no tuvieron fuerza para imponerse frente a las tendencias centrífugas. Es sabido que Miranda propuso la creación de un solo estado americano, al cual llamó Colombia. El mismo Congreso de 1811 declaró estar dispuesto a modificar la constitución en la medida en la cual otros pueblos de América quisieran unirse con nosotros en alguna forma de asociación política. Bolívar, por su parte, hecho para las grandes empresas, sentía que Venezuela le había quedado pequeña como campo de acción—prueba evidente de su auténtica descendencia de conquistadores— y por esa razón quiso unir los destinos de Ecuador, Nueva Granada y Venezuela, aunque sabemos que eso no fue posible.
Quiso también ir más allá y crear un vinculo entre todos los países de América, lo cual le hizo convocar el Congreso de Panamá, pero esas iniciativas suyas eran contrarias a los pronósticos por él mismo hechos, cuando escribió en Jamaica: “Yo considero el estado actual de la América como cuando desplomado el imperio romano cada desmembración formó un sistema político conforme a sus intereses y situación o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones... Es una idea grandiosa pretender formar de todo el nuevo mundo una sola nación con un solo vinculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tienen un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería por consiguiente tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse: mas esto no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a la América”.
No obstante, cualquiera haya sido el resultado concreto esperado de las numerosas iniciativas bolivarianas, y especialmente de la relativa al Congreso de Panamá, es lo cierto, y parece mentira que nadie lo haya señalado, que la política de Bolívar no era propiamente creadora, sino una desesperada búsqueda de la unidad perdida o, en el lenguaje de Toynbee, una evocación del fantasma del imperio español que él había ayudado a sepultar. Evocación mucho más débil, por cierto, de la posiblemente significada por el imperio carolingio, o por el romano‑germánico, en relación con el imperio romano.
En efecto, es una tendencia histórica permanente el tratar de revivir ciertas instituciones que han calado hondamente en épocas precedentes, a las cuales consciente o inconscientemente se admira, de manera que no se concibe la vida misma sin un continuo evocar esa forma perdida. Basta dar un vistazo al mundo árabe, disperso y dividido, para percibir una voluntad tendida y frustrada hacia una unidad que ya no es más que un mito. Y en la obra del historiador inglés antes referido pueden leerse todos los ejemplos posibles de "renacimientos" y de evocaciones de las sombras de civilizaciones desaparecidas.
De igual manera, el sueño de Bolívar de reconstruir la unidad americana perdida, ha sido a su vez revivido en varios de nuestros países, bajo circunstancias diversas, pero aun los movimientos tendientes a crear una comunidad económica, inspirados en razones políticas, han fracasado en lo fundamental. Es más, la insistencia misma en lograr alguna forma de unidad americana, presente en diversas épocas, es la confesión misma del fracaso de los movimientos unitarios, por muy pomposas que sean las declaraciones de nuestros políticos y por muchas citas que contengan de Bolívar o de Martí.
La razón de ser de esa unidad añorada, querámoslo o no, era la propia España, pues fue ésta quien creó, para bien o para mal, la idea del Nuevo Mundo como algo orgánico. En efecto, el mundo indio no tenía cohesión alguna, especialmente entre nosotros, y aunque hubiera poderosos polos de atracción en la era precolombina, no había conciencia alguna de unidad continental. Condenada España a muerte por las almas demasiado incandescentes de los libertadores, el Nuevo Mundo careció de centro de gravedad y estalló hacia los cuatro puntos cardinales, sin que ninguno de los países nacidos a la vida independiente fuera lo bastante prestigioso o fuerte para servir de elemento catalizador de la unión.
Cuando varios años después de la Independencia reanudamos relaciones con España, estaban demasiado frescas las heridas y había demasiado recelo para que pudiera jugar ningún papel de vínculo entre nuestros países. Y luego, la propia decadencia española, unida al ascenso vertiginoso de los Estados Unidos, con su irresistible atracción para todas las clases sociales, hace pensar que los lazos rotos en 1810 ya no podrán atarse de igual manera, pues pesan más los particularismos que la tendencia a restablecer la unidad perdida
Mirando más hondamente hacia atrás, nos damos cuenta de la soledad que debieron sentir los venezolanos conscientes, triunfadores o derrotados con ocasión de la Independencia, soledad aún más radical en la medida en la cual estuvieran plenamente seguros no sólo de la ruptura de los vínculos con la metrópoli, y de la unidad entre los diversos virreinatos y capitanías del antiguo imperio español, sino además, en razón de la existencia de los estratos raciales formados en la Colonia, de estar socialmente solos, en el sentido de que pasaban a ser una minoría empobrecida por la guerra en una tierra sobre la cual su dominio se había hecho más precario.
