Ramón Hernández
@ramonhernandezg
No hay evidencias de que a los indígenas que bailaron y
celebraron en Miraflores el jueves en la tarde les hayan entregado al salir y
para llevar una bolsa de comida de esas que reparten los CLAP con los productos
que les arrebatan a las personas que hacen cola frente a los supermercados. Sin
duda esa era el ansia de cada uno de los presentes, salvo quizás de la señora
wayúu Noelí Pocaterra, que tiene otras formas de abastecimiento.
Ahí no estaban las 800 familias que padecen pobreza extrema
y que el ex vice presidente ejecutivo, sin arrugar el ceño y como si se tratara
de otra estadística, le comunicó de su existencia al jefe de la ceremonia para
que se les atendiera. Contra lo esperado no le causó la rabia y el malestar que
exteriorizó el día anterior cuando Carlitos, el dirigente estudiantil se
secundaria, le dijo que los programas de producción en los liceos iban a media
marcha.
Ni los rastros de las lacrimógenas que había en el ambiente
le descompusieron el rostro ante la penuria a la que ha condenado a los pueblos
originarios. Tan grandulón, se regodeaba en recitar su caletre recién aprendido
sobre “las masas asiáticas que hace 14.000 años atravesaron el estrecho de
Bering”, tampoco se apenó por no saber pronunciar el nombre de varias de las
etnias que estaban allí preguntándose por qué Miraflores gastó tanto dinero en adornos
comprados en El Hatillo cuando ellos habrían podido traer de la selva hasta
curare de verdad y ñopo.
No hubo un gesto ni orden alguna para decretar medidas
dentro del Estado de excepción vigente para que de inmediato les sean
garantizados los alimentos y medicinas a los venezolanos. Sus discursos son como los títulos de primera página de Últimas Noticias –en futuro incierto,
nunca en presente real–, haremos y habrá, pero pasan los días y los años y
nunca hay. Si le importara el país, su gente, el pueblo en general, se habría
dado cuenta de que si un solo niño pasa hambre el gobierno no sirve, mucho
menos sirve el presidente, no importa lo que prometa. Son cientos de miles los hambrientos
que escarban en la basura por comida, sobre todo en la Venezuela recóndita,
donde no llegan las bolsas de comida ni hay desechos de restaurantes, tampoco
periodistas que se arriesguen a que les caigan a palos.
Hay mucha hambre y muy honda decepción. Los “defensores del
pueblo” han devenido en sus verdugos, sus peores hambreadores. Recuérdalo, si
un solo niño pasa hambre o muere por falta de medicinas, el gobierno no sirve;
no sirve y hay que cambiarlo ya. Alquilo Vaca Sagrada y general en jefe que lee
renuncias sin decir “la cual aceptó”.
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