El Tejado Roto
Disparos al aire
Ramón Hernández
@ramonhernandezg
En marzo de 2009
publicamos aquí que Caracas despedía un olor a rancio, que no era a animal
muerto ni a basurero, que la pestilencia hacía recordar una herida supurante,
ácida y repulsiva. Una peste que salía de lo más profundo, y ablandaba el ánimo:
hedía a La Habana, sin la escasa creolina con la que intentan disimular las
cloacas que están tapadas desde mucho antes de que se les encaneciera la barba
a los muchachos de la revolución.
Ese olor a fracaso
todavía se siente en Moscú y no termina de desaparecer en Pekín. Es el hedor en
el que se desenvuelve el crimen y en el que fluyen ideas letales y repulsivas
en el nombre del progreso de la humanidad y la reivindicación de los olvidados
de la Tierra. Es el vaho que despide la ideología, la certidumbre de que el fin
justifica los medios, y que ha invadido hasta en el más oscuro y alejado de los
callejones y la más olvidada escalinata de Caracas: el descomunal fracaso del
socialismo del siglo XXI, con grandes colas en busca de desodorante y champú,
pero también de pan, de arroz y de algún pellejo.
Al percatarse de que dar
un paso atrás, reconsiderar las medidas, aceptar el fracaso, era perder el
poder, los privilegios y prebendas, además de ir a parar al basurero de la
historia, Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, prefirió dar un salto hacia adelante:
ordenó aprovechar la situación en lugar de aliviar a quienes morían de hambre
en las calles. Su orden fue clara y terminante: "Es ahora, y solo ahora,
cuando la gente se alimenta de carne humana en los pueblos más hambrientos y
cientos, si no miles, de cadáveres yacen en los caminos, que podemos (y debemos
hacerlo) confiscar los bienes de los ricos y poderosos con la más salvaje y
despiadada energía".
Aquí no es posible
repetirlo ni consolidar el fracaso setenta años más, ni pueden reivindicar el
paredón que tanto le gustaba al Che Guevara. Lenin murió. También Stalin y Mao,
y otros de menor jerarquía, aunque con similar vocación de martirizadores. El
mundo cambió. Ahora es una aldea y no se puede asesinar sin consecuencias, aunque
el vecindario, en apariencia, se llene de silencio. La canallada tiene límites bien
establecidos; y, por mucho que dure la noche, el amanecer siempre llega,
también la justicia. No hay que desesperarse y, ahora sí, aprender de la
perseverancia de quienes tejieron con su sacrificio la libertad, la
independencia, la soberanía. La función llega a su fin, cierra el circo del
horror. Vendo desodorante para almas muertas, quedan dos.
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