Toynbee atribuye la falta de envergadura cultural de los turcos, esa especie de atrofia espiritual de ese pueblo que, en otros terrenos y especialmente en su vocación militar de dominio, tuvo sus prolongados momentos de grandeza, al hecho de haber cortado sus vínculos con la vecina Persia. Ello ocurrió en virtud de la división surgida entre musulmanes sanitas y shiitas, en una coyuntura en la cual Persia había alcanzado una cima de su desarrollo cultural y Turquía era todavía un pueblo iniciándose apenas en la práctica de la religión musulmana y en el conocimiento de su universo cultural.
Nos explica el gran historiador inglés que los numerosos territorios conquistados a la cristiandad ortodoxa por los selyúcidas primero y luego por los osmanlíes eran una especie de extensión cultural del mundo
 Los representantes de la sociedad iránica o persa en esas tierras infieles dependían, para el mantenimiento de su cultura, de una corriente constante de artes e ideas, y de inmigrantes que las importasen de las tierras originarias de la civilización iránica, en la misma Persia, cosa imposible después de la carrera fulgurante y funesta de Shah Ismail. Hasta el punto de que durante cuatro siglos los osmanlíes vivieron en medio de los despojos de la civilización iránica, que sólo arrojaron lejos de sí en este siglo, en tiempos de Mustafá Kemal, cuando intentaron adoptar los ideales de la cultura occidental, en un intento desesperado de salvación
Siempre hemos pensado que parte de la pobreza espiritual de nuestros países en el curso del siglo pasado se debe fundamentalmente a esa brusca separación de la fuente original de la cultura hispánica, aunque esta última estuviera de suyo empobrecida por razones que nada tienen que ver con América
Sin embargo, por menguadas que estuvieran las fuerzas de la cultura paterna, la generación realizadora de la Independencia, esa misma que renegó de España, se había nutrido de la savia de esa cultura. Y si no nos equivocamos, es casi unánime el juicio que se hace de esa generación —la de nuestros libertadores— como la más brillante en nuestra historia y la que sirve de base y de sustento a las generaciones posteriores.
No ignoramos la influencia de la cultura francesa sobre esa generación, aunque luego trataremos de definir qué significó Francia para los hispanoamericanos durante un largo período. Sin embargo, notamos que la influencia francesa del Siglo de las Luces se ejerció sobre un grupo social suficientemente evolucionado en lo cultural para recibirla, ya que si en esa época enciclopedistas hubieran sido leídos en Polinesia o en Mozambique seguramente el resultado no hubiera sido el mismo
No obstante su relativo afrancesamiento, quienes más tarde serían libertadores nuestros no ignoraban que esas luces que recibían no eran compartidas por la totalidad de la clase social a la cual pertenecían, pues la mayor parte estaba impregnada de la concepción española de la vida.
Fue precisamente de la fuente misma de esa concepción, y de su influencia sobre la mayoría de su misma clase, de donde quisieron apartarse, aunque no constituían sino una capa relativamente delgada de la población, con una fuerza en gran parte derivada de la vinculación que rompían.
Como en el caso ya descrito de los turcos después de la terrible división del mundo musulmán, los blancos criollos que realizaron la Independencia en gran medida tenían conciencia de estar cortando el cordón umbilical que los unía no sólo a un poder político, sino a una cierta manera de ver la vida, a un mundo de cultura.
Aquellos de los nuestros que durante el proceso de la Independencia se habían opuesto a la separación de España, debieron sentir el aislamiento cultural de una manera más aguda después de la derrota, cuando muchos, como dice Laureano Vallenilla Lanz, regresaron a su país de origen desde las Antillas o aun desde España para reclamar sus bienes, valiéndose de las leyes de indulto y de las normas constitucionales que reconocían la igualdad de derechos independientemente de la postura adoptada en la lucha. Por cierto, fueron esos antiguos realistas quienes, resentidos aún más que los patriotas después de su propio fracaso político y militar, formaron un poderoso partido que se opuso victoriosamente a la vinculación con Colombia y que, unido con Páez, fundó la República de 1830 sobre bases opuestas a las ideas bolivarianas.
