¿Son los pardos más humanos? ¿Más sensibles los zambos? El racismo del socialismo del siglo XXI

Un Estado sin disimulo ni pudor


No basta quemar un piano, aplastar una lata de Coca-Cola y diluir en ácido una computadora para que esta civilización, de gente apurada que no va a ningún lado, se detenga y piense un segundo hacia dónde va a dirigir sus próximos pasos. Quizás antes de tan trascendental decisión verá a su alrededor y repetirá lo que siempre ha hecho: destruir todo aquello que le recuerde a los villanos y responsables de su mala situación, de las penurias pasadas y las indigestiones presentes. Destruirá los ídolos, los dioses ficticios y los monumentos, sean de piedra o de bronce, que otros los obligaron a respetar y a adorar.
Ocurrió en el estrecho mundo de Saddam Hussein, en la desplomada y sobrevalorada Unión Soviética. También en la Venezuela posguzmancista; cientos de estudiantes derribaron la estatua del manganzón que como un insulto el Ilustre Americano mandó a erigir frente a la antigua sede de la casa que vence las sombras, frente al Capitolio Federal. Ocurrirá en Corea del Norte con la inmensa figura de Kim Il-sung y está ocurriendo con el desvanecimiento prematuro de las grandes vallas con el retrato de Fidel Castro con su impecable y recién planchado siempre uniforme de guerrillero, pero nunca heroico.
No cabe duda de que la foto de los 54 diputados recién juramentados y bautizándose como minoría, visible y legalmente escuálida, correrá un solo destino en poco tiempo: el fuego que todo lo purifica o el fondo de alguna caja de cartón en las que se guardan los objetos que alguna vez podrían servir para algo. La patética imagen de la bancada de los eclécticos, ateos, materialistas, pragmáticos, humanistas científicos y demás vaporaciones de la razón con la que se han identificado ante los pueblos desde antes de que Carlos Marx y Federico Engels alertaran sobre el fantasma que recorría el mundo, siempre estará ahí para señalarlos y ser su vergüenza. No podrán decir que los engañaron u obligaron, aunque son bastantes los que están con la cabeza gacha.  
El dibujante Omar Cruz, que ha dedicado bastante tiempo y energía a refutar la exactitud del Bolívar no caucásico con que el “forense visual” Philippe Froesch estafó al gobierno, ha argumentado –y no con versos de poetas estalinistas, como lo hacen los mercenarios de la pluma– que ese Bolívar “pardo” y sinuosamente lombrosiano no es Bolívar, que los rasgos fueron manipulados de mala fe, que no se respetaron las leyes que la naturaleza aplica en el rostro humano, las mismas que hacen tan perfectas las moléculas de cuarzo. Tan de mala fe y racista como decir que el Bolívar no caucáseo es más humano. Earle, no inventes ni palabrees, estudia.

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