Hospitales y gulags, Venezuela: Infierno propio
Ramón Hernández @ramonhernandezg
En el socialismo del siglo XXI no hay campos de concentración, hay hospitales. Los resultados son los mismos. Las muertes son diarias y no existe compasión alguna. Los pacientes van cayendo como fichas de dominó y nadie conoce su posición en la cola ni cómo funciona el algoritmo. Es una guerra del Estado contra la población en general en el nombre de la construcción de una sociedad más justa y más libre. Mientras funciona la dialéctica de Hegel, la lucha de los contrarios que generará la irrupción de la síntesis con los mejor de ambos –es los que enseñaba Carlos Marx–, campea la muerte, la destrucción, la inseguridad y el sálvese quien pueda.
Los campos de concentración son un perfeccionamiento de Vladimir Ulianov Lenin de los centros de aislamiento de los zares y que los secuaces de Adolf Hitler y Stalin llevaron a una etapa superior. Pese a los reclamos civilizados de los más variados gobiernos y de la vergüenza que entrañan para la humanidad, siguen operando en muchos países con distintos nombres y diversos fines. Son más crueles en la medida en que los gobernantes se sienten más débiles.
En Cuba hubo campos de concentración para disuadir a los “disidentes” y a los homosexuales, travestis y proxenetas. Ahí fueron a parar con sus huesos y dolores filósofos marxistas, artistas revolucionarios y poetas de dar y recibir. Las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción, nada indica homofobia) fue la alternativa que encontraron para contrarrestar el paredón que aplicaba el submédico Ernesto Che Guevara hasta a las mujeres infieles.
Por ignorancia o masoquismo muchos gays lucen en su pecho el rostro de Guevara en las marchas en las que ondean con orgullo la bandera del arcoíris. Por mucho tiempo fue un secreto, pero fueron los hijos de los revolucionarios con preferencias sexuales heterodoxas los que alzaron la voz: la hija de Raúl, el hijo de Fidel, la hija del Che. Jean Paul Sartre ni Simone de Beauvoir, tampoco Michel Foucault, salieron a defender la libertad sexual, como tampoco lo hizo Julio Cortázar en el caso del poeta Ernesto Padilla y sus versos “contrarrevolucionarios”.
En los hospitales del siglo XXI los niños esperan la muerte con los ojos idos y el estómago vacío. No reciben leche ni proteína alguna. A veces agua de avena o un carato frío que nadie sabe con qué lo hicieron. Los adultos no tienen un trato distinto. Los que necesitan diálisis llevan su propia cuenta y las mujeres que dan a luz no saben si agradecer a Dios o volverse ateas.
Fuera, en los barrios y urbanizaciones, no es distinto. Falta todo y no se consigue nada, pero siempre aparece un opinador-influencer del régimen como William Castillo para advertir contra las manipulaciones del imperio yanqui a través de la serie Chernobyl, como si la vida diaria, las decisiones y las injusticias cotidianas cometidas por los funcionarios no ratificaran la total ausencia de humanidad de los gobernantes. Stalin decía que un millón de muertos es una estadística y un muerto una tragedia, pero solo para sus familiares y amigos. Castillo es un mentiroso compulsivo y bien pagado.
En Venezuela se viven millones de tragedias diarias. Unos emigran y otros mueren, los matan o se suicidan. El mundo permanece expectante y va de sobresalto en sobresalto, pero nadie mueve un dedo. Ha ocurrido antes. Pasó en Ucrania, en Polonia, en la antigua Yugoslavia, en Armenia, en el Tíbet, en Haití y en cada milímetro de África. Las grandes potencias no actúan porque mueran siete niños o tres adolescentes se ahorquen, lo hacen cuando sus intereses geoestratégicos o su seguridad peligran. No es tan sencillo como decidir sobre el ganador de un premio de literatura en concordancia con las coordenadas del mercado editorial.
Algunos pocos –osados en extremo– hablan de guerra civil o de invasiones humanitarias, pero los que más repiten su cantaleta son los que favorecen el diálogo, el entendimiento, la negociación y el “adelanto” de las elecciones como si se tratara de que siguiera el juego de abalorios y en algún momento actúe la astucia de la razón, que fue lo que encontró Hegel para que los humanos creyéramos que en el mundo real siempre ganan las buenas causas o, en su defecto, los buenos.
Hegel nunca imaginó en su pensamiento abstracto que sería posible un gobierno de la delincuencia, sin principios ni valores, sin un gesto de civilización, de pura maldad. Lo tenemos. Presto salto al vacío y regalo entrada al infierno.
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