Cuando Hernán Cortés, en los albores de la Conquista, quiso obligarse a sí mismo y obligar a sus compañeros a conquistar el imperio azteca o a morir en la empresa, y destruyó las naves que lo habían traído, hizo un gesto acaso de más profundas motivaciones que se revelarían después; aunque el hombre Hernán Cortés volvió efectivamente victorioso, sus parientes de una generación muy posterior, al quemar a su manera sus naves, sabían —debían saber— que nunca volverían al mundo hasta entonces considerado como patria.
En ese sentido, el aislamiento voluntariamente creado por la generación que hizo la Independencia y su actitud hacia lo español, cuya manifestación más radical es el Decreto de Guerra a Muerte, tiene el significado simbólico de un suicidio.
La Independencia como suicidio de una clase y de una raza no constituye un tema para entusiasmar a los escolares venezolanos, ni para animar los discursos en las numerosas festividades patrias, pero podría constituir una innegable realidad, en cuanto se considere a nuestros próceres de esa época plenamente libres al ejecutar los actos que prepararon y consumaron la separación de España.
Todo, puede decirse, se había ido preparando para el holocausto voluntario, desde la elevación de lo indio a un rango de grandeza (como en la elección de nombres de Incas por parte de Miranda para los gobernantes propuestos en sus proyectos de reformas políticas), hasta la proclamada culpabilidad española, la ruptura dolorosa y sangrienta de los vínculos con España y, finalmente, el aislamiento de una minoría abandonada a su suerte en un continente poblado por hombres que, gracias a la prédica de esa minoría, llegarían con el tiempo a convencerse de su derecho a un desquite no sólo frente a los españoles peninsulares, quienes habían largado amarras, sino frente a esos descendientes americanos que proclamaban su inocencia virginal.
En breve tiempo se harían sentir las consecuencias de ese desquite, padecido en primer término por los patriotas durante los años de 1813 y 1814, revestido luego de mil formas diversas, prolongadas a lo largo del siglo XIX, hasta la Guerra Federal; y que en el aspecto cultural se concretarían en esa inversión de valores que se vio obligada a hacer la clase dominante al vender el alma, aceptando en adelante los valores de las clases que le habían estado sujetas, para conservar el poder social efectivo.
Anarquía fue la palabra utilizada para calificar los efectos visibles del caos creado en los espíritus al cortar los lazos cordiales que nos ataban a España. Esa palabra fue pronunciada y escrita cientos de veces por Bolívar, quien poco antes de morir, en su conocida carta a Juan José Flores de evidente tono trágico, parecía resumir su experiencia política diciéndole a su antiguo subalterno que América se había hecho ingobernable "para nosotros", es decir, para los hombres que pertenecían a la misma clase del Libertador y de la mayoría de los próceres de la Independencia.
La carta de Bolívar tenia un tono trágico, y es justamente la visión de la Independencia como naufragio involuntario de una clase social la única alternativa a la concepción según la cual la ruptura con España debería considerarse un suicidio. En efecto, si nos atenemos a la realidad y dejamos de considerar el movimiento iniciado el 19 de abril de 1810 un glorioso resultado de planes largamente meditados, para admitir que ese movimiento se produjo en gran medida por obra del azar, como consecuencia de la orfandad a la cual nos redujo la política de Napoleón y de la absoluta incapacidad de los gobernantes españoles, llegaremos a la conclusión de que nuestros libertadores no son tan responsables por lo que hicieron, pues buena parte de su conducta se originó en la desesperación.
En el momento en el cual ocurrió la Independencia estaba en curso el proceso de españolización de toda nuestra sociedad. Era España quien había inventado a América y los españoles constituían la clase dominante, junto con sus descendientes, los criollos de origen español. Eran esos elementos dominantes los únicos que podían dar forma a aquella sociedad y estructurarla, aunque hubieran llegado a incorporar parte de los elementos culturales de los indios y de los negros. Esa impregnación de lo español, de arriba hacia abajo, era lógicamente un proceso lento que se realizaba dentro del seno de las unidades sociales y económicas existentes, llámense encomiendas, misiones o haciendas.
