Abatir es matar
Por Ramón Hernández
Ninguna acepción de verbo “abatir” significa matar. La más violenta es tumbar, que no necesariamente implica muerte, aunque hay caídas que matan. De un tiempo para acá, poco menos de 17 años para ser precisos, los cuerpos policiales utilizar la palabra “abatir” con el significado militar de matar, y “abatido” por muerto.
No es aconsejable la búsqueda de explicaciones y respuestas en el intrincado y encriptado mundo castrense. Las razones de Estado y “la inteligencia” o “la contrainteligencia” obvian aclaratorias. Tampoco busque luces en la prensa diaria, sea oficial, oficiosa, autocensurada o aliada incondicional. Sin importar que sea impresa, digital o audiovisual, en los reportes de enfrentamientos entre policías y delincuentes que publican se repiten dos condiciones: siempre los “abatidos” son delincuentes y rara vez un funcionario resulta herido, mucho menos muerto.
Podría decirse que la parte policial tiene mejor puntería, mejor armamento y más práctica, pero las constantes quejas de los expertos lo desmienten: los uniformados están mal equipados y pobremente entrenados. ¿Por qué son tan exitosos en los combates frontales con el hampa? Adivine, o mejor, lea las denuncias de los familiares de las víctimas: “No tenía armas, lo mataron arrodillado”.
Al principio del proceso, cuando Freddy Bernal pretendía ser más el ex comandante del grupo CETA de la Policía Metropolitana que político o ideólogo marxista, se argumentaba mucho en contra de la consigna en la que Alfredo Peña, todavía oficialista, basó su campaña para ganar la Alcaldía Metropolitana: “Plomo al hampa”, que no era necesariamente aplicar la ley de fuga, sino severidad.
Bernal hablaba de inteligencia social, de mantener redes en los barrios que informaran sobre las actividades delictivas. Unos cuerpos parecidos a los CDR cubanos, pero para vigilar a los hampones y de paso a los contrarrevolucionarios.
El desconocimiento del barrio –ese entramado de escalinatas, callejones, vías de paso, pasadizos, trochas y barracones– y la necesidad de acelerar el proceso político mediante la suma de triunfos electorales les resultó un bumerán. Para sorpresa de los propios vecinos, en ese proceso vertiginoso de integrar consejos comunales, círculos bolivarianos, unidades de batalla y toda esa parafernalia político-electorera, los hampones, matones de barrio, zagaletones de esquina y otros azotes ocuparon en las organizaciones de la comunidad los puestos de comando; claro, por “elección popular”, que equivale a “si no votas por mí te jodo”.
Todos los programas sociales que llegaron al barrio, desde el plan de sustitución casas por rancho hasta el reparto de comida y las casas de alimentación, recaían en estos “representantes”. Cometieron miles de injusticias, desalojaron cientos de viviendas y las demolieron, pero no construyeron nada, a menos que te bajaras de la mula. Sus casas si mejoraron, por fuera y por dentro: techo de platabanda, ventanas panorámicas a la ciudad, aire acondicionado, cocina de gas y televisor pantalla plana, plasma, pues.
Las miles de bolsas de comida que llegaron fueron expendidas al detal en la bodeguita de más arriba. Los jefes de las bandas tenían no solo el control por la fuerza, sino también el político y social. Además, su vínculo con el gobierno les agregaba impunidad.
En el barrio se sobrevive. Salude con la vista baja y colabore con los entierros, pero sobre todo no hable pendejadas. Siempre el barrio ha sido peligroso, pero ahora es un tiroteo constante, interminable. Los planes de seguridad han sido fracasos que se repiten sin cambiarles una coma. No puede ser de otra manera. Se diseñan como maquetas de batallas y no como programas interdisciplinarios. Se negaron a escuchar siquiera las experiencias de William J. Bratton y sabotearon los proyectos sin haberlos leídos. De los yanquis ni agua. Los generales y los otros oficiales a cargo de la seguridad ciudadana, sin un curso policial ni una ligera paseadita por Google, se creyeron aquello de que el cargo habilita y presentaron su plan contra la delincuencia: desplegaron los tanques y pusieron tres soldados en cada acceso o salida de las autopistas, además de multiplicar las alcabalas móviles, sobre todo en las autopistas más concurridas.
No pararon los secuestros, ni los arrebatones, tampoco los asaltos a comercios y entidades bancarias. Roban en las camionetas, en los autobuses que viajan al interior, en los vagones del Metro, en los ascensores y en cualquier bocacalle.
Inventaron las zonas de paz y viceministros y otros voceros del alto gobierno mantuvieron pláticas con pranes, jefes de bandas y demás capos. Firmaron un armisticio, pero el arreglo de cuentas personales y desavenencias en el reparto del botín por los lados de Aragua recrudecieron los embates hamponiles. En un arrebato desesperado aparecieron los operativos de liberación del pueblo, que con la sigla OLP significa la toma de barrios o sectores completos por tierra y aire. Van varios cientos de “abatidos”, pero no bajan los índices delictivos.
Aunque encontraron algunas armas y un par de granadas, fueron camionetas y motocicletas lo que recuperaron con más prontitud. Vehículos que habían sido hurtados a funcionarios del gobierno y que estaban “enfriando”.
Hubo muchas denuncias de violaciones de derechos humanos, de maltratos y robos en los hogares allanados, pero las cifras de delitos no bajaron ni disminuyó la violencia. El martes 10 de mayo reanudaron las OLP, pero con la “innovación de ser selectivas”.
Llevaron más tanques y los desplegaron a los pies de las escalinatas y los sobrevolaron la zona con helicópteros y drones. Hubo once abatidos y denunciaron la desaparición de Yassfer José Alcalá, a quien se llevaron detenido en una camioneta doble cabina blanca placas 305577. Al GNB que le pidió la cédula y el celular no le gustó que le reclamara que le devolviera el Vergatario III que le había “decomisado”. Vendo chaleco antibalas para que los ministros aparezcan en la televisión, sin miedo, claro.
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