Cuentas pendientes

· Ramón Hernández
I
Han pasado casi ocho años y no ha desaparecido la incertidumbre. Mientras los ingresos del Estado se han multiplicado por diez o poco menos, que es como decir que ahora tenemos dinero suficiente como para que otros nueve países como el nuestro vivan en las mismas condiciones que entonces disfrutaba Venezuela, esa regla de tres tan simple no se cumplió, aunque Cuba haya recibido ingentes recursos y Bolivia vaya por el mismo camino. No se necesita ni siquiera un gramo de imaginación privilegiada, de esa que alumbra a los sabios, a los mesías, a los iluminados y a los visionarios, para sospechar que el ensayo chavista, este simulacro revolucionario del me da la gana y demás caprichos, se bosqueja como el peor fracaso desde la pérdida de la Primera República en 1811. Saca la pata, rufián.
Con tanta abundancia, apenas han pergeñado una morisqueta de seguro de desempleo (las misiones), que no beneficia a todos, tanto por su intrínseca contaminación política como por su incuantificable chapucería. El funcionariado gubernamental, que le cuesta admitir su propensión al rentismo y su alergia compulsiva a la producción --y a su principal herramienta, el trabajo--, está encandilado con las palabras, especialmente con el verbo prometer, y lo invade el nominalismo simplón, ese que piensa que basta nombrar los problemas o enumerarlos para que desaparezcan, y ha optado, como en las viejas experiencias totalitarias, por el maquillaje de cifras y de realidades inciertas para ocultar el derrumbe de sus propios sueños. Rentistas hasta la médula, se asombran de que se dispare la inflación y son tan ingenuos en sus saberes que creen que basta retrasar los pagos, decirle al cobrador que pase el treinta, para que las cuentas les cuadren y no se desborde la liquidez. Muerde aquí, gilí.
Insisto, cuesta entender la sinrazón de que en un país que vive de las rentas petroleras la ciudadanía tenga que contribuir compulsivamente para devolverle al fisco el dinero que recibió. Sería más sencillo que el Estado, siendo el único dueño de la riqueza y el que distribuye las ganancias obtenidas, se quedase de una vez con la parte que luego le extrae a la ciudadanía y así se ahorraría las planillas de la declaración y el papel carbón de las copias, para no referirnos a otros trámites más costosos y engorrosos. También nos ahorraríamos a Vielma Mora y a sus verdugos arancelarios. Quizás porque son tiempos electorales, se escuchan propuestas del bando oficialista de rebajar el impuesto al valor agregado. Pero no se ilusione, apenas hablan de quitarle un punto o punto y medio, nunca de eliminarlo, que sería lo obvio.
Lo que no dicen es que simultáneamente reducirán las exenciones, que tienen bajo la manga restituirle el IVA a las medicinas y a los exámenes médicos para que no se les caigan los altísimos ingresos actuales, y a una larga lista de productos de limpieza y de cuidado personal. El IVA es un impuesto canalla. Perjudica a los sectores más débiles de la sociedad. Una madre de familia que cobre 540.000 bolívares de salario o que reciba una cantidad similar por participar en algunas de las misiones, le devuelve al Estado compulsivamente el equivalente en bolívares a 2 kilos de carne de primera, que es como arrebatársela de la boca a un niño hambriento. Es el antiguo impuesto medieval a las ventas que encontró una manera expedita de ingresar al tesoro público.

II
Quienes ilusamente creen que el socialismo del siglo XXI será la con creción del ancestral anhelo de una justa distribución de la riqueza, deben despertar de una vez. En Cuba, que persiste en imponer el socialcomunismo del siglo XIX o más atrás, el sistema tributario está integrado por 11 impuestos, 3 tasas y 1 contribución. El resultado más evidente, aunque todos viven del Estado, es que cada vez se ensancha más la antigua brecha entre los que tienen mucho --los magnates del gobierno-y los que no tienen nada --los demás--.
Empero, uno de sus logros más celebrados por la nomenklatura cubana es que todos los obreros, sin excepción, hacen su aporte al Estado. Así, no habría por qué dudar que si en las elecciones del 3 de diciembre la mayoría se obceca en escoger el continuismo revolucionario, nadie debería asombrarse de que buena parte del proyecto de presupuesto del ejercicio fiscal correspondiente al período 2007-2008 lo compongan exacciones provenientes del peculio de los recogelatas, pordioseros, madres en la calle e indigentes en general, además de la cuota parte que deben entregar los ladrones buenos que roban por hambre, siguiendo la doctrina presidencial al respecto. Claro, el ministro de información y propaganda tomará medidas para que todos los medios de comunicación proclamen que ahora ellos, aunque siguen siendo excluidos, son más felices pues cumplen el deber social de pagar impuestos. Ya te aviso, chimpancé.
La otra mala noticia es que si los ideólogos gubernamentales persisten en la guerra asimétrica, geométrica o peripatética con el imperialismo yanqui y sus lacayos capitalistas, obviamente impondrán un impuesto revolucionario de guerra para financiar la catástrofe inevitable, aunque le hagamos morder el polvo, más bien la basura putrefacta que lo ha sustituido en las calles de Caracas. Presto máquinas de restar votos.

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