Al desatarse la guerra con la ferocidad que conocemos, típicamente española, todos fueron llamados a participar en ella; y los grandes movimientos de ejércitos de un lado a otro del país y luego, más allá de sus fronteras, hasta las tierras que hoy constituyen Bolivia, con el inevitable desarraigo de los sitios donde habían estado anclados los ascendientes de esos hombres durante siglos, sumados a la muerte de un número considerable de blancos y a la ruina de pueblos y haciendas, tuvieron como consecuencia el que aquella sociedad quedara desarticulada y conmovida, falta de una paz interna que tardaría tal vez un siglo en recobrar. Evidentemente ésas no eran las condiciones más propicias para que las capas populares fueran penetradas por los mismos elementos culturales que venían infiltrándose en ellas durante los tres siglos anteriores.
Además de los numerosos soldados que nunca regresaron a sus sitios de origen y buscaron fortuna en otras partes, desarraigados para siempre de sus lugares natales, los que regresaron seguramente no estaban dispuestos a obedecer a sus antiguos señores. En caso de encontrarlos, debían sorprenderse de hallarlos tan cambiados como ellos mismos, contaminados de esa conciencia de culpabilidad proclamada durante la guerra. Si mantenían su actitud señorial heredada y habían rechazado el mensaje culpabilizante, estaban profundamente frustrados, no dispuestos a tener la misma relación con quienes consideraban sus inferiores
De todas formas, después de la Independencia y mucho antes de la Guerra Federal, las relaciones entre las clases cambiaron radicalmente y ya no fue posible a los antiguos señores continuar su obra de inculcar su manera de ser a sus antiguos sujetos, al menos pacífica y naturalmente como antes lo hacían, pues en la medida en que lo intentaron —y sin duda muchos lo hicieron— debieron encontrar una resistencia antes inexistente. Dicho en otras palabras los restos de esa clase dominante se han debido encontrar con que en la medida en la cual querían desempeñar su viejo papel, se volvían una minoría opresora.
Pero nadie se atreverla a negar un hecho: los antiguos dominados no estaban preparados para gobernarse a sí mismos, pues su formación estaba a medio hacer, aun en el terreno religioso, ya que la enseñanza del cristianismo era un elemento cohesionador de aquella sociedad en formación, elemento, por otra parte, sin sustituto en ninguna enseñanza filosófica, al menos al nivel social del cual hablamos
Si el 15 de marzo de 1981, en que escribimos estas líneas, la prensa registra el hecho de que ha sido ordenado el primer sacerdote nativo del Estado Apure parece evidente que en 1810 la evangelización no había dado aún sus frutos. Esto es: a pesar del gigantesco esfuerzo hecho durante la Colonia, era tan vasto el territorio americano y tan exiguas las fuerzas de los ordenado evangelizadores, en relación con la masa a la cual trataban de formar, que el pueblo colonial no estaba del todo convertido a la fe cristiana. Y siendo así en esa área, podemos estar ciertos que esa formación incipiente era la regla en todos los otros aspectos de la vida.

Las secuelas de la ruptura

Los hombres pertenecientes a la clase dominante no sólo cambiaron la naturaleza de su vinculación con sus antiguos sujetos, sino que en su propio seno se instaló la discordia. Destruido el poder español, ocurrió como si a un cuerpo cuyos miembros estuvieran dotados de cierto vigor autónomo le hubieran cortado súbitamente la cabeza y esos miembros hubieran seguido moviéndose, cada uno de ellos por su cuenta.
Todos sabemos cómo, después de la Independencia, en todos los países hispanoamericanos sobrevinieron el caudillismo y una serie interminable de guerras civiles que, en Venezuela, no terminaron sino a comienzos de este siglo. Por ese motivo, nuestra historia y la de muchos otros países hispanoamericanos no es sino una sucesión indefinida de golpes de fuerza, de pronunciamientos, de pretendidas revoluciones, en realidad sólo luchas entre facciones y exasperado personalismo, del cual por desgracia no hemos terminado de librarnos.
Desde el punto de vista de la mayoría de los intelectuales y de las personas civilizadas, esa historia es una manifestación de barbarie que debe ser corregida mediante la educación, la práctica de las libertades públicas y la participación popular en la escogencia de los gobernantes. El remedio es, en otras palabras, la creación de esa patria de justicia a la cual se refiere el escritor Pedro Henríquez Ureña.
