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Una izquierda de derecha


Lluis Bassets


Así como hay una derecha suicida, también hay una izquierda ignorante. Nada sabe ni nada quiere aprender del pasado. Tampoco sabe que la guerra sucede a la política cuando la política deja de funcionar. Ni que la paz, tan deseada, no llega por un clamor convocatorio, sino porque quien vence en la guerra tiene poder y pericia para imponer un orden más justo, de forma que nadie utilice la fuerza de nuevo para resolver los contenciosos inevitables que se producen entre países y gobiernos.

Ignora que la Unión Soviética fue el mayor imperio europeo, y quizás del mundo, entre 1945 y 1991. 
Y que lo fue bajo la flagrante mentira de la patria socialista, defensora universal del proletariado. 
O que las libertades europeas se mantuvieron y se mantienen en la mitad del continente, al igual que en 1945 se recuperaron de la invasión hitleriana, gracias a la alianza con Estados Unidos.
Cree los embustes de Putin sobre la mayor catástrofe del siglo XX, que no fue la desaparición de la dictadura imperial comunista, sino su persistencia como paradójico y monstruoso avatar del zarismo reaccionario y ortodoxo. 
Se agarra como clavo ardiendo a la amenaza que representó para el capitalismo, como si las victorias obtenidas por los trabajadores en Occidente no se debieran a sus combates, sino al miedo a Stalin. 
Y traga, naturalmente, los bulos y bolas del Kremlin sobre la desnazificación de Ucrania, asentados en la apropiación primero soviética y luego putinista de la lucha antifascista.
Esa izquierda, definitivamente, es de derechas. Y tan suicida como la derecha. 
Sus simpatías están con el populismo nacionalista de Putin y su idea ultramontana de la Madre Rusia, guardiana de la cristiandad ortodoxa, frente a la libertad de costumbres y los matrimonios homosexuales del Occidente decadente.
Cierra los ojos ante el expansionismo autocrático e imperial, como los cierra ante la salvaje represión de los ayatolás contra el coraje cívico de las mujeres iraníes que ya no pueden soportar ni un minuto más al patriarcado totalitario e islámico. 
Y atiende en cambio a esos increíbles argumentos que invierten la realidad de la historia, convierten a las víctimas en verdugos, y se apropian de los combates antifascistas para defender el fascismo, el suyo inocultable.
No sabe lo que es la guerra. Ni la paz, tan difícil, y los esfuerzos que hay que hacer para conseguirla y mantenerla. De ahí que no se pueda contar con ella para que la alcance Ucrania.
Quiere arrodillarse ante Putin como Chamberlain se arrodilló ante Hitler en 1938, a costa no tan solo de Checoslovaquia, sino también de la República Española en su última bocanada.
Y lo poco que sabe de los imperios no le basta para condenar al único que persiste en suelo europeo. 
No sabe tampoco que la libertad y la democracia no son un regalo, sino que hay que defenderlas a diario, hasta pagar a veces el más alto precio, como en Ucrania, para no ser sometidos y aniquilados.
Cierra los ojos ante Putin, como los cierra ante la represión de los ayatolás contra el coraje cívico de las mujeres iraníes.
El País

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