El último ponche de
Cabrujas
"Con
58 años, Cabrujas murió en el país al que retrató como el 'mientras tanto y por
si acaso', no sin antes legar su obra como hombre de televisión, dramaturgo,
director y articulista, hilvanada por una sola idea, amén de su neurosis
confesa"
21 de octubre de 2013
Caracas, (VTV).- Disparó hasta la última entrada. En la página
C-2 de El Nacional, un 21 de octubre de 1995, José Ignacio Cabrujas lanzó el
strike que dejó ponchados a los lectores que cada sábado devoraban con fruición
su prosa. Ahí se imprimió, sin saberlo, la nostálgica despedida en clave de
béisbol que antecedió la noticia de su fallecimiento en Porlamar, de un ataque
cardíaco.
Con 58 años, Cabrujas murió en el país al que retrató como el “mientras
tanto y por si acaso”, no sin antes legar su obra como hombre de televisión,
dramaturgo, director y articulista, hilvanada por una sola idea, amén de su
neurosis confesa: “El tema que me importa es el fracaso”, diría en 1991 en una
carta enviada a la Embajada de Venezuela en Alemania.
Su amigo y cofundador junto a Román Chalbaud de El Nuevo Grupo, Isaac
Chocrón, se referiría a él en el prólogo de la reedición de Acto Cultural
(1997) como “el talento más versátil de todo el teatro venezolano actual.
Dramaturgo, director, actor, sobresaliendo en cada una de estas especialidades
hasta el punto que resulta controversial jerarquizárselas. Cabrujas brilla en
todas porque al igual que los grandes teatreros de la historia, encauza su
descomunal talento, su curiosidad intelectual y su entusiasmo para trabajar, en
la dirección que se proponga, ‘al son que le tocan baila’, pero baila también
al son que él quiera tocar”. Aunque, a decir verdad, José Ignacio no sabía
bailar.
Bautizado así por su padre, quien atribuyó a San Ignacio de Loyola el
milagro del nacimiento de su hijo después de un parto difícil por la estrecha
pelvis de su madre, se convirtió en caraqueño el 17 de julio de 1937. Años más
tarde, por supuesto, “lo natural era, entonces, que yo asistiera al colegio de
mi santo patrono”, contaba el dramaturgo en un texto compilado en el primer
tomo de José Ignacio Cabrujas habla y escribe.
Criado en una barrio capitalino, educado en colegio de jesuitas y, para
olvido de Chocrón, incapaz de bailar salsa, Cabrujas adolescente creció en una
esquizofrenia campante, que contrastaba sus mañanas junto a “la aristocracia
goda caraqueña y algún miembro de las familias ricas del interior” con las
tardes en el oeste, donde estaba el “mundo buhoneril, el de las lucecitas
mortecinas, y todo se definía cuando llegábamos a la parada de autobús, que ya
era la ruta hacia Catia, porque había una venta de fritos”.
Sin embargo, las funciones en el cine Pérez Bonalde y las reuniones en
la plaza homónima redimían su estancia en ese Gólgota capitalino porque allí,
junto con sus amigotes, descubrió que tenían una identidad común: “empezamos a
pensar que no ir una noche significaba perder algo, perderse una experiencia o
la oportunidad de lucirse, de alardear entre nosotros mismos a ver quién era
más inteligente o sacaba las mejores conclusiones”.
Los descubrimientos también fueron en la platabanda de su casa. En esa
terraza con vista al barrio, se enjugó las lágrimas después de “haber suspirado
unas ochenta y seis veces consecutivas” con Los
Miserables y supo que quería ser escritor, aunque no tuviera idea de cómo
se lograba eso. Y se lo dijo a todo el mundo: “al bodeguero de la esquina de
arriba, al bodeguero que se suicidó, a mis amigos, a los padres de mis amigos”.