Sin embargo, frecuentemente se olvida que detrás del caudillismo hay una actividad humana no sólo com­prensible, sino de una lógica vital implacable, pues el caudillo es consecuencia, al mismo tiempo, de una fuerza desbordada y de una carencia. El caudillo no es sino un señor sin reino, alguien que participó en la Independencia (o es heredero directo o indirecto de alguien que lo hizo) con una energía digna de sus ancestros, los conquistadores, sin comprender que al destruir el poder central de entonces, el del rey indigno, ninguno de los gobiernos que le sucedieron tendría a sus ojos prestigio alguno ni legitimidad capaz de imponerse por sí misma
El hecho de que nosotros, desde esta distancia, otorguemos grados de bondad a los libertadores y decidamos quién era primero, quién segundo y así sucesivamente, no implica la corrección de nuestro criterio, ni mucho menos que debiera ser aceptado entonces por quienes figuraban en el medio o al final de la lista, pues si en general es difícil que se imponga la excelencia, nunca lo es más que en tiempos turbios, como eran aquellos.
El caudillismo ha sido comparado por algunos autores con el régimen sobrevenido en Europa a la caída del imperio romano. Como sabemos, el propio Bolívar se anticipó a esa concepción en su famosa Carta de Jamaica, a la cual nos hemos referido. Por ese motivo y por la fragmentación del poder en el espacio, podría afirmarse lo acertado del símil. Sin embargo, si el feudalismo suponía un delicado equilibrio que, partiendo del monarca, llegaba hasta el último vasallo, pasando por numerosas gradaciones, entonces el estado de cosas surgido a raíz de la Independencia no merece ser calificado de feudal, pues no responde a ningún esquema lógico, sino a la trágica inexistencia del estado, ya que el de antes de la Independencia había sido destruido y era objeto de odio, mientras el recién creado en el papel de las constituciones no tenía ningún valor intrínseco y parecía obra de alquimia.
Si se recuerda el valor que tenía Roma a los ojos de los invasores bárbaros, se comprende que en medio de las ruinas de su imperio se preparara el "renacimiento carolingio. En cambio, esa situación no tiene equivalente entre nosotros, pues el imperio colonial se desmembró en medio de una guerra casi siempre a muerte. Por eso parecería una ironía sangrienta buscar el origen del caudillismo en el evidente personalismo de los conquistadores y no en la ruina de ese imperio español que había sabido someter a los conquistadores y a sus hijos durante siglos
Por otra parte, no conviene olvidar que el aspecto subjetivo del caudillismo, a saber, el personalismo, es hijo también de la destrucción de un estado de derecho con raíces milenarias y de la falta de prestigio de leyes promulgadas apresuradamente. En efecto, el personalismo no es sino colocarse el hombre por encima de las normas que deberían regirlo, y su causa manifiesta es la falta de respeto a ellas. Ese desdén hacia el orden precariamente constituido se manifestó desde la primera hora de nuestra historia republicana, ya que la separación de Colombia se inició con la desobediencia de Páez al gobierno de Bogotá y continuó con la posición comprensiva de Bolívar hacia el caudillo rebelde. Pareciera que todos nuestros próceres merecerían haber pronunciado la frase de Tomás Lander de que una constitución no valía el holocausto de una vida humana.
Si se considera el caos vivido por nuestro país durante un siglo, la desarticulada manera de vivir que fue la nuestra, la Independencia es no sólo un revés sufrido sino una verdadera tragedia. Es más: que Bolívar no hubiera querido hacerse coronar y aún que no se hubiera prolongado su dictadura, haciendo abstracción de su precaria salud en aquellos años finales, debería considerarse como algo que agravó ese fracaso, pues sólo del seno de la revolución podía superarse la crisis por ella misma generada.
Es un gran fracaso de la generación de nuestros libertadores no haber ofrecido salida viable a nuestros países en el terreno esencial de la organización de la sociedad y del gobierno. En efecto, al romperse los lazos con España se derrumbó también una jerarquía social, un determinado orden de cosas que debía ser sustituido por otro, que acaso podía ser más justo o más humano, pero un orden al fin y al cabo útil para encauzar la vida, aquella agitada vida de unos pueblos sacudidos hasta sus cimientos por nuestra revolución.
Desde el punto de vista puramente teórico, para dar un paso de la magnitud de la Independencia hubiera debido haber un proyecto realista de organización social previsto desde el inicio, pues las fuerzas que se iban a desatar eran formidables. En la práctica hubo esos proyectos pero eran utópicos y nadie en el momento del triunfo quiso o pudo aplicarlos.
