Ramón Hernández/@ramonhernandezg
Es casi imposible mantener una conversación en el Metro. Cada quien está ocupado en sus asuntos. Con la mirada perdida, atento a no perder la cartera, el celular o los dos billeticos arrugados que son la salvación del fin de semana. Casi se palpa. Es un silencio incómodo, desapacible. No tiene que ver con el aire acondicionado descompuesto ni con el retraso del tren. Tampoco con el apretujamiento ni con el empujón que le dio la señora al zagaletón que le cortó la cartera con una cuchilla para sacarle el monedero. Todos se mantuvieron en silencio y vieron al techo, bastante limpio en comparación con lo cochambroso que está el piso.
La violencia generalizada vuelve insensible al ser humano. Duerme mientras allá fuera impera el tiroteo, los gritos de las víctimas, las órdenes de la policía represiva y criminal para que niños, mujeres y viejos suban a los camiones para ser transferidos a campos de exterminio o a centros de reclusión a esperar la fecha de su ejecución. En normalidad, con la constitución vigente y con instituciones que velen por los derechos humanos –la vida, la propiedad y la libertad, esencialmente– los otros son la defensa, la voz que se levanta contra la injusticia. Todos somos demócratas en democracia, la dificultad es que todos lo seamos en dictadura, en los regímenes que pretenden imponer a la fuerza la felicidad permanente.
Czeslaw Milosz presenta en Mentes cautivas un clarificador análisis de cómo los totalitarismos, tanto los inspirados en Marx como los otros, devienen en la corrupción moral y en la quiebra intelectual de cualquier sociedad, sin importar su grado de desarrollo. Con la promesa del hombre nuevo, las vanguardias revolucionarias armadas implantan regímenes de la más baja catadura en el nombre de la dignidad y el progreso. Prometen paraísos que pronto olvidan, como las promesas de los candidatos presidenciales de las repúblicas bananeras y los decretos militares en los países petroleros. Construyen infiernos y persiguen con saña a quienes mantienen su disposición a pensar con cabeza propia y no repiten las consignas que emanan del Ministerio de Propaganda, que insiste en que la planificación centralizada soviética que mató de hambre a millones de personas fue exitosa.
En el Metro es preferible no levantar la vista y no escuchar. Sin embargo, no es posible evitar la sensación de agobio ni la pesadez que se siente en la piel, y que puede explotar con cualquier traspié. Sin divisas.
Es casi imposible mantener una conversación en el Metro. Cada quien está ocupado en sus asuntos. Con la mirada perdida, atento a no perder la cartera, el celular o los dos billeticos arrugados que son la salvación del fin de semana. Casi se palpa. Es un silencio incómodo, desapacible. No tiene que ver con el aire acondicionado descompuesto ni con el retraso del tren. Tampoco con el apretujamiento ni con el empujón que le dio la señora al zagaletón que le cortó la cartera con una cuchilla para sacarle el monedero. Todos se mantuvieron en silencio y vieron al techo, bastante limpio en comparación con lo cochambroso que está el piso.
La violencia generalizada vuelve insensible al ser humano. Duerme mientras allá fuera impera el tiroteo, los gritos de las víctimas, las órdenes de la policía represiva y criminal para que niños, mujeres y viejos suban a los camiones para ser transferidos a campos de exterminio o a centros de reclusión a esperar la fecha de su ejecución. En normalidad, con la constitución vigente y con instituciones que velen por los derechos humanos –la vida, la propiedad y la libertad, esencialmente– los otros son la defensa, la voz que se levanta contra la injusticia. Todos somos demócratas en democracia, la dificultad es que todos lo seamos en dictadura, en los regímenes que pretenden imponer a la fuerza la felicidad permanente.
Czeslaw Milosz presenta en Mentes cautivas un clarificador análisis de cómo los totalitarismos, tanto los inspirados en Marx como los otros, devienen en la corrupción moral y en la quiebra intelectual de cualquier sociedad, sin importar su grado de desarrollo. Con la promesa del hombre nuevo, las vanguardias revolucionarias armadas implantan regímenes de la más baja catadura en el nombre de la dignidad y el progreso. Prometen paraísos que pronto olvidan, como las promesas de los candidatos presidenciales de las repúblicas bananeras y los decretos militares en los países petroleros. Construyen infiernos y persiguen con saña a quienes mantienen su disposición a pensar con cabeza propia y no repiten las consignas que emanan del Ministerio de Propaganda, que insiste en que la planificación centralizada soviética que mató de hambre a millones de personas fue exitosa.
En el Metro es preferible no levantar la vista y no escuchar. Sin embargo, no es posible evitar la sensación de agobio ni la pesadez que se siente en la piel, y que puede explotar con cualquier traspié. Sin divisas.
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