Texto de los comienzos, cuando algunos decían, y creían, que nada malo iba a pasar

Fuga a la buena vida con cuenta por pagar 

Ramón Hernández

I
Son escasas las decepciones que sufre un médico forense en su mesa de trabajo, aunque sean muchas las sorpresas. El bisturí le permite descubrir canalladas inusitadas, vergüenzas ajenas, traiciones malolientes, pero también fortalezas inesperadas. Fue entrenado para afrontar las peores abyecciones y también para conocer la parte más cruda de la naturaleza. Insisto, poco puede sorprenderlo en cuanto a la constitución física de los hombres: sabe que en circunstancias normales de muerte nunca encontrará una piedra en el lugar del corazón ni residuos fecales en el sitio reservado para el cerebro.
La piel del alma, por más que se endurezca con cada nueva decepción, nunca será lo suficientemente dura para resistir las traiciones y soportar las infinitas malquerencias que se justifican a nombre de la ideología o de la política, del proceso, pues. El oficio de vivir, y que perdone el préstamo el poeta, no nos guarda contra las decepciones y a veces nos llevamos tremendo fiasco porque donde habíamos percibido una cabeza bien amueblada o un corazón generoso no hay sino materia fecal dura y apestosa, simple materialismo histórico.
En la larga lista de las debilidades humanas quizás sean la traición y la cobardía las que merecen mayor repudio y también las más difíciles de perdonar. Nada descorazona más que saberse traicionado por el mejor amigo o descubrir que el corazón de quien considerábamos pleno de bondad es, en el mejor de los casos, un nido de víboras o una roca inconmovible. Ya el lector se habrá dado cuenta de que una desilusión nos perturba, y tal vez espera que, equivocadamente, culpemos de nuestras cuitas al proceso revolucionario bolivariano o al máximo líder. No. La decepción no es superficial ni efímera. Tiene que ver con la constitución humana, aunque haya significativas vinculaciones y comparta escenarios con la desintitucionalización presente.

II
Es duro de tragar que un representante del pueblo soberano, elegido en las filas revolucionarias para imponer la equidad, la razón y una larguísima lista de otras buenas intenciones, se presente ante las cámaras de televisión no para exigir justicia sino cárcel para sus adversarios políticos; no para exteriorizar sus dudas sobre la inocencia del otro sino para condenarlo y convocar a sus iguales a que estampen su firma para que le sea negado el asilo político, la posibilidad de guarecerse. Hasta ahí y un poco más allá nos ha acostumbrado el conductor Nicolás Maduro. No lo aprobamos, pero no sorprende. Su actua­ción siempre ha estado guiada por el deseo de complacer al jefe, y no hay posibilidad de ilusiones dentro de ese rango de medianía existencial. 

III
Escuece, sí, que sin anestesia ni preliminares una antigua víctima de la persecución política y la intolerancia, como el escritor Diego Salazar, sirva de corifeo al consecuente y siempre reposero del Metro de Caracas.
Salazar, sospechoso de haber ayudado a planificar y ejecutar la segunda y más espectacular fuga de presos políticos del cuartel San Carlos, y autor del libro que narra las particularidades de la construcción del túnel que la posibilitó, ahora devenido en el funcionario del MVR responsable de los asuntos internacionales, apareció a lado de Maduro, y con los ojos entrecerrados, encandilado quizás por las luces de los medios, y parecía no darse cuenta de lo que estaba haciendo cuando pedía cárcel para Carlos Ortega. Quizás supuso que su traición a la sed de justicia que lo animó en otros tiempos a correr riesgos no imaginables para el parlamentario que hace pareja con Cilia Flores, ahora ataviado con fluxes cortados a la medida y no puyaos, era parte del sacrificio que le exige “el proceso” a todo revolucionario, o una manera de pagar el whisky del bueno y los habanos Cohiba que tanto disfruta, o las cuentas del Maute y la paella que tanto le gusta.
No importa. Lo real y práctico es que la víctima de ayer, el perseguido irreductible, se trastocó en victimario. Sin importarle el Antonio Gramsci que tanto leyó ni la mucha cárcel sufrida, ahora no sólo está dispuesto a ponerse el uniforme de carcelero sino también la capucha de verdugo. ¿Qué te pasó, Diego? ¿Quién te envenenó el alma o cuándo perdiste la póliza que te presentaba como buena gente?

IV

No sorprende que el “bate” Tarek se esconda cuando quedan al descubierto las descoyunturas que el régimen le propina con excesiva frecuencia a los derechos humanos, ni que el otro “bate”, Isaías Rodríguez, ejerza en la más absoluta clandestinidad su cargo de fiscal general y empepinablemente apunte con certeza y prontitud hacia el lado equivocado, hacia la sinrazón. A ambos siempre se le vieron las costuras y la impostura, pese al verbo y a la glauca mirada que puede confundir al rompe, pero ellos no fueron perseguidos ni llamados bandoleros. En sus momentos más duros y arriesgados, apenas se deslucieron como declaradores de oficio y beneficio, y, sobre todo, componedores de versitos ripiosos. Usted, Diego, en cambio, fue el cronista de la lucha, el artífice de la palabra, el escritor, el vate, y le está prohibido devenir en carcelero, su venganza no es meter preso al adversario, usted sabe más que nadie que la culpabilidad es relativa y que la suprema venganza del revolucionario es que el hijo de su carcelero vaya a la escuela. Comparto amistad más fuerte que los barrotes, pero libre, que no es poco en estos tiempos de vuelos bajos y paracaídas descosidos. 

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