Es sin embargo comprensible que aquella generación se precipitara hacia una acción de tales consecuencias. carencias sin tener claro cuál habría de ser la salida de la crisis, ya que eso es lo típico de las situaciones revolucionarias, pero en cambio lo incomprensible es que durante el desarrollo de esa crisis y más aún cuando era evidente la proximidad del desenlace, no haya habido la lucidez suficiente para adoptar un esquema acorde con la realidad y que diera al mismo tiempo cabida a la parte de ilusión que los hombres necesitan para vivir.
Bolívar, es cierto, propuso modalidades constitucionales de importancia, cuyas posibles bondades no pudimos conocer en la realidad de los hechos, por haber sido rechazadas por sus contemporáneos. Aunque la Constitución de Bolivia si llegó a aplicarse y no pudo impedir el caos vivido por ese desgraciado país desde sus inicios. De ese modo, Bolívar tuvo el mérito de haber tratado de dar estabilidad a la sociedad a través de instituciones tales como la presidencia y el senado vitalicios, instituciones, por otra parte, de imposible comprensión por quienes, como Páez, partieron de la idea simplista de que los desórdenes sobrevenidos después de la Independencia se debían sólo al “Egoísmo torpe” y a la “mala ambición”, como dice en su Autobiografía.
Napoleón pudo ser juzgado muy duramente desde muchos ángulos, pero sin duda alguna tuvo el mérito de domesticar las energías desencadenadas por la Revolución Francesa y de emplearlas en aquellas interminables campañas que dislocaron a Europa. No defendemos esas guerras, pero fueron tal vez una salida necesaria para aquel torbellino. Y al cabo, aunque después de Waterloo Francia fuera reducida a sus antiguas fronteras, muchas de las instituciones creadas por aquel dios de la guerra, como le llamó Clausewitz, todavía perduran.
En cambio, la totalidad de nuestros historiadores se complacen en considerar un mérito particular de Bolívar el rechazo de la corona ofrecida por algunos partidarios suyos, y si algún historiador descarriado trata de demostrar que Bolívar si tenía ambiciones de realeza, el templo republicano tiembla y se pronuncia el anatema en contra del culpable de lesa patria.
No creemos, como solución de aquellos males, en un reino a cuya cabeza estuviera Bolívar, pero si percibimos en la manera de ser enfocado ese tema obsesivo de nuestra historia que se considera algo lesivo al honor del máximo héroe el que hubiera podido abrigar esa ambición, después de todo tan humana y tan conforme al modelo francés, el cual había tenido oportunidad de conocer directamente en sus viajes.
En el fondo, parece que desde el ángulo del interés público fuera más importante completar el proceso de santificación de Bolívar que examinar fríamente si aquella posibilidad entreabierta —su posible coronación— hubiera sido o no conveniente para nuestro destino ulterior, pues tenemos la convicción profunda de que él tenia cualidades de tal naturaleza que lo hacían particularmente apto, si no para el papel de monarca, al menos para el de jefe de un gobierno presidencialista parecido al que él proponía para Bolivia.
Si analizamos comparativamente la historia—y el mito— referente a los fundadores de ciudades o de imperios, rara vez descubriremos entre sus rasgos la infelicidad o la desgracia y mucho menos encontraremos que los historiadores o poetas que se ocupan de ellos se empeñen en destacar el que hayan renunciado a conducir las empresas iniciadas. Porque las fundaciones están, como los nacimientos, llenas de senderos risueños y de promesas. La leyenda, el aura que rodea esos alumbramientos, exige de los fundadores abundante y fuerte descendencia, para que sus rasgos se trasmitan a través de las generaciones.
Prueba de ello es que al narrarnos la primera de esas fundaciones, la de la sociedad constituida por la primera pareja, dice el Génesis textualmente: “Creó, pues al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó; creólos varón y hembra. Y echóles su bendición, y dijo: creced y multiplicaos, y henchid la tierra; enseñoreaos de ella, y dominad a los peces del mar y a las aves del cielo y a todos los animales que se mueven sobre la tierra” (versículos 27 y 28). Luego, al referirse a la vida de Abraham, padre del pueblo judío, el libro sagrado nos explica que Dios le ofreció una tierra que albergará su numerosa descendencia, lo que más tarde repite a Isaac y a Jacob.