A la política, según fabuló en el texto Catia, llegó por una simpatía
cinematográfica. Una con Pedro Infante. En una escena de Nosotros los Pobres,
el ídolo mexicano grita ante su hermana moribunda y maltratada por el
explotador de turno: “¡Malditos sean los ricos!”.
“La conciencia de una desigualdad social y el odio hacia el que tuviera
riquezas como explotador, hambreador y crápula... Todo eso cuajó en la sala, y
si muchos nos hicimos comunistas fue precisamente por su imagen (…) Yo, que soy
parte de ese hombre, me metí en el Partido Comunista por Pedro Infante, que
maldecía a los ricos; y los comunistas eran los que decían eso o algo muy
parecido a eso con su tono pomposo, protocolar y ‘científico”, cuenta en la
compilación realizada por la editorial Equinoccio.
Desertor de la Escuela de Derecho poco antes de terminar la carrera y
autodidacta del teatro porque nunca hizo estudios sistemáticos sobre el tema,
escribió piezas como Los Insurgentes,
Juan Francisco de León, El extraño viaje de Simón el Malo, Tradicional
hospitalidad, En nombre del rey, Testimonio, Días de poder, Fiésole, Profundo,
Acto cultural, El día que me quieras; Una noche oriental; El americano
ilustrado, Autorretratro de artista con barba y pumpá y Sonny.
Los libros sobre su obra cuentan que fue miembro fundador del Teatro de
Arte de Caracas, Teatro Universitario y El Nuevo Grupo; y también se desempeñó
como director de Artes Escénicas del extinto Instituto Nacional de Cultura y
Bellas Artes.
Cabrujas –el que se creyó brechtiano pero no lo era porque sólo “deseaba
escribir un teatro real, parecido a las cosas que me importan”– fue actor en
los montajes de Noche de Reyes; Los ángeles terribles, papel que le hizo
ganar el premio a mejor actor en 1966; Ricardo
III, cuya representación le valió el premio Juana Sujo y La Revolución, con la que ganó el premio
de la Asociación de Críticos de Nueva York. En 1988 obtuvo el Premio Nacional
de Teatro.
Como guionista, su crédito aparece en las películas: La quema de Judas, Sagrado y obsceno, Cangrejo y
Amaneció de golpe. En la televisión hizo telenovelas, un género con el que
defendía su “derecho a ser plebeyo”, una reivindicación que ejerció con piezas
como La fiera, La señora de Cárdenas,
Natalia de 8 a 9, Silvia Rivas divorciada, Soltera y sin compromiso, Doña
Bárbara, Gómez I y Gómez II, Pobre negro, La dueña, La dama de rosa, Señora,
Emperatriz, Las dos Dianas y El paseo
de la gracia de Dios.
Amante de la ópera desde que su primo José Antonio le compró un hi-fi a
un abogado en Casalta con el que oían compositores románticos “sentados en unos
sofás de plástico amarillo, que debían haber sido horribles”, tuvo la
oportunidad de dirigir Elixir de Amor,
Tosca, Don Juan y Don Pasquale.
El programa Ópera Dominical, que
transmitía Radio Venezuela, tuvo su voz grave y áspera en la locución.
El Estado del disimulo, La viveza criolla o el mínimo sentido del humor
y La ciudad escondida figuran entre los textos claves para entender a un hombre
que, como él mismo se describió en su biografía cabrujiana, nunca fue
nacionalista. Su interés radicaba en Latinoamérica “como consecuencia de una
historia no decidida por sus habitantes (…) Vivo en un mundo sucedáneo, donde
las cosas en lugar de ser, se parecen: calles, edificios, códigos,
constituciones, sistemas educativos y recetas de cocina”.
A las revistas llegó con sus escritos para Punto en Domingo y El sádico
ilustrado; mientras que los periódicos imprimieron su prosa en la columna
El país según Cabrujas, que salió primero en El Diario de Caracas y luego, hasta su último ponche, en El Nacional.
/ Nazareth Balbás
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