Desde La Victoria hasta La Colonia Tovar hay 36 kilómetros de distancia, que sin mucho tráfico y un vehículo en buenas condiciones se recorren en 66 minutos. Son fuertes subidas y una bajada que requiere de frenos seguros y reflejos rápidos. Es una carretera espectacular. No hay paisajes parecidos en toda la geografía venezolana, pero pocos le prestan atención. Quien la usa lo que quiere es llegar al destino, no distraerse en zoquetadas.
No hay alcabalas y los puntos de control son tan raros como el agua en Marte. Hace 40 años todavía era de tierra y en los últimos lustros se ha mantenido como una vía solitaria, mucho más los días de semana. Hay una línea de busetas que cubren la ruta, pero los vehículos más usados son los todoterrenos, las camionetas de doble tracción, unas de lujo y fantasía, las demás de trabajo rudo. Por aquí suben los bandidos, también se escapan aunque nadie los persigue.
Una o dos veces a la semana las alarmas estallan y la desazón impera. Todos se encierran y desde los postigos los ven.Suben con sus fusiles automáticos y las pistolas de alta potencia en la cintura. Tocan a las puertas y si no les abren disparan a las cerraduras o las abren a patadas. Se llevan lo que encuentren. Amontonan en la acera televisores, computadoras portátiles, teléfonos, hornos microondas, dinero en efectivo, licuadoras, planchas, joya y todo objeto que les parezca que pueda tener un valor de cambio, y nadie los toca. Al rato pasa el camión y en segundos no queda nada. Los que están distraídos o no se enteraron son secuestrados y despojados de su vehículo. Regresarán vivos y a pie si los familiares pagan el rescate.
Nunca La Colonia Tovar, que existe desde 1843, había tenido una experiencia similar. Enfrentaron epidemias sin médicos ni fármacos; se enteraron de lejos de los estragos de la guerra federal; pasaron hambrunas y tuvieron que encontrar medios alternos para sobrevivir y vieron la llegada del hombre a la luna por Radio Caracas Televisión. Llegaron al siglo XXI como un pueblo pujante, honrado, trabajador y amante del progreso. Quizás porque se sintieron abandonados, como muchos otros también se dejaron engatusar por los encantadores de serpientes y los nuevos paradigmas que ofrecía “el proceso”.
La delincuencia, fuesen robos, asesinatos o secuestros, era algo bastante ajeno a la comunidad. Como en casi todos los pueblos de la Venezuela profunda, se podía dormir con la puerta abierta. Si eran tiempos de calor, hasta colgar la hamaca en el corredor. Ahora, ni eso se puede. Junto con los mosquitos y los zancudos llegó otra plaga. Primero, rateritos que se llevaban las cosas que encontraban fuera de las casas: mangueras, repuestos de maquinaria agrícola, rastrillos, azadas y hasta escobas. Después aparecieron las parejas de atracadores. Muchachos nerviosos, con pistolas o revólveres, que llegaban con la oscuridad y asaltaban restaurantes y hoteles, o a parroquianos que regresaban a sus casas después de una cerveza y una buena conversada. Hubo algunas muertes y fueron aceptadas con resignación, como la primera epidemia que vivieron mientras estaban fondeados frente a Puerto Cabello.
La gobernación y la municipalidad aprobaron más recursos para labores policiales y de seguridad. Por unos días se vieron algunos uniformados; sin embargo, las incursiones delictivas se repetían, aunque cambiaban el modus operandi. Ya no llegaban en motos, sino en vehículos doble cabina y doble tracción, en grupos de tres o más. Bandas completas de cabezas rapadas. Unos en short de basquetbolistas y camisetas con zapatos deportivos recién estrenados, otros con camisas de pescador y tatuajes en los antebrazos y detrás de las orejas. Todos impacientes, todos amenazantes, todos con la boca muy sucia.
El alemán ayuda a los vecinos a protegerse. Con mensajes de texto van alertando por donde van los malandros, en qué casa se han detenido, en qué negocio vacían la caja registradora. Hace dos meses mandaron un mensaje con un secuestrado en el que informan a los colonieros en general, sean agricultores, fabricantes o comerciantes, las nuevas condiciones de vida: Cada uno deberá pagar semanalmente una suma para poder continuar en sus actividades habituales; y todos los viernes deben enviar al Centro Penitenciario de Aragua, la cárcel de Tocorón, un camión con los productos de la zona: duraznos, melocotones, fresas, higos, aguacates, remolachas, zanahorias, papas blancas, galletas de mantequilla, suspiros, mermeladas variadas, café molido, mercillas, salchichas y embutidos surtidos; debe llegar a la 4:00 de la tarde, identificarse en la entrada y decir que es un cargamento para el pran Zutano.
Hecho el envío, las incursiones no cesaron. Siguen los robos de carros y motos, los secuestros y los asaltos. Cada familia tiene un sitio para esconderse y está pendiente de los mensajes que recibe. Procuran no dejar las casas solas, y tienen prevista una vía de escape en caso de que sean muchos los que se presenten y nos los puedan ahuyentar. No es el viejo oeste, es peor que el Chicago de los años treinta.
Los más viejos se lamentan de la carretera que en 66 minutos permite llegar a La Victoria. Le echan la culpa de la zozobra. “Antes no era así, vivíamos tranquilos, sin sobresaltos ni asaltos”. Los jóvenes una vez llamaron a la Guardia Nacional Bolivariana para que controlaran el paso y no dejaran pasar a los bandidos. Funcionó un tiempo. Los comerciantes se quejaron de que en la alcabala les quitaban la mitad de la mercancía y los patrulleros no solo se hartaban de salchichas y cerveza en los puestos, sino que también pedían para llevar. Permuto cepo por par de grillos.
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