En cambio, el destino quiso que los libertadores casi no tuvieran descendencia masculina, y que no prolongaran su presencia terrestre sino a través de un mensaje espiritualizado. Tampoco quiso que fueran felices, pues los mejores de entre ellos murieron triste o trágicamente. Basta evocar a este respecto cuatro nombres: Bolívar, Sucre, San Martín, Miranda... De paso, los historiadores agravan ese cuadro, de suyo preocupante, explicando que nuestros héroes máximos no pecaron jamás de ambiciosos. Al contrario, esa historia oficial se complace en destacar su capacidad de renunciamiento, su quijotismo.
Con semejante nacimiento a la vida, no es de extrañar que nuestra historia consista en una serie de fracasos repetidos, con algunos paréntesis felices, dependiendo la apreciación de esa felicidad de la familia liberal o conservadora de quien emite el juicio. Sin embargo, contrastando con una apreciación cruda y realista de la realidad histórica actual, la mayor parte de los hombres vuelve los ojos al pasado y lamenta las más de las veces que sinceramente no sean letra viva las enseñanzas de los libertadores, y en particular las de Bolívar, pues de haberse aplicado, piensan, nuestro destino estaría asegurado.
Esa manera de ver las cosas supone que hemos fallado en la práctica de la virtud, ya que no somos suficientemente generosos. En efecto, como dice Germán Carrera Damas al lograr vincular su "proyecto nacional" a la Independencia, la clase dominante nos ha hecho creer que todos los valores sociales son realidades ya adquiridas, por las cuales no es necesario luchar en un sentido estricto, sino trabajar por su restablecimiento, pues constituyen dones hechos a nosotros por los héroes, y particularmente por Bolívar, por lo cual su falta de vigencia se atribuye a eclipses transitorios, a "accidentes tiránicos personalistas" que pueden y deber ser superados para que el pueblo goce plenamente de la herencia recibida
No obstante, el restablecimiento de los valores republicanos tarda en producirse, en razón de las numerosas dictaduras padecidas y, es preciso decirlo, en virtud igualmente de las desilusiones ocasionadas por la mayor parte de los presidentes v congresos que son elegidos periódicamente. A pesar de ello, haciendo caso omiso del repetido desengaño, surge la ilusión: alguien podrá remediar las cosas, viniendo de afuera, como los libertadores, para escoger al fin a los mejores hombres disponibles y siempre relegada.
La actitud del venezolano, y me atrevería a decir, del hispanoamericano, hacia los asuntos públicos es la de una gran desconfianza hacia sus dirigentes, que éstos buscan superar mediante una demagogia monótona, tratando de convencer a las clases populares practicar esa virtud republicana, inocentes como los americanos de 1813 de ser explotadas por el partido de turno en el poder, mientras la clase dominante piensa unánimemente, aunque con frecuencia no se atreve a decirlo, en la imposibilidad de civilizar a las clases populares.
Con ese tono vital bajo, tampoco son de extrañar ni los fracasos ni la corrupción generalizada de la vida pública. Lo que la crítica no comprende es que ni nuestro pueblo es esencialmente peor que otros pueblos, ni nuestra clase dominante más opresora, ni nuestros políticos más corrompidos, sino que todos, ricos, pobres, dirigentes, están inmersos sin saberlo en una desesperanzadora manera de vivir.
La única vida posible, de acuerdo con el único modelo de desarrollo disponible a nuestro alcance, es la que ha sido contrariada por nosotros mismos, a través del mensaje culpabilizante transmitido por los libertadores en la hora decisiva de la emancipación, y así hemos adoptado en forma permanente una concepción según la cual vivimos fuera del estado de gracia, con esa "mala disposición hacia la vida que hay que vivir" de la cual nos habla H. A. Murena.
Por lo demás, mientras más agudo es el análisis de nuestra sociedad, como el de Carlos Rangel en su excelente libro Del Buen Salvaje al Buen Revolucionario, más concluyente es el estado de culpa, pues aunque dicho autor no lo dice de manera expresa, la salvación consistiría en no ser lo que somos, en cuanto esa sociedad nuestra está situada en la confluencia de varias fuerzas nocivas, producidas al unirse los españoles decadentes con los indígenas atrasados, a quienes enseñaron una religión católica que, a diferencia del credo protestante practicado en el Norte de América, no permitía el desarrollo. Así, a pesar de la lucidez del autor, la culpa pasa a ser ontológica, esencial, propia de los elementos que se unieron para integrar nuestro